domingo, 19 de diciembre de 2010

EL POETA QUE ABRIÓ LOS OJOS


Tea-Bag. Henning Mankell. Tusquets Editores. 2010. 376 páginas.

Henning Mankell es el escritor sueco más conocido de los últimos años y un hombre verdaderamente polifacético. Desde hace tiempo, su vida transcurre entre Suecia y Mozambique, en cuya capital, Maputo, dirige el Teatro Nacional Avenida. Como narrador, es mundialmente conocido por sus novelas policiacas protagonizadas por el inspector Wallander. Mankell es también autor de varias novelas de temática africana, ambientadas en un continente que conoce profundamente. Tea-Bag, su último libro publicado en España, no es una novela policiaca, pero tampoco puede inscribirse del todo entre sus novelas africanas. Su principal personaje, que responde al nombre que da título al libro, es una nigeriana que, junto a otras mujeres de otras procedencias, vive como inmigrante ilegal en la Suecia moderna.

Tea-Bag se publicó en el país escandinavo hace casi diez años, en 2001, en un momento en que la emigración desde los países pobres al mundo occidental se encontraba en su punto máximo. En esta novela, Mankell pretende dar voz a las historias personales de aquellos que han de abandonar sus lugares de origen y sobrevivir como ilegales en las catacumbas de muchas ciudades occidentales. Son las voces de tres mujeres que representan a tantas otras que han pasado por peripecias similares. Tea-Bag es una joven de sonrisa seductora que desde Nigeria atravesó Europa, con parada en un campo de refugiados del sur de España, hasta llegar a Goteborg, en Suecia. Tanjia y Leyla, procedentes de Estonia e Irán respectivamente, son las otras dos muchachas cuyas historias se cuentan en la novela.

Quien hace aflorar el truculento pasado y el difícil presente de estas tres mujeres es el escritor Jesper Humlin. Un poeta rutinario y vanidoso al que sólo preocupa su permanente bronceado y el estado de sus cuentas bancarias. Su cómoda situación y su vacua personalidad son el contrapunto a las difíciles historias de pobreza y supervivencia que, casi por casualidad, llega a conocer y que le hacen abrir los ojos a otras vidas y modifican para siempre la suya propia. Hay en la descripción del modo de vivir de Humlin y sus conocidos una irónica y brillante crítica a la sociedad sueca y, por extensión, a la de todo el mundo occidental, exclusivamente preocupado por su propio bienestar y ciego ante la nueva y a menudo dramática realidad que invade muchas de sus ciudades.


Destaca también en el libro una divertida crítica al “boom” de la novela negra escandinava. Todos quieren escribir esas historias que tanto éxito cosechan en el mundo. El propio Humlin es continuamente presionado por su editor que desea a todo trato que escriba uno de esos libros que reportan tan abundantes ganancias. Porque “sólo las novelas policiacas y ciertas novelas de testimonios picantes venden hoy un mínimo de cincuenta mil ejemplares”. Humlin decide escribir sin embargo sobre una realidad mucho más incómoda y sin duda mucho menos rentable.

Carlos Bravo Suárez.

domingo, 12 de diciembre de 2010

CORRUPCIÓN EN LA PAMPA

Blanco nocturno. Ricardo Piglia. Editorial Anagrama. 2010. 300 páginas.

Ricardo Piglia (1941) es uno de los mejores escritores argentinos actuales. Ha publicado cuatro novelas, varios libros de relatos y algunos ensayos de crítica literaria. Aunque actualmente trabaja en Estados Unidos como profesor de literatura, Piglia, siempre muy vinculado a su país, dirigió años atrás en Argentina una serie de novela negra en la que publicó a Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Horace McCoy y otros maestros norteamericanos del género. Su narrativa tiene, entre otras, claras influencias de la literatura estadounidense que van desde William Faulkner hasta la citada novela policiaca. Así ocurre también en “Blanco nocturno”, el último libro del escritor sudamericano que se ha publicado en España.

Blanco nocturno
es en buena medida una novela negra. El relato está ambientado en la década de los años setenta, en un solitario pueblo de la pampa argentina, a más de trescientos kilómetros al sur de Buenos Aires. A partir del asesinato de Tony Durán, un estadounidense nacido en Puerto Rico que llegó al pueblo en circunstancias bastante misteriosas, la novela se adentra en la descripción de las luchas internas de la familia Belladona, la más rica del lugar, y de los intereses económicos que subyacen bajo la calma aparente de una tranquila sociedad rural encerrada sobre sí misma.

Piglia construye algunos personajes sobresalientes en un relato que pasa del tono irónico del principio al drama y a la tragedia final: desde el japonés afeminado que trabaja en el hotel de la localidad a los miembros de la familia Belladona, en la que destacan Ada y Sofía y, sobre todo, su hermano Luca, el personaje más atractivo de la novela, cuyo carácter soñador y tenaz queda envuelto en un romántico y a la postre destructivo halo trágico. Destacan además el peculiar policía Croce, con sus periodos de alejamiento en el manicomio, y el periodista y escritor bonaerense Emilio Renzi, un personaje presente en otras obras de Piglia y al que el misterioso asesinato de Durán lleva por un tiempo a una pampa que le depara no pocas sorpresas.

Desde luego la pampa que aparece en esta novela poco tiene que ver con la gauchesca y “boleadora” que retratan obras clásicas de la literatura argentina como Martín Fierro o Don Segundo Sombra. A ese mundo rural inalterado durante décadas llegan ya los intereses económicos especulativos y la imparable corrupción que llevan consigo. El fiscal Cueto, que usa su cargo político en beneficio propio, los encarna de manera visible y triunfadora. Pero, como se dice en un momento del libro, “el criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto”. Y quien se enfrente a ese poder será abatido sin piedad, como un blanco nocturno en una implacable cacería.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 3 de diciembre de 2010

LA ESTANCIA DE BALTASAR GRACIÁN EN GRAUS

Baltasar Gracián es, de manera destacada, el más importante y universal de todos los escritores aragoneses. Nacido el 8 de enero de 1601 en Belmonte, cerca de Calatayud, donde su padre ejercía como médico, ingresó muy joven en los jesuitas y a los veintisiete años se ordenó sacerdote en la Compañía de Jesús. Como padre y profesor de esta orden, recorrió a lo largo de su vida diversas ciudades de Aragón, Cataluña y Valencia. En su estancia en la ciudad de Huesca conoció a Vicencio Juan de Lastanosa, rico y culto noble oscense que en su casa palacio -"quien no ha visto la casa de Lastanosa, no ha visto cosa", se decía en la época- había reunido un importante museo y una gran biblioteca de cerca de siete mil volúmenes que puso a disposición del ávido lector jesuita. Fue Lastanosa quien estimuló la vocación literaria de Gracián y quien costeó la edición de casi todas sus obras, convirtiéndose en su protector y mecenas.

A excepción de El comulgatorio, Gracián publicó siempre sus libros con seudónimo. Fue precisamente tras publicar, de nuevo con nombre falso y sin la autorización de sus superiores, la tercera parte de El Criticón, cuando fue desterrado y encerrado, con la expresa prohibición de escribir, en el colegio jesuita de Graus, a principios de 1658. De allí salió en primavera, rehabilitado pero muy enfermo, para ser trasladado a Tarazona, donde murió el día 6 de diciembre de ese mismo año, siendo probablemente enterrado en la sepultura común de la iglesia del colegio jesuita de dicha ciudad zaragozana.

La obra de Gracián no es muy extensa, pero tiene una extraordinaria calidad. Toda ella compuesta en prosa, está dedicada a perfeccionar la calidad mundana y espiritual de aquellas personas de una valía superior que deben sobrevivir en un mundo mediocre y hostil. Con esa intención están escritos sus tratados El héroe, El político, El discreto y su colección de 300 aforismos titulada Oráculo manual y arte de prudencia. Con más intención de tratado estético y literario, pero también de comportamiento, escribió Agudeza y arte de ingenio. El comulgatorio fue su único libro de tema religioso y por ello firmado con su propio nombre. Gracián alcanzó su cima literaria con su magna obra El Criticón, publicada en tres partes en los años 1651, 1653 y 1657. Es una extensa, difícil y ambiciosa novela en la que nos presenta las andanzas de dos personajes: Andrenio, que encarna el instinto natural y la parte más animal del ser humano, y Critilo, que representa la racionalidad, el buen juicio y el sentido crítico. Por su elaboración y su contenido es una de las obras cumbres tanto de la literatura española como de la literatura universal.


La fama y reconocimiento de Gracián siempre han sido mayores en el extranjero que en nuestro país. Sus libros fueron pronto traducidos a la mayoría de los idiomas europeos y su influencia se puede apreciar en algunos escritores ilustrados del siglo XVIII como Voltaire, y, sobre todo, en los grandes filósofos alemanes del siglo XIX como Schopenhauer y Nietzsche. Shopenhauer tradujo al alemán, a instancias de Goethe, el Oráculo manual y arte de prudencia y consideraba El Criticón uno de los mejores libros del mundo, y Nietzsche escribió a propósito del Oráculo manual que Europa no había producido nada más fino ni complicado en materia de sutileza moral. Su influencia llega hasta nuestros días, en los que sigue siendo traducido a nuevos idiomas. La edición en inglés del Oráculo manual fue un sorprendente e inesperado éxito de ventas en Estados Unidos en los pasados años noventa.


Buena parte del pensamiento de Gracián, aunque dentro de las tendencias pesimistas del siglo XVII, transciende su propia época y se convierte en atemporal y, por tanto, plenamente vigente. No es el suyo un pesimismo paralizante, sino un deseo de ayudar, mediante avisos, consejos prácticos y modelos a imitar, a la persona virtuosa y con cualidades superiores -el héroe- que debe intentar no ser destruido por una sociedad en la que "las medianías son ordinarias en número y aprecio, y las eminencias, raras en todo". Para ello la persona que aspire a la eminencia debe adaptarse a ese mundo de fieras, actuando con disimulo y haciendo siempre gala de la mayor de las virtudes: la prudencia.


Sabemos con total seguridad que Gracián estuvo cumpliendo castigo en Graus a principios del año 1658. Tras publicar en agosto del año anterior la tercera parte de El Criticón, con el seudónimo de Lorenzo Gracián y de nuevo sin pasar la censura previa de la Compañía, fue desposeído de su cátedra de Escritura en Zaragoza, reprendido públicamente por sus superiores y trasladado, con castigo a pan y agua, al entonces frío e incómodo colegio jesuita de Graus. Con la orden tajante y estricta de que se le impidiera escribir, se ordenó incluso revisar sus manos por si hubiera en ellas manchas de tinta. El Padre Jacinto Piquer, que había sustituido en el cargo al padre Alastuey, mucho más tolerante y amable, es el que propone el severo castigo de encerrar a Gracián en Graus. En una carta fechada en Roma el 16 de marzo de 1658, el Padre Goswin Nickel, entonces General de la Compañía, contesta al padre Piquer dando por adecuado el castigo y añadiendo aún mayores muestras de severidad. Este es un extracto de dicha carta:


“Harto manifiestos son los indicios que hay para creer que el autor de aquellos libros 1ª, 2ª y 3ª parte de El Criticón es el padre Baltasar Gracián y Vuestra Reverencia hizo lo que debía dándole reprensión pública, y un ayuno a pan y agua y privándole de la cátedra de Escritura y ordenándole que saliese de Zaragoza y fuese a Graus. Si él tiene juicio y temor de Dios, no ha menester otro freno para no escribir ni sacar a la luz semejantes libros que el que ha puesto V. R. de precepto y censura. Pero como se sabe que no ha guardado el que se le puso cuando sacó dicha Segunda Parte, conviene celar sobre él, mirarle a las manos, visitarle de cuando en cuando su aposento y papeles y no permitirle cosa cerrada en él, y si acaso se le hallase algún papel o escritura contra la Compañía o contra su gobierno, compuesta por dicho Padre Gracián, Vuestra Paternidad le encierre y téngale encerrado hasta que esté muy reconocido y reducido, y no se le permita mientras estuviere incluso tener papel, pluma ni tinta; pero antes de llegar a esto, asegúrese bien V. R. que sea cierta la falta que he dicho, por la cual se le ha de dar este castigo. Para proceder con mayor acierto será muy conveniente que cuando haya tiempo, oiga V.R. el sentir de sus consultores, y después nos vaya avisando de lo que ha sucedido y de lo que ha obrado. El valernos del medio de la inclusión, ya que otros no han sido de provecho, es medio necesario y justa defensa de la Compañía, a la cual estamos obligados en conciencia los Superiores de ella…”


Esta carta está recogida por Adolphe Coster, primer y principal biógrafo del sabio belmontino, en su libro Baltasar Gracián, traducido del francés por Ricardo del Arco y editado por la Institución Fernando el Católico en 1947. En un apéndice del libro, Coster publica algunos extractos de la correspondencia que entre 1651 y 1660 los Generales de los jesuitas mantuvieron con los Provinciales de Aragón en esos años.


Se deduce en parte de la carta que hemos leído que el castigo impuesto a Gracián no es tanto por el contenido de El Criticón como por ser reincidente en la desobediencia a las obligaciones que impone la orden. Sobre todo en una época en que la Compañía extrema la censura a la publicación de cualquier obra escrita y más en un momento en que acecha el jansenismo y la desconfianza hacia cualquier desviación de la ortodoxia es máxima. Gracián es juzgado como un rebelde que se salta las normas y procedimientos obligatorios en unas circunstancias en que la Compañía pretende restablecer la más rígida y estricta de las disciplinas.


Sobre esta reiterada falta de obediencia de Gracián en la publicación de sus libros, el padre Miquel Batllori, gran estudioso de Gracián y jesuita como él, cree que podía deberse a dos motivos: por un lado, por lo difícil que resultaba conseguir la licencia para imprimir debido a la lentitud de la correspondencia entre las ciudades españolas y Roma; y, por otro, por la desconfianza de Gracián en la capacidad de algunos censores para entender la materia tratada en sus libros. Probablemente pesara más esta segunda cuestión que la primera, pero en cualquier caso resulta algo extraño, y parece un desafío, que tras las amonestaciones recibidas anteriormente el belmontino se atreviera a publicar la tercera parte de El Criticón recurriendo de nuevo al pseudónimo de Lorenzo Gracián, con el que ya no podía engañar a nadie.


Como puede deducirse del tipo de castigo impuesto, la situación de Gracián en Graus sería bastante angustiosa y parece que su estado de tristeza, depresión y abatimiento le llevó incluso a solicitar que, después de toda una vida dedicada a ella, se le permitiera abandonar la Compañía y pedir su ingreso en otra orden religiosa. Así se deduce de otra carta del General Nickel al Provincial de Aragón. La carta está fechada el 10 de junio de 1658, cuando Gracián ya no estaba en Graus, pero la petición a la que alude bien pudo ser solicitada desde su reclusión en nuestra villa o, más probablemente, inmediatamente después de que terminara su destierro. Este es el extracto de la carta citada:


“El P. Baltasar Gracián ha sentido mucho la penitencia que se le ha dado, y me pide licencia para pasarse a otra Religión de los monacales o mendicantes; no le respondo a lo del tránsito, pero le digo cuán merecidas tenía las penitencias que se le han impuesto por haber impreso sin licencia aquellos libros y por haber faltado al precepto de santa obediencia que se le había puesto. Y porque él refiere lo que ha trabajado en la Compañía y las misiones que ha hecho, también se lo agradezco, y después añado lo que he dicho. V. R. nos avise del estado y disposición de este sujeto y si ha habido alguna novedad…”


El padre Batllori cree que esta solicitud de cambio de orden religiosa, al parecer a los franciscanos, es una respuesta extrema y pasajera por parte de Gracián, a quien la severidad del castigo recibido habría herido profundamente en su amor propio y en su carácter enérgico y algo colérico.


Finalmente al escritor belmontino le fue levantado el castigo en Graus y a mediados de abril de ese año fue trasladado al colegio jesuita de Tarazona. Su nombre aparece en un Memorial escrito con motivo de la visita realizada en esas fechas por el padre Piquer a la ciudad turiasonense. Su destierro en nuestra villa habría durado por lo tanto aproximadamente tres meses. Según precisa Batllori, el destierro de Gracián en el colegio de Graus se prolongó desde mediados de enero hasta mediados de abril del año 1658.


Gracián recuperó en parte la confianza de sus superiores y se le otorgó, entre otros, el cargo de Prefecto de Espíritu del colegio de Tarazona, aunque es posible que el severo castigo de Graus hiciera mella en su salud y dejara graves secuelas en la misma. Así lo cree Coster, quien dice que el destino de Tarazona era de los peor considerados dentro de la provincia aragonesa de la Compañía, por lo que la rehabilitación de Gracián tal vez no fuera del todo completa. Los biógrafos posteriores creen casi todos que sí lo fue, en cierta medida por la intervención a su favor del anciano y prestigioso padre Franco, aunque su castigo en Graus habría contribuido a debilitar su ya precaria salud de una manera irreversible. Sea como fuere, Baltasar Gracián murió en el colegio jesuita de Tarazona el día 6 de diciembre de ese mismo año de 1658.

Además de esta estancia en nuestra población en los tres primeros meses del último año de su vida, algunos de sus biógrafos coinciden en creer que Baltasar Gracián ya había estado en Graus seis años antes de su castigo y en unas circunstancias bien diferentes.

Adolphe Coster, en su libro antes citado, sitúa a Gracián en Graus en el año 1652. Cita una carta a Lastanosa, fechada en nuestra población el 23 de noviembre de ese mismo año, en la que Gracián informaba al mecenas oscense sobre la epidemia de peste que en ese momento asolaba Graus y su comarca. Miguel Batllori y Ceferino Peralta, en su libro conjunto, y Emilio Correa Calderón y Conrado Guardiola, en sus respectivas biografías de Gracián, siguen al estudioso francés y señalan que el jesuita belmontino se encontraba en Graus a finales de 1652. Según Coster, que lo aventura como hipótesis, Baltasar Gracián habría sido enviado a nuestra población por su amigo Esteban de Esmir. Esmir, nacido en Graus, era entonces el obispo de Huesca y fue siempre un gran protector de los jesuitas. Gracián, en prueba de amistad, le había dedicado un libro sobre las predicaciones del padre jesuita Jerónimo Continente, que acababa de aparecer y que el propio Gracián había preparado y firmado con su nombre.

Esteban de Esmir, consciente de las necesidades educativas de Graus y su extensa comarca, había donado los terrenos necesarios para construir un colegio jesuita en su villa natal y financiado los gastos de las obras, dotando al colegio con veinte mil ducados y destinando otros mil ducados por cada año que durara su construcción. El entonces obispo de Huesca habría expresado su deseo de que fueran enviados al nuevo colegio algunos padres jesuitas elegidos por él mismo. Coster cree que entre ellos estaba el padre Gracián. Tal vez con el encargo de poner en marcha el nuevo colegio, pero, sobre todo, con la intención de su amigo Esmir de alejarlo de los problemas que ya tenía con sus superiores por la reiterada publicación de sus libros sin la autorización necesaria y por algunas denuncias presentadas contra él por sus muchos enemigos dentro de la Compañía. En todo caso sería una estancia no muy larga porque al año siguiente Gracián ya reside en Zaragoza.

Sobre la construcción del nuevo colegio jesuita de Graus, el más septentrional de la provincia aragonesa, tanto Coster como otros estudiosos de Gracián dan algunas noticias de interés. Las opiniones sobre el lugar en que se iba a levantar el edificio eran contradictorias. Así se constata en unas líneas de una carta enviada por el General de los jesuitas al ya citado padre Franco, entonces provincial de la orden en Aragón, en la que se dice textualmente:

“Muy debido era al señor Obispo de Huesca darle gusto enviando al nuevo colegio de Graus los sujetos que deseaba su ilustrísima para dar principio a aquella fundación. Lo mucho bueno que della y de la bondad de su sitio y disposición escribe V. R. como testigo de vista es materia de gozo; si bien nos lo ha aguado en parte otra información diferente de la que da V.R. porque dicen que el sitio es muy desacomodado, fuera de la villa, sin agua, debajo de un monte o peña muy alta, donde en invierno se han de helar de frío los moradores y en verano abrasar de calor, con otros achaques; y concluyen que ha de ser el destierro de la provincia, y que la elección de tan mal sitio se ha hecho porque era más barato”

Esta primera estancia de Gracián en Graus se habría producido a finales de 1652 y tal vez se habría prolongado algunos meses de 1653. Como en la primavera de ese año se publicó en Huesca la segunda parte de El Criticón, puede pensarse con cierta lógica, y en Graus es tradición transmitida, que el libro o alguna parte del mismo, tal vez el final, fuera escrito en nuestra población.

Además de estas dos visitas de Gracián a nuestra villa, hay en ella desde hace tiempo una presencia permanente del gran escritor aragonés. Se trata de un retrato del sabio jesuita que se encuentra en la actualidad en este mismo edificio en que ahora nos hallamos. Durante varios años, el cuadro estuvo en la sacristía de la iglesia parroquial de San Miguel. Procedía del antiguo colegio de los jesuitas en Graus del que sólo se conserva la iglesia, que es hoy este Espacio Pirineos en que nos encontramos. Tras el abandono sufrido por el colegio grausino y su posterior desmantelamiento a principios de los años setenta del pasado siglo, el retrato, rescatado casi milagrosamente, muy deteriorado y casi por completo desconocido por la comunidad literaria, permaneció un tiempo en la citada sacristía. Con motivo de la celebración el pasado año 2001 del cuarto centenario del nacimiento de Gracián, el retrato fue dado a conocer y restaurado en Zaragoza, recuperando el brillo y el color que los años de olvido y ostracismo le habían arrebatado. Hoy se encuentra de nuevo en este edificio, habiendo vuelto así a su lugar de procedencia.

Se trata de un retrato pintado posiblemente a finales del siglo XVII o principios del XVIII. Aunque se tiene noticia de la existencia de algún otro retrato del escritor, el grausino y el más conocido conservado en Calatayud, junto a un dibujo del siglo XIX, son las dos principales imágenes localizadas del sabio belmontino. Guarda nuestro retrato algunas semejanzas con el bilbilitano, pero, sobre todo en los rasgos faciales -aquí más serenos y mejor detallados-, se observan algunas importantes diferencias. En la inscripción latina de la parte inferior del cuadro puede leerse con claridad, entre otras frases, "Gradibus Criticon Escripsit", esto es, que Gracián escribió El Criticón en Graus. Esta frase, con todas las reservas obligadas por la apretada escritura sobre una anterior frase borrada, vendría a reforzar la tesis de la estancia de Gracián en nuestra villa en 1652 y la posibilidad de que, como la tradición ha trasmitido, en ella escribiera la segunda parte de su magna obra El Criticón.

Sea como fuere, y por si no hubiera suficiente con las dos estancias en Graus que aquí hemos comentado, este retrato vincula para siempre con estas tierras ribagorzanas al más ilustre y excepcional de nuestros escritores, reconocido maestro de algunas de las mejores mentes del pensamiento europeo de los últimos siglos.

Bibliografía citada:

Baltasar Gracián. Adolphe Coster. Traducción y notas de Ricardo del Arco. Institución Fernando el Católico. Zaragoza. 1947.

Baltasar Gracián en su vida y en sus obras. Miguel Batllori y Ceferino Peralta. Institución Fernando el Católico. Zaragoza. 1969.

Baltasar Gracián, su vida y su obra. Evaristo Correa Calderón. Gredos. Madrid. 1970.

Baltasar Gracián, recuento de una vida. Conrado Guardiola Alcover. Librería General. Zaragoza. 1980

Baltasar Gracián: Estado de la cuestión y nuevas perspectivas. Aurora Egido y María Carmen Marín. Institución Fernando el Católico. Zaragoza. 2010.

Sobre la correspondencia de Gracián, el profesor José Enrique Laplana publicó en 2008 un muy interesante trabajo:

J. E. Laplana, “Gracián y sus cartas. Problemas editoriales con una carta casi inédita de Manuel de Salinas a Gracián”, en Françoise Cazal (ed.), Homenaje a / Hommage à Francis Cerdan, Toulouse, CNRS - Université de Toulouse-Le Mirail, 2008, pp. 493-536.



Carlos Bravo Suárez

(Conferencia ofrecida en Espacio Pirineos de Graus, el 3 de diciembre de 2010)

(Imágenes: Retrato de Baltasar Gracián conservado en el Espacio Pirineos de Graus y fotografía del antiguo colegio jesuita de Graus antes de su desmantelamiento a principios de los años setenta del pasado siglo)

http://www.diariodelaltoaragon.es/NoticiasDetalle.aspx?Id=661868

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL HORIZONTE

El horizonte. Patrick Modiano. Anagrama. 2010. 160 páginas.

Patrick Modiano (1945) es uno de mis escritores favoritos. Este es el cuarto libro del novelista francés que reseño brevemente en esta sección. Tras el éxito de Un pedigrí, Anagrama ha publicado consecutivamente en nuestro país cuatro novelas de Modiano en los dos últimos años. Dos de ellas, Calle de las tiendas oscuras y Villa Triste, habían sido publicadas en Francia en los años setenta. Las otras dos son las últimas editadas en su país y traducidas con prontitud al español. El año pasado nos llegó En el café de la juventud perdida y hace pocas fechas lo ha hecho El horizonte.

En sus veinticinco novelas escritas desde que empezó a publicar en 1968, Patrick Modiano ha creado un mundo propio y unas constantes literarias que se repiten a lo largo de su obra narrativa. Algunos lo considerarán un autor repetitivo, pero, en mi opinión, dentro de sus evidentes similitudes, hay en cada uno de sus libros unos matices y unas variaciones que hacen que su lectura sea siempre una experiencia gozosa y diferente.

En El horizonte se dan muchas de esas constantes repetidas en la literatura de Modiano. Los dos protagonistas de la novela, Jean Bosmans y Margaret Le Coz, son personajes casi evanescentes, con un pasado misterioso a sus espaldas. Ambos viven su soledad en una situación emocional y laboralmente precaria, en el anonimato y la indiferencia de la gran ciudad. Los dos viven amenazados por una parte de ese pasado que el lector y ellos mismos sólo conocen fragmentariamente, con una memoria siempre caprichosamente selectiva. En su horizonte se alejan los rostros del ayer, pero, y ésta es en cierta manera la novedad de esta novela, en el futuro esos rostros aún pueden reencontrarse.

La novela transcurre como casi siempre en París. Modiano es sin duda el novelista moderno de la capital francesa. Cita los nombres de sus calles, sus edificios, sus barrios o sus parques. Aquí los personajes huyen a la periferia urbana en busca de mayor protección y anonimato. La ciudad es vista siempre como un laberinto de calles y de gentes, como una suma de soledades y de vidas solitarias que se cruzan sin verse y que sólo el azar permite que converjan momentáneamente en algún caso.

El horizonte es también la prosa concisa y elegante de Modiano. Su frase breve, sus descripciones cortas hechas de unos pocos trazos, su adjetivación escueta pero siempre precisa y sugerente. El ritmo suave de sus historias tristes, la melancolía que destila su escritura, la extraña belleza de su mundo literario.

Para sus seguidores, leer las novelas de Modiano es siempre un lujo y una experiencia inigualable que se espera con anhelo.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 12 de noviembre de 2010

PRECARIEDAD EMOCIONAL

Lo que me queda por vivir. Elvira Lindo. Seix Barral. 2010. 272 páginas.

Elvira Lindo (Cádiz, 1962) es, desde hace unos años, una de las escritoras más conocidas y leídas de nuestro país. Tras sus inicios radiofónicos con Manolito Gafotas y sus trabajos como guionista de cine y televisión, la escritora gaditana ha destacado tanto por sus columnas periodísticas como por sus sucesivas narraciones. En su última novela, Lo que me queda por vivir, la protagonista vuelve a ser, igual que en Una palabra tuya, una mujer que, pese a algún profundo desfallecimiento vencido casi in extremis, se muestra siempre fuerte, independiente y luchadora. En este caso, es una joven madre que afronta los reveses sentimentales y la inestabilidad laboral con las energías que extrae de una intensa y salvadora relación con su hijo.

Antonia vive una maternidad atribulada con su pequeño Gabriel en el Madrid progre y desbocado de los años ochenta. Uno de los logros de la novela es la descripción de los ambientes modernos e izquierdistas de aquella década marcada por los excesos y la ortodoxia militante. Desde las drogas destructivas de los yonquis deshumanizados hasta el rechazo a todo lo ligado a una tradición que repentinamente pasó a ser considerada como obsoleta y antigua. Una magnífica muestra de esto último es el relato que se hace en el libro de la boda entre Alberto y Antonia.

La novela, narrada en primera persona por la protagonista, está dividida en ocho capítulos que no siguen un orden cronológico. El penúltimo, titulado El Huevo Kinder, fue, al parecer, el primero en ser escrito y es, en cierto modo, el embrión del relato. Esa breve historia de una noche, con la madre y su hijo en un cine de Madrid viendo Un pez llamado Wanda, podría leerse como un magnífico cuento independiente.

Lo que me queda por vivir es una novela muy urbana y madrileña. Sin embargo, hay un destacado capítulo que transcurre en el pueblo al que la familia de la entonces niña y adolescente Antonia acude con la puntualidad veraniega de tantas familias españolas emigradas del campo a la ciudad. En lo que parece un guiño literario, el pueblo se llama Valdemún, nombre que Antonio Muñoz Molina, marido de Elvira Lindo, había utilizado en su libro Sefarad. También los ambientes de la España rural de aquel tiempo, tan gregaria y toscamente masculina, aparecen aquí espléndidamente descritos.

Parece evidente que en Lo que me queda por vivir hay mucho de autobiográfico, aunque es difícil saber, y no creo que eso sea lo más importante, cuánto de su propia vida ha trasladado la autora a las páginas del libro. Es casi siempre necesario que el escritor beba de sus propias experiencias para hacer un retrato más creíble y verosímil de la época y las circunstancias que le han tocado vivir. Elvira Lindo conoce sin duda de muy primera mano todo aquello sobre lo que ha escrito en esta novela.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 5 de noviembre de 2010

EL CONSUELO DE LA BELLEZA


La luz es más antigua que el amor. Ricardo Menéndez Salmón. Seix Barral. 2010. 175 páginas.

Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1970) es uno de los escritores más destacados y originales de la literatura española de los últimos años. Profesor de Filosofía, editor, crítico literario, incluso ocasionalmente poeta y dramaturgo, es sobre todo un magnífico narrador cuyas tres novelas anteriores (La ofensa, El derrumbe y El corrector) constituyen la que se ha denominado Trilogía del mal. En su nuevo libro, La luz es más antigua que el amor, el autor asturiano da un cierto giro respecto a su obra anterior y sorprende con un libro profundo, audaz y diferente.

La luz es más antigua que el amor se puede considerar una novela, pero tiene también mucho de ensayo sobre arte e incluso filosófico. Los principales personajes del libro son tres pintores y un escritor. Dos de los pintores son inventados: el toscano Adriano de Robertis, autor en el siglo XIV de una prohibida Virgen barbuda, y Vsévolod Semiasin, un excéntrico pintor ruso que acaba sus días encerrado en un psiquiátrico. Ambos sufren en sus carnes el afán del poder por controlar la creación artística desde intereses religiosos y políticos. El primero, por parte del futuro papa Gregorio XI; el segundo, por el dictador Stalin y el omnipresente Partido. El tercer pintor es real: Mark Rothko, el peculiar artista letón, nacionalizado estadounidense, que se suicidó en 1970 tras conocer el éxito y realizar en la famosa capilla de Houston su obra cumbre y definitiva.

El escritor Bocanegra es un claro trasunto, no sé si en todos los detalles, del propio autor de la novela. Al final del libro, cuando en un ejercicio de futuro ficción recibe en 2040 el premio Nobel de literatura ante el rey de Suecia, Bocanegra lee un magnífico discurso que es, sobre todo, una defensa de la belleza como el mejor antídoto contra la maldad humana: “Para quien asume que la realpolitik no es otra cosa que la más alta manifestación del maquiavelismo entendido como cosmovisión, el horizonte de consuelos se reduce, acaso, a uno solo: la belleza, cuyo culto es la forma más incruenta de idolatría conocida”. El arte y la búsqueda de la belleza son el contrapunto a la perversidad humana que había protagonizado su anterior trilogía narrativa. Ahora se presentan ambos polos como las dos caras posibles del ser humano. Porque, como dice Bocanegra, los poemas de Manrique y los tribunales del Santo Oficio, el David de Miguel Ángel y las soflamas de Savonarola son obra de la misma mano.

Entre esa belleza consoladora se encuentra sin duda la literatura, y libros como éste de Menéndez Salmón ocupan en ella un lugar preferente.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 31 de octubre de 2010

CORRER, ESCRIBIR, VIVIR


De qué hablo cuando hablo de correr. Haruki Murakami. Tusquets. 2010.

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los escritores japoneses actuales más leídos en Occidente. Ha publicado un buen número de novelas, entre las que destacan Tokio blues, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o Kafka en la orilla, y el libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida. También ha traducido al japonés a algunos grandes novelistas norteamericanos como Scott Fitzgerald o John Irving.

Sin embargo, De qué hablo cuando hablo de correr es un libro atípico y diferente en la bibliografía del escritor nipón. Se trata de un jugoso ensayo, con aspectos autobiográficos, en el que Murakami escribe sobre su pasión por correr y su frecuente participación en carreras de fondo. El libro consta de nueve textos breves, escritos en los años 2005 y 2006, más un prefacio y un epílogo. En sus páginas, Murakami no sólo habla de su afición atlética, que comenzó cuanto tenía treinta y tres años, sino que reflexiona, de manera a veces profunda a veces divertida, sobre distintas cuestiones de la existencia humana (“corro, luego existo”) y establece un sugerente paralelismo entre las actividades de escribir y correr que constituyen principalmente su vida.


Murakami recuerda sus años jóvenes cuando cerró el bar de jazz que regentaba en Tokio para dedicarse a la escritura y comenzó a publicar sus primeras novelas. Su nuevo oficio de escritor está indisolublemente unido a su dedicación al deporte, y la práctica disciplinada y constante de éste le resulta indispensable para el éxito y aprovechamiento de aquél. El escritor japonés afirma en el libro que “la mayoría de los métodos que conozco para escribir novelas los he aprendido corriendo cada mañana”.


A lo largo de las páginas de esta obra singular, conocemos muchos aspectos del mundo de las carreras de resistencia y los diversos usos y costumbres de Murakami como corredor. Su afición a escuchar música rock mientras practica footing, sus opiniones sobre la gente con la que se encuentra en su diaria práctica deportiva, los paisajes de las ciudades japonesas y estadounidenses en las que corre, su predilección por las orillas del río Charles en Massachussets, su primer maratón en Atenas, el sufrimiento y el bajón físico tras correr un ultramaratón de cien kilómetros, sus primeros triatlones y su dificultad para adaptarse a la bicicleta, el inexorable descenso de su rendimiento en los últimos años y la aceptación del mismo sin renunciar a seguir corriendo.


En De qué hablo cuando hablo de correr, cuyo título es una paráfrasis de un libro de su venerado Raymond Carver, Murakami, con una prosa tan destacable como su humildad y su tesón, nos relata su larga pasión por correr y nos deleita con hermosas reflexiones sobre la existencia y la condición humanas. Cuando habla de correr, Haruki
Murakami habla de la vida misma.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 24 de octubre de 2010

LA ERMITA DE SAN CLEMENTE DE LA TOBEÑA


He dedicado mis dos últimos artículos en esta sección a las ermitas de San Gregorio y San Pedro de Sarrau, dos de las tres construcciones románicas de características similares que se encuentran en las proximidades del castillo ribagorzano de Fantova. Hoy voy a referirme a la tercera de estas construcciones: la ermita de San Clemente de la Tobeña.

La Tobeña pertenece al término de La Puebla de Fantova y, por lo tanto, al municipio de Graus. Es una antigua casa solariega que, pese a la importancia que sin duda tuvo en otro tiempo, hoy se utiliza como almacén agrícola. El edificio, situado en medio de unos campos de labor, conserva en relativo buen estado una llamativa torre de planta casi cuadrangular que data probablemente del siglo XVI. A unos quinientos metros de la casa, en una zona más boscosa, se encuentra la solitaria y pequeña ermita de San Clemente.

Hay ya referencias a los señores de la Tobeña en documentos medievales del siglo XIV. En el fogaje condal de 1385 aparecen citados Arsén, Ramón y Guillem de la Tobeña, este último como hijo del anterior. Como en tantos otros casos en la comarca, la casa disponía de su propia ermita, utilizada como oratorio privado y situada a poca distancia de la vivienda familiar.

La ermita de San Clemente de la Tobeña se encuentra a unos quince kilómetros de Graus. Aunque se puede acceder también desde el castillo de Fantova, la manera más fácil de llegar hasta ella en la actualidad es pasando por las pequeñas localidades de Bellestar y Colloliva. Desde Graus, hay que tomar la carretera A-139 en dirección al norte. A unos cinco kilómetros, en Las Ventas de Santa Lucía, es preciso desviarse a la derecha y, a escasos metros, seguir la pequeña carretera que lleva a Bellestar. Desde aquí, y también por carretera asfaltada, se llega a Colloliva. Al final de esta pequeña aldea en la que viven dos familias, arranca una pista de tierra que después de tres kilómetros nos deja en la ermita de San Clemente, situada a la derecha del camino. A escasamente medio kilómetro, se encuentra la casa de la Tobeña, de la que destaca, como se ha dicho, una airosa torre señorial de cuatro plantas.

La ermita de San Clemente ha sido recientemente objeto de algunos necesarios arreglos que embellecen su aspecto y consolidan la construcción. Tanto su contorno exterior como su espacio interior han sido cuidadosamente limpiados, se ha reforzado la techumbre y se ha reconstruido el arco de la espadaña que hacía tiempo se había desprendido. La ermita, de propiedad particular, resulta así bastante más acogedora y atractiva. Es una construcción de una sola nave de planta rectangular, con bóveda de cañón y ábside semicircular orientado canónicamente al este. El perfil semicircular de la bóveda y de los arcos absidal y presbiteral se muestra aquí ligeramente más apuntado que en las ermitas de San Gregorio y San Pedro de Sarrau, aunque en esta última se observa también un muy ligero apuntamiento.

Los sillares que forman sus muros son de bastante tamaño y aparecen alineados regularmente. La puerta es de arco de medio punto con gruesas dovelas de piedra toba y se abre en el extremo de poniente del muro meridional. La luz entra en la ermita a través de tres pequeñas ventanas: dos en el ábside -en el centro y en el lado sur- y otra en la pared oeste. Sobre esta última abertura se levanta una espadaña de un solo ojo cuyo arco de medio punto ha sido, como se ha dicho, reconstruido recientemente y protegido por un pequeño tejado a doble caída. Igual que en el caso de San Gregorio, donde esto se aprecia más claramente, esta parte occidental de la ermita parece ser algo posterior al resto. Probablemente, como ocurre en San Pedro de Sarrau, no hubiera espadaña en la construcción original de estas ermitas, que serían todavía más sencillas y rústicas en su forma primigenia.

Las paredes interiores de San Clemente de la Tobeña se observan hoy algo ennegrecidas. Al parecer, los carboneros que hacían carbón vegetal por la zona se refugiaban en la ermita y encendían fuego en ella para protegerse del frío. En algunas partes de su interior quedan algunos restos de pinturas en tonos rojizos, de época difícil de determinar. El suelo del templo ha quedado en tierra viva salvo la zona correspondiente al ábside que ha conservado sus antiguas losas. El tejado de la ermita es de losas de pizarra con caída a dos aguas.

Según los expertos en románico que han escrito sobre ellas, las ermitas de San Gregorio, San Pedro de Sarrau y San Clemente de la Tobeña datan probablemente del siglo XII o, como muy tarde, de principios del siglo XIII. La de San Clemente parece mostrar un mejor acabado y quizás fuera la última de todas ellas en ser edificada. No obstante, su similitud con la de San Gregorio es muy apreciable en casi todos los aspectos. San Pedro de Sarrau presenta algunas diferencias mayores con las otras dos y es, sin duda, la peor conservada y la que tiene mayor riesgo de deterioro en el futuro.

He querido con estos artículos consecutivos contribuir al conocimiento y la divulgación de estas tres pequeñas construcciones románicas situadas en las proximidades del castillo de Fantova. Son tres pequeñas muestras de un arte religioso y popular que tuvo su máxima expresión hace ya casi mil años y que hoy resisten al paso del tiempo, con mejor o peor fortuna, en algunos parajes bastante remotos y siempre solitarios del viejo condado de la Ribagorza.

Carlos Bravo Suárez

(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón)

Fotos: Exterior, interior y puerta de la ermita de San Clemente y torre de la casa de la Tobeña

viernes, 22 de octubre de 2010

AMOR VIRTUAL


Contra el viento del norte. Daniel Glattauer. Alfaguara. 2010. 260 páginas.

Contra el viento del norte, primera novela traducida al español del escritor austriaco Daniel Glattauer (Viena, 1960), figura entre los libros más vendidos de los últimos meses tanto en España como en otros países europeos. La razón de su éxito estriba sobre todo en que trata sobre un tema de máxima actualidad en las sociedades modernas de nuestro tiempo: las nuevas formas de comunicación que permite establecer el uso de Internet.

La novela narra la relación que mantienen un hombre y una mujer a través de los mensajes que se envían por medio del correo electrónico de sus ordenadores. Se trata por tanto de una novela epistolar, en la que no hay ni descripciones ni narrador, sólo una sucesión de e-mails con la única indicación del tiempo transcurrido entre un envío y el siguiente. Como en general estos mensajes son breves y están escritos en un lenguaje directo y sencillo, la lectura de la novela resulta también muy fluida, rápida y ligera.

Leo y Emmi son dos personas de mediana edad, cultas y bien situadas económicamente. Ella está casada con un viudo que aportó dos hijos al matrimonio y él acaba de romper con su novia. Por una simple casualidad, inician una relación a través del correo electrónico que se va convirtiendo para ellos en una creciente y obsesiva adicción y en un progresivo y virtual enamoramiento. Ambos despliegan al principio su lenguaje más brillante y seductor, su ironía más sutil y su mayor ingenio. A medida que crece la atracción y aumenta el deseo de conocerse, surgen también los miedos a que un encuentro físico desmorone la construcción ideal que cada uno se ha hecho del otro. Temen que pueda suponer el fin de ese platonismo virtual, de esa “utopía de amor hecha de letras” en que ambos han encontrado un confortable refugio al margen de la realidad cotidiana y gris que los rodea.


La novela tiene algunos buenos momentos y, desde luego, plantea algunas interesantes reflexiones sobre las nuevas vías de comunicación abiertas por las modernas tecnologías. Pero, aunque mantiene la atención del lector por saber cómo acabará la relación entre sus protagonistas, la continua dilación del desenlace puede resultar algo cansina y adquiere en cierto modo un cariz cada vez menos verosímil.


Contra el viento del norte
no es literariamente nada del otro mundo, pero la modernidad del tema elegido y el poco esfuerzo con que se lee han convertido a la novela en un considerable éxito de ventas. Con el título de Cada siete olas se anuncia
ya la próxima publicación de su segunda parte.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 17 de octubre de 2010

IRONÍA BRITÁNICA

Los hombres de Wilmet. Barbara Pym. Lumen. 2010. 250 páginas

Barbara Pym (1913 - 1980) es una escritora inglesa que tuvo un importante éxito de ventas en su país durante la década de los cincuenta del pasado siglo XX. Tras publicar seis novelas entre 1950 y 1961, cayó en el olvido en los años posteriores y sólo poco antes de morir volvió a la escena literaria con dos últimas narraciones. Desde los años finales de su vida, la crítica de habla inglesa ha ido revalorizando su obra y su figura, llegando incluso a considerar, tal vez de manera algo exagerada, a Barbara Pym como la Jane Austen del siglo XX. Con la publicación de Jane y Prudence y Los hombre de Wilmet, la editorial Lumen ha iniciado la divulgación en nuestro país de la obra literaria de esta peculiar novelista británica.

Los hombres de Wilmet
está narrada en primera persona por la mujer que da título al libro. Una mujer casada en aburrido y rutinario matrimonio con un marido funcionario ministerial del gobierno británico, exclusivamente preocupado por su trabajo y su posición social. La dama pasa el tiempo entre celebraciones religiosas, conversaciones con clérigos, asistencia a cursos con su suegra, paseos y compras londinenses y algunas fantasías extramatrimoniales que, por diversos motivos, nunca se acaban de concretar.


La novela es un irónico y perspicaz retrato de la clase media alta de la Inglaterra de los años cincuenta, en la bonanza económica que vive el país tras la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de los personajes son altos funcionarios orgullosos y pagados de sí mismos, mujeres ociosas y adineradas que se entretienen visitando a sus amistades y yendo a la iglesia del barrio, y clérigos, muchos clérigos de diversas confesiones por los que esas mujeres sienten predilección, sobre todo si son físicamente atractivos. Todo ello dentro de una exquisita corrección y un cuidado por las apariencias, salvo algún personaje bohemio y diferente, visto casi siempre por los demás como una oveja negra en la familia.


La novela es muy británica en todos los aspectos, desde la fina ironía que destila por los cuatro costados hasta las inacabables tazas de té que comparten sin cesar los personajes. En primer plano se muestran los juegos de seducción extramatrimoniales que entretienen y halagan a una dama que se debate entre la osadía y el pudor, y que ve frustrados, no por su culpa, sus íntimos deseos de una aventura amorosa que ponga un poco de emoción a su rutinaria vida. Wilmet es el eje central de un interesante desfile de personajes a los que ella misma retrata con un finísimo y absolutamente británico sentido del humor.

Carlos Bravo Suárez

miércoles, 13 de octubre de 2010

LA CÓLERA DE AGUIRRE


La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre. Robert Southey. Reino de Redonda. 2010. 200 páginas.

Lope de Aguirre es un personaje histórico que ha dado mucho juego en la literatura y el cine. El mejor tratamiento literario del personaje es el que Ramón J. Sender le dio en su novela La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Otros escritores como Ciro Bayo, Úslar Pietri, Abel Posse, Otero Silva, Torrente Ballester o Sanchís Sinisterra se han sentido atraídos por el “loco” Aguirre en sus creaciones narrativas o teatrales. En el cine, directores como Carlos Saura o Werner Herzog intentaron una aproximación, tal vez algo fallida, al personaje. Incluso los uruguayos Alberto y Enrique Breccia, padre e hijo, lo adaptaron al cómic. Ahora, de la mano de Javier Marías y su Reino de Redonda, nos llega un interesante librito histórico que el poeta e hispanista inglés Robert Southey escribió en 1821 y que no había sido traducido aún al castellano.

Robert Southey (1774–1843) es un escritor perteneciente al movimiento romántico inglés del siglo XIX. Fue amigo de autores como Wordsworth y Coleridge y mantuvo alguna polémica literaria con el famoso Lord Byron. Como poeta estuvo por debajo de los anteriores y, entre su producción escrita, destacan sus libros de historia. Fue un estudioso de la cultura ibérica, tanto española como portuguesa, y visitó nuestra península en varias ocasiones. Además del libro sobre Aguirre, escribió una “Historia de la Guerra Peninsular (1823-1832)”.

La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre es un breve y conciso relato sobre la dramática e infructuosa búsqueda de El Dorado dirigida primero por Pedro de Ursúa y después por Lope de Aguirre a través de la selva amazónica. El relato iba a formar parte de una Historia del Brasil que Southey publicó en tres tomos unos años antes. La unidad y el contenido trágico de la expedición de los marañones hicieron que fuera publicado como libro independiente.

Southey es uno de los pocos hispanistas británicos decimonónicos que no muestra una clara animadversión hacia la colonización española de América. Tampoco se muestra favorable, y en este libro se limita a contar los hechos de manera cronológica sin que afloren apenas sus opiniones. Se centra sobre todo en la sucesión de crímenes que, principalmente contra miembros de su propia expedición, cometió Lope de Aguirre, del que destaca su carácter colérico y tiránico y su condición de rebelde contra la Corona española. En este aspecto, inserta al final de su libro buena parte de la carta que el de Oñate envió al rey Felipe II y que constituye toda una denuncia, algo exagerada y sin duda interesada para justificar sus actos, de los abusos y penalidades que tenían que soportar los conquistadores de a pie por parte de los virreyes, gobernadores y clérigos “glotones” enviados desde España.

Sólo al final del libro se permite Southey esta breve frase a modo de opinión resumida sobre Aguirre: “Había en su carácter algo notable a la vez que monstruoso”.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 8 de octubre de 2010

LA BELLEZA TORTUOSA


Alondra y Termita. Jayne Anne Phillips. Duomo. 2010. 315 páginas

Cuando Jaynne Anne Phillips (1952) empezó a publicar sus primeros relatos, Raymond Carver dijo de ellos que eran unas historias diferentes, dotadas de una tortuosa belleza. Su prematura muerte a finales de los años ochenta impidió a Carver ser testigo de la posterior consolidación literaria de la escritora de Virginia. Incluida en sus inicios en el denominadao “realismo sucio”, J. A. Phillips ha logrado con su última novela, Alondra y Termita, la composición de un conmovedor e intenso relato, lleno a partes iguales de realismo y poesía, y repleto de aquella tortuosa belleza que Carver había observado en sus primeros escritos hace ya tres décadas.

Alondra y Termita son hermanos, hijos de la misma madre pero de distinto padre. Ambos viven con su tía Nonie en Winfeld, un pequeño pueblo de Virginia cercano a un río que provoca inundaciones frecuentes. Alondra y Termita están muy unidos. Ella, una joven que comienza a despertar la atracción de los hombres, cuida de su hermano, al que todos conocen con el sobrenombre de Termita, un niño minusválido que va sobre un carrito y apenas habla, pero que, sin que nadie lo sepa, tiene enormemente desarrollado el sentido del oído.

La novela cuenta una complicada historia familiar en la América profunda, en el año 1959. El otro escenario es Corea, en 1950, en los inicios de la guerra homónima, donde ha sido enviado el cabo Robert Leavitt, padre de Termita. Tanto él como Nonie y los propios Alondra y Termita van narrando en primera persona la novela, en las dos fechas y escenarios citados, en una visión subjetiva y caleidoscópica de las dos realidades, tan geográficamente alejadas, que componen el relato. Especialmente poéticas y hermosas son las intervenciones de Termita, un personaje lleno de simbolismo y de magia literaria.

Jaynne Anne Phillips mantiene algunas características de aquella corriente literaria de los años de sus inicios: la frase breve y concisa, la descripción minimalista y detallada de los lugares y los estados de ánimo, más desarrolladas aquí por ser el libro una novela y no un relato corto. En estos aspectos hay algunas evidentes coincidencias con Raymond Carver, Tobías Wolf o Richard Ford, escritores adscritos entre otros a aquel lejano movimiento literario que la crítica denominó en los años ochenta como “realismo sucio”. Pero en “Alondra y Termita” resuenan también ecos de la escritura densa de William Faulkner o de los ambientes rurales y los personajes mermados de algunos libros de Carson Maccullers.

Alondra y Termita es una magnífica novela, una extraña y sugerente mezcla de realismo y poesía, impregnada toda ella de una intensa y tortuosa belleza.

Carlos Bravo Suárez