domingo, 29 de marzo de 2009

LA NOVELA PÓSTUMA DE CABRERA INFANTE

La ninfa inconstante, Guillermo Cabrera Infante, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2008.

Si no hubiera muerto en 2005, Guillermo Cabrera Infante cumpliría ahora 80 años. El escritor cubano dejó dos de las mejores obras de la literatura hispanoamericana del pasado siglo: Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. A finales de 2008 se publicó La ninfa inconstante, una novela póstuma que algunos han situado a la altura de los dos títulos citados. No creo que esta novela alcance realmente la cima que lograron aquéllas. En cualquier caso, La ninfa inconstante es una de las obras más destacadas de su autor y participa de casi todas las características de su universo literario.

La novela cuenta la breve relación de un verano entre el narrador y Estela, una niña que aún no ha cumplido los dieciséis años. El mejor relato sobre las relaciones entre un hombre maduro y una “nínfula” es, sin duda, Lolita, de Vladimir Nabokov. Sólo en el tema coincide esta novela genial con la de Cabrera Infante. La ninfa inconstante no tiene en ningún momento ni la intensidad dramática ni la atmósfera densa de la obra de Nabokov. Las pretensiones de ambas novelas son también diferentes, como lo son sus respectivos finales.

Sin embargo, La ninfa inconstante sirve al escritor cubano para mostrar el amor y la devoción que siempre sintió por su ciudad, La Habana, que vuelve a ser aquí la verdadera protagonista de la novela. El narrador recorre sus calles y avenidas, sus cafés y locales nocturnos, paseando o en máquina de alquiler, como son llamados los taxis. De nuevo La Habana jaranera y bulliciosa anterior a 1959, aunque en algunas páginas del libro ya se vislumbra la revolución. El escritor parece desear su llegada, pero ya sabemos que luego las cosas cambiarían para él. Desde su exilio londinense Cabrera Infante recreó palmo a palmo la ciudad que tanto quiso y tanto añoró en la distancia.

Y además de La Habana y de algunos elementos autobiográficos están los otros dos amores del novelista: el cine y los boleros. Y está sobre todo su estilo inconfundible, su personal manera de escribir. Aquí más que nunca se suceden los juegos de palabras, los equívocos, las paronomasias, las rimas internas, las aliteraciones. Casi hasta la saciedad. Incluso en los diálogos entre los dos protagonistas, casi siempre inverosímiles y absurdos. Toda la novela es un continuo ejercicio literario, una exhibición de ingenio léxico, un juego permanente con el lenguaje y las palabras.

En esta novela póstuma, la personal literatura de Guillermo Cabrera Infante se muestra tal vez en su estado más puro y genuino.


Carlos Bravo Suárez


LA ERMITA DE SAN MARTÍN DE CAPELLA

Hace unos meses que fue señalizado el acceso a la ermita de San Martín en la sierra de la localidad ribagorzana de Capella. Se procedió a la colocación de varios postes indicadores a lo largo de un corto itinerario que arranca del magnífico puente medieval de esta localidad, en cuya entrada, junto a un acogedor merendero, se instaló un pequeño panel informativo con algunos datos sobre la ermita y sus alrededores.

Lo más recomendable para visitar las ruinas de esta construcción románica y el hermoso paraje rocoso en que se encuentran es realizar un agradable paseo desde el citado puente. Es un corto recorrido de unos dos kilómetros y medio de ascensión por la cara norte de la sierra del Castillo de Laguarres. La ermita se encuentra casi enfrente de la localidad de Capella, ligeramente hacia el oeste, debajo del llamado tozal del Soldau (864 m.), en la margen izquierda del río Isábena.

Tras cruzar el río por el puente medieval, llegamos al GR-1 que seguimos unos metros hacia la derecha. Enseguida encontramos otra pista a la izquierda que coincide con el PR-HU124, camino que atraviesa la sierra por el llamado paso de El Grau y lleva a Castarlenas y Torres del Obispo. Seguiremos este camino hasta poco después de dejar a nuestra izquierda el depósito de aguas de Capella. Tomaremos luego una pista a la derecha, dejando a la izquierda la continuación del PR-HU124 y un campo de almendros con un pequeño almacén. Tras unos 200 metros de pista, después de atravesar el cauce seco del barranco de la Heredad, veremos a la izquierda el inicio de un sendero más estrecho que seguiremos en ascenso. Después de un tramo de cierta pendiente, llegamos a un punto en que el sendero se bifurca. El camino de la derecha nos lleva a la ermita de San Martín. Si tomáramos el de la izquierda llegaríamos a lo alto de la sierra por La Canal, corto y encajonado paso entre dos rocas.

Si queremos aproximarnos en vehículo lo más cerca posible de la ermita, debemos cruzar el Isábena por el puente que hay a la entrada de Capella, a la derecha de la carretera que llega procedente de Graus. Ya al otro lado del río, debemos seguir a la izquierda por el GR-1 y luego, a unos doscientos metros, girar a la derecha para continuar por la pista ascendente (PR-HU124) que acabamos de describir, hasta llegar al lugar en que arranca el sendero más estrecho también citado. Desde allí hasta la ermita queda solamente un kilómetro de camino.

La ermita románica de San Martín se halla en estado de ruina y envuelta en maleza. Se levanta sobre un pequeño espolón rocoso cuyo acceso suele estar resbaladizo. Se trata de un edificio de nave rectangular con un ábside semicircular que se conserva íntegro. Su cubierta está totalmente hundida, aunque permanece el cuarto de esfera que cubre el hemiciclo absidial. Algunos sillares caídos fueron aprovechados para acortar la nave, cerrando con un muro la parte más próxima al ábside. Por debajo de éste, otro muro con una puerta de arco de medio punto cierra lo que sería probablemente la entrada al recinto. Los estudiosos suelen fechar la construcción de la ermita en el siglo XII, aunque algunos la adelantan a los finales del XI.

Junto al templo, unas cuevas excavadas en la roca han sido cerradas con paredes de mampostería quedando convertidas en abrigos naturales, usados durante tiempo por los pastores para resguardar el ganado. En las paredes de estas cuevas se observan algunas entalladuras que indican que en algún momento hubo en ellas varios pisos o plantas. En el segundo abrigo y a la altura del primer piso, pueden verse algunos curiosos grabados que probablemente no tengan demasiada antigüedad. Fueron dibujados en la pared rocosa sobre la superficie oscurecida por el humo. Pueden adivinarse dos posibles escenas de adoración con algunas figuras postradas ante lo que parecen imágenes de Cristo y de la Virgen.

Un poco antes de llegar a la ermita, a la izquierda del camino, hay una pequeña fuente. Encima de la arruinada construcción religiosa, en un hueco de la roca al que se puede acceder por un paso bastante peligroso, fue excavado un pequeño aljibe que serviría para recoger el agua que baja por las paredes de las rocas. El paraje es bastante húmedo y en él suele haber abundante musgo y una vegetación muy frondosa.

También antes de llegar a San Martín, muy cerca de la bifurcación del sendero que lleva a La Canal y a la derecha del que conduce a la ermita, en el lugar denominado Santa Eulalia, quedan algunos restos de lo que probablemente fue otra construcción religiosa o tal vez defensiva. Se trata de los cimientos de unos gruesos muros que quedan hoy ocultos por numerosos matorrales y arbustos.

Antes de llegar al depósito de aguas, sale una pista a la derecha que lleva a unos campos de labor. Atravesándolos se llega a un cerro conocido como Corona Castiella. Allí, entre arbustos, se esconden los restos de algunos muros que tal vez correspondan a otra vieja ermita. El lugar se conoce como San Chulíán, topónimo que aparece en documentos medievales para referirse a una de las varias aldeas de las proximidades de Capella. Antes de llegar a estas ruinas, pueden verse algunas oquedades excavadas en un suelo rocoso que quizás pudieran ser tumbas antropomórficas.

Aunque nos movemos en parte en el terreno de las hipótesis, no hay duda de que la ladera de la sierra que va desde el puente románico de Capella hasta las ruinas de la ermita de San Martín contiene numerosos vestigios históricos que parecen indicar su importancia estratégica en épocas pasadas.

La excursión hasta la ermita de San Martín desde el puente de Capella es corta y no supone mucho esfuerzo para el caminante. Resulta muy recomendable no sólo por el valor histórico que el enclave tiene, sino también por las espléndidas vistas que desde él se contemplan. Llegar hasta allí resulta ahora más fácil, sólo hay que seguir los sucesivos indicadores que nos conducen, sin posibilidad de pérdida, hasta las ruinas de la vieja ermita.

Carlos Bravo Suárez
Foto: La ermita de San Martín, envuelta por la vegetación.
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 29 de marzo de 2009)




domingo, 22 de marzo de 2009

PEQUEÑAS LECCIONES DE HISTORIA

Costa, Azaña y el Frente Popular, Gabriel Jackson, Crítica, Barcelona, 2009

Gabriel Jackson (Nueva York, 1921) es un hispanista de reconocido prestigio. Afincado desde hace años en Barcelona, ha publicado numerosos estudios sobre la cultura y la historia de nuestro país. Ahora Crítica reedita su obra en la Biblioteca que lleva su nombre. Uno de los libros de esa colección es Costa, Azaña y el Frente Popular y otros ensayos, una decena de trabajos breves que habían visto la luz en 1976.

El libro se inicia con dos espléndidos ensayos sobre Joaquín Costa. En el primero, Costa y su revolución desde arriba, Jackson intenta precisar un concepto político que nuestro polígrafo nunca estableció con claridad. Porque “por más que reflexionara y escribiera sobre los principales problemas de España, hubiera hecho falta que sus ideas en los terrenos político y social estuvieran tan bien definidas como sus doctrinas en materia agrícola”. Sobre el concepto citado, “su pensamiento es deshilvanado, a menudo contradictorio; rico en sugerencias y carente de síntesis”. Sin embargo, España necesitaba un cambio de gobernantes, un mejor aprovechamiento de sus recursos y un profundo programa educativo. Costa desconfiaba de todos los grupos sociales para emprender esas urgentes reformas. Cree que es el propio poder quien debe tutelar los cambios. Encuentra algunos ejemplos en el exterior (Cromwell, Washington o Bismarck) y uno, sorprendente, en nuestra propia historia: la reina Isabel la Católica, en cuya cruzada contra el poder feudal Costa cree ver un ejemplo de la lucha que debía emprenderse contra el caciquismo.

En el segundo ensayo sobre el pensador altoaragonés, Jackson repasa algunos de sus proyectos para la recuperación española y concluye que, aunque fue escuchado y admirado en gran parte del país en el 98 y los años posteriores, “Costa no era ningún organizador de hombres y no tenía otro respaldo político que el desorganizado afecto de aquellos que aplaudían su sinceridad, su visión y sus propuestas económicas llenas de sentido común”.

Hay en el libro un breve estudio sobre la experiencia de Azaña al frente del gobierno de la República, sus logros políticos y sus fracasos. Un magnífico ensayo es el que trata sobre los orígenes del anarquismo en nuestro país. En él se destaca el carácter casi religioso, próximo al cristianismo primitivo, de algunos de los primeros libertarios, verdaderos “santos laicos” que vinieron a llenar el vacío que la Iglesia había dejado entre los pobres al aliarse en su mayor parte con los poderosos. Ecuánime y sin prejuicios es el trabajo sobre las colectividades anarquistas durante la Guerra Civil.

Completan la obra breves artículos sobre libros de hispanistas y sobre los historiadores Américo Castro y Vicens Vives. Muy sugerente es el ensayo que cierra el libro, donde se traza un curioso paralelismo entre la persecución a los erasmistas en la España del siglo XVI y la “caza de brujas” de los años cuarenta en los Estados Unidos.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 8 de marzo de 2009

LUPERCIO LEONARDO DE ARGENSOLA

En el 450 aniversario de su nacimiento

Se celebra este año el 450 aniversario del nacimiento de Lupercio Leonardo de Argensola. Unido su nombre para siempre al de Bartolomé, los hermanos Argensola son dos importantes escritores del Siglo de Oro español. Nacidos ambos en Barbastro, Lupercio y Bartolomé destacaron en una época en que nuestra literatura brilló de manera extraordinaria con autores excepcionales como Cervantes, Lope de Vega, fray Luis de León, Góngora o Quevedo.

La poesía de los hermanos Argensola fue publicada en los años setenta del pasado siglo XX en la colección Clásicos Castellanos de Espasa Calpe por otro ilustre aragonés: el profesor José Manuel Blecua, gran especialista en la poesía española del Siglo de Oro que ejerció durante años un inolvidable y modélico magisterio en la Universidad Central de Barcelona. Los sonetos de Lupercio y Bartolomé pueden leerse hoy cómodamente en Internet en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, en una espléndida edición de Ramón García González.

En cuanto a los estudios biográficos, hay que destacar el ya clásico del hispanista Otis H. Green Vida y obras de Lupercio Leonardo de Argensola, publicado por la Institución Fernando el Católico en 1945. La biografía más reciente sobre los ilustres escritores barbastrenses, de la que extraigo algunos datos de este artículo, es la titulada Los Hermanos Argensola (Unaluna Ediciones, Zaragoza, 2006), de la profesora María Soledad Catalán.

Aunque sean más conocidos por el segundo, era Leonardo el primero de los apellidos de Lupercio y Bartolomé. La familia Leonardo pertenecía a la nobleza y, al parecer, procedía de Italia. Fue el bisabuelo de los poetas quien llegó a España y se instaló en Barbastro. Disfrutaría seguramente de una buena situación económica y social, pues participó con el rey Fernando el Católico en la conquista de Granada con tropas mantenidas a sus expensas. La familia Argensola pertenecía a la nobleza catalana y había prestado numerosos y recompensados servicios a la Corona aragonesa.

Del matrimonio entre Juan Leonardo y Aldonza Tudela de Argensola nacieron cuatro hijos: Lupercio, Bartolomé, Pedro y Ana María. Bartolomé se ordenó sacerdote y Pedro fue fraile agustino. Ana María se casó con el barbastrense Jusepe Trillo, que fue juez en la corte del Justicia de Aragón.

Lupercio fue el mayor de los hermanos y nació en Barbastro el 14 de diciembre de 1559. Probablemente realizó estudios sucesivos en Barbastro, Huesca, Zaragoza y Madrid. Tal vez también en Salamanca, donde sabemos que estudió su hermano Bartolomé, que conoció allí al gran fray Luis de León. Lupercio recibió una exquisita educación humanística y terminó estudios de Filosofía, Jurisprudencia, Retórica e Historia. Ambos hermanos tenían una sólida formación clásica y un profundo conocimiento de los autores latinos. Eran sus preferidos Horacio, Juvenal, Persio y Marcial, que influyeron notoriamente en sus creaciones literarias.

Lupercio Leonardo de Argensola desempeñó diversos cargos al servicio de importantes personajes de la nobleza de la época. Entre 1584 y 1592 fue secretario de Fernando de Gurrea y Aragón, duque de Villahermosa. En 1585 acompañó al duque a las Cortes de Monzón para reclamar el condado de Ribagorza, del que don Fernando era titular y cuyos vasallos se habían sublevado. En este periodo, conocido como las Alteraciones del Reino, se produjo una gran agitación en todo el territorio aragonés. Lupercio vivió muy de cerca algunos de los violentos sucesos de esos días y escribió más tarde sobre ellos en su condición de cronista oficial del Reino de Aragón, cargo para el que fue nombrado en 1599 y que ocupó hasta su muerte.

En 1587 Lupercio Leonardo se casó con doña Mariana Bárbara de Albión, viuda de Luis Zaporta. Sólo tuvieron un hijo llamado Gabriel, aunque doña Mariana dio a luz unos años más tarde a una niña que murió a los dos días tras un parto prematuro. Aunque ignoramos la fecha de su muerte, sabemos que su esposa sobrevivió bastantes años a la muerte de Lupercio.

Entre 1592 y 1603, el barbastrense fue secretario de la emperatriz María, hija del rey Felipe III y hermana de Felipe IV. Tras la muerte de ésta, Lupercio se marchó a la localidad zaragozana de Monzalbarba, donde tenía una quinta junto al río Ebro en la que llevó una vida retirada durante un tiempo. La torre, que Lupercio describió con detalle en sus versos, desapareció en 1936 por una crecida del río Ebro. En 1610 el conde de Lemos lo llamó para que fuera su secretario y lo llevó con él a Nápoles, de donde acababa de ser nombrado virrey. Allí murió Lupercio en 1613, víctima de una repentina enfermedad. Su hijo Gabriel le sucedió como secretario del conde de Lemos, cargo que su inesperado fallecimiento había dejado vacante.

Lupercio mostró muy pronto interés por la literatura. Su primer poema data de 1578 y es una alabanza a don Martín de Bolea y Castro, dentro de cuyo Libro de Orlando determinado fue incluido. También de sus años jóvenes son sus tres tragedias Filis, Isabella y Alejandra, la primera de las cuales no se ha conservado. Estas obras dramáticas fueron alabadas por Cervantes en El Quijote, en el capítulo XLVIII, [en el que el canónigo y el cura hablan sobre los libros de caballerías y las reglas que se deben observar en el teatro.

Sin embargo, Lupercio, unos años más tarde, se muestra contrario a la comedia, género teatral entonces de moda. Lo hace en un Memorial que se dio a S.M. el Rey D. Phelipe segundo contra las comedias que el barbastrense se encargó de redactar. Parece que, desde su visión moralista y religiosa, la comedia presentaba excesivas situaciones impúdicas y los actores y personas relacionadas con el teatro llevaban una vida demasiado licenciosa y poco recomendable.

La poesía de Lupercio Leonardo trata muchos de los temas habituales del Siglo de Oro. Destaca el uso de un tono crítico y moralista, a veces satírico, pero siempre frío, grave y severo, implacable con los defectos y vicios de la sociedad de su tiempo. Critica los comportamientos hipócritas de algunos miembros de la iglesia, la simonía, el afán por aparentar, la embriaguez, la dependencia de España de la banca extranjera, el arribismo de quienes van a la corte en busca de cargos al precio que sea, la inseguridad de los caminos. Uno de los asuntos más criticados en algunos de sus poemas más conocidos es el uso excesivo de afeites y ungüentos por parte de las mujeres, tema ligado a la falsedad de las apariencias en el que Quevedo fue el indiscutible maestro. La poesía amorosa de Lupercio responde a los esquemas petrarquistas y neoplatónicos de la época, pero en su caso exenta de cualquier sensualismo o asomo de apasionamiento o sentimiento sincero. En su escritura aparece con frecuencia el tema del “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, derivado en parte del Beatus ille de Horacio, su poeta más admirado. Uno de los aspectos en los que sobresale su poesía es en algunas descripciones de la naturaleza y en su deseo de disfrutar de ella. Sirvan como muestra los dos cuartetos de uno de sus mejores sonetos; “Lleva tras sí los pámpanos octubre, / y con las grandes lluvias, insolente, / no sufre Íbero márgenes ni puente, / mas antes los vecinos campos cubre./ Moncayo, como suele, ya descubre / coronada de nieve su alta frente; / y el sol apenas vemos en oriente, / cuando la dura tierra nos lo encubre.” Gustaba mucho a Azorín la descripción en tercetos que Lupercio hizo de Aranjuez en una composición de alabanza al rey de España (“Hay un lugar en la mitad de España / donde Tajo a Jarama el nombre quita, / y con sus ondas de cristal lo baña / (…).

Lupercio concedió mucha importancia a su trabajo como historiador y cronista. Sabemos que tradujo los Anales de Tácito y que dedicó mucho tiempo a escribir una Historia general de la España Tarraconense, que debía preceder a los Anales de la Corona de Aragón de Jerónimo Zurita. También escribió el libro Preeminencias regias, donde recogía los diferentes servicios prestados al Rey por los aragoneses. Ninguno de estos libros se ha conservado. Sobre 1604 terminó la Información de los sucesos de Aragón en los años de 1591 y 1592 que le habían pedido los diputados aragoneses por su condición de cronista del reino. Al explicar los hechos referidos a Antonio Pérez y a la ejecución de Juan de Lanuza, Lupercio debe hacer equilibrios para que su versión de los violentos sucesos no descontente ni a los diputados aragoneses ni al rey de España, pues a ambos se debe como historiador oficial.

Formó parte el mayor de los Argensola de algunas de las academias literarias que, importadas de Italia, se pusieron de moda en aquel tiempo. Parece que en Madrid perteneció a la de los Humildes, en la que su hermano tuvo el cargo de fiscal, y es seguro que fue el principal impulsor de la Academia de los Ociosos de Nápoles.

Siguiendo el modelo horaciano, Lupercio de Argensola es un escritor que defiende la corrección continua de los textos hasta lograr un resultado satisfactorio. Por eso recomienda a los jóvenes “que lean mucho, escriban y amen borrar mil veces cada palabra”. Para la escritura poética busca la inspiración en la vida retirada, porque las musas de la poesía “quieren bosques y amenidades y acá [en Madrid] no los hay, sino mucho estruendo e inquietud”.

Lupercio no se preocupó nunca por la conservación de sus textos escritos. Menos aún por sus poemas, cuyos manuscritos al parecer intentó quemar en su estancia en Nápoles. Se han perdido casi todos sus escritos históricos, pero su hijo Gabriel consiguió salvar de las llamas algunos poemas de su progenitor. Fue él quien en 1634 publicó en Zaragoza el libro Rimas de Lupercio y del doctor Bartolomé de Argensola, donde reúne poemas de los dos hermanos, noventa y cuatro de los cuales son de su padre.

Sirvan estas líneas como recuerdo y homenaje a la figura de Lupercio Leonardo de Argensola, ilustre escritor que nació en Barbastro hace 450 años.

Carlos Bravo Suárez

(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 8 /3 /2009)

domingo, 1 de marzo de 2009

AMOR CORTÉS, HEREJÍA Y MUERTE EN EL LANGUEDOC

El juglar de Languedoc, Joaquín Sánchez Vallés, Ediciones Irreverentes, Madrid, 2008, 315 páginas

Dediqué mi anterior reseña literaria en este blog al libro El rey conquistador, biografía novelada de Jaime I. El juglar de Languedoc, la novela sobre la que hoy escribo, se ambienta en los últimos años del siglo XII y los primeros del XIII. Su capítulo final, o coda, relata la muerte en Muret del rey aragonés Pedro II frente a los franceses al mando de Simón de Montfort, quienes con la excusa de acabar con la herejía cátara habían emprendido una cruzada para anexionarse los territorios del sur. La muerte de su padre en defensa de sus vasallos del otro lado de los Pirineos convertía al pequeño Jaime en el nuevo monarca aragonés. Escribo esto porque la lectura de estas dos espléndidas novelas -una termina donde casi empieza la otra- constituye un perfecto complemento para sumergirse en un apasionante periodo histórico, que bien pudo haber cambiado las fronteras del Reino de Aragón.

El autor de El juglar de Languedoc es Joaquín Sánchez Vallés, nacido en Huesca y actualmente profesor de Lengua y Literatura en un instituto de Zaragoza. Ha publicado varios libros de poesía y un par de novelas premiadas. Su último libro en prosa es El hombre-lobo de Huesca, una colección de relatos publicada el año pasado.

Podríamos decir que, por su magnífica ambientación, El juglar de Languedoc es una novela histórica. En este género narrativo, muy en boga en la actualidad, se incluyen a veces novelas muy diferentes. En la que nos ocupa aparecen algunos personajes y hechos históricos reales, pero el personaje principal y la mayor parte de los sucesos que en ella se narran son inventados. En este sentido, El juglar de Languedoc es menos novela histórica que la anteriormente citada sobre el rey Jaime I. La novela de Sánchez Vallés contiene más elementos de ficción y tal vez pueda decirse por ello que es más literaria que aquélla. Y en verdad que El juglar de Languedoc es literatura de la buena; de la mejor, en mi modesta opinión.

El lector acompaña al juglar Peirol Calders por las tierras de Languedoc en un recorrido fascinante por caminos, castillos, campos y ciudades. Con él, conoce a juglares y trovadores, taberneras y prostitutas, caballeros y damas, monjes y obispos, señores y reyes. Y se encuentra con los cátaros: los perfectos y “bons homes” que dan ejemplo de austeridad y renuncian a los placeres de la carne. Muy en contraste con los poetas que cantan a la “fin’ amors”. Como el loco Peire Vidal, que a veces recuerda al Quijote, loco éste por la caballería y aquél por el amor cortés. O Folquet, que en clara muestra del nuevo signo de los tiempos cambia la viola de juglar por la mitra episcopal.

Porque la novela empieza con humor, describiendo situaciones jocosas que divierten al lector y le hacen reír con gusto. Pero pronto adquiere tonos sombríos y la alegre realidad de los inicios se torna desoladora y triste con la llegada de los cruzados, portadores violentos de muerte y destrucción.

La historia está contada en un estilo elaborado y brillante. El autor muestra gran dominio del vocabulario y maneja a la perfección el registro sintáctico del texto. El buen lector disfrutará sin duda del regalo literario que encierran las páginas de El juglar de Languedoc.

Carlos Bravo Suárez