viernes, 14 de noviembre de 2008

GEORGE ORWELL EN EL FRENTE DE HUESCA

Celebramos este año el centenario del nacimiento del gran escritor británico George Orwell (India, 1903 - Londres, 1950), autor de obras tan importantes para la literatura del siglo XX como Rebelión en la granja y 1984. En 1938 se publicó Homenaje a Cataluña, reeditado recientemente, en el que Orwell narra sus experiencias en la Guerra Civil española. Aunque el título del libro, algo engañoso, pueda hacer creer otra cosa, toda su estancia en el frente bélico en nuestro país transcurrió en tierras aragonesas: en la Sierra de Alcubierre al principio y en el asedio a la ciudad de Huesca después.

Comienza el relato en Barcelona, a finales de diciembre de 1936, cuando Orwell ingresa en la milicia antifascista del POUM, partido de orientación trotskista con cierta implantación en Cataluna, sobre todo en la provincia de Lérida. A principios del 37, y tras un largo y lento viaje en tren, el escritor llega a Barbastro, lugar que, a pesar de su relativa lejanía del frente, le parece "lúgubre y desolado". En el inicio del segundo capítulo del libro, Orwell explica de manera muy gráfica sus primeras impresiones sobre la guerra y la realidad de los pueblos altoaragoneses: "Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. (...) El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. (...) Era de noche cuando llegamos a Alcubierre. (...) Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esta parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. (...) El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Esta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse donde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se usaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos."

Las decepciones de Orwell continuarán en los días posteriores, cuando por fin se reparten armas entre los nuevos milicianos: "Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable". El espigado miliciano británico nos muestra un frente con escasa actividad bélica en esos primeros días de 1937; los verdaderos enemigos eran el lodo, los piojos -con la llegada de la primavera su presencia se hará casi insoportable-, el hambre y el frío. La mayoría de los milicianos eran muy jóvenes -él cree que el promedio de edad estaba por debajo de los veinte años-, entusiastas pero mal vestidos y peor preparados: "Parecía increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar". Resulta llamativo el uso frecuente que, según se explica en el libro, hacían los combatientes republicanos de los megáfonos en el frente de guerra. Con ellos, los milicianos intentaban convencer, a veces con cierto éxito, al enemigo -pueblo llano en su mayor parte- para que se pasara a su bando, que entendían era el que por su baja condición social verdaderamente les correspondía .

Las cinco principales preocupaciones en las trincheras eran en esos días, por este orden, la leña, la comida, el tabaco, las velas y, por último, el enemigo. Deseoso de acción, Orwell describe la monotonía de la vida en el frente: "Montar guardia, patrullar, cavar; cavar, patrullar, montar guardia". Y nos ofrece, a continuación, esta imagen tan descriptiva de esos días invernales en el páramo aragonés: "En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar en calor". La desorganización y la falta de medios eran completas en esos primeros meses de guerra. Los milicianos del POUM no sólo no disponían de artillería, sino que escaseaban las municiones y las granadas -se decía que las que tenían eran imparciales pues mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba- y carecían del material bélico más indispensable. Por eso, cuando Orwell vuelve a Barcelona y observa que en la retaguardia abundan las armas y se lucen flamantes uniformes, después de enfurecerse por tan evidente contrasentido, empieza a preguntarse por las causas de esa situación incomprensible.

Tras unos primeros meses en la Sierra de Alcubierre -su posición se encontraba en Monte Oscuro, a la vista de Zaragoza-, a mediados de febrero de 1937, la milicia de Orwell fue enviada a integrar el ejército de las diversas columnas de milicianos que sitiaban Huesca: "A cuatro kilómetros de nuestras trincheras, Huesca brillaba pequeña y clara como una ciudad formada por casas de muñecas. Meses antes, cuando cayó Siétamo, el comandante general de las tropas gubernamentales había comentado alegremente: 'mañana tomaremos café en Huesca'. Se produjeron sangrientos ataques, pero la ciudad no cayó, y 'mañana tomaremos café en Huesca' se convirtió en una broma en todo el ejército. Si alguna vez regreso a España -escribe Orwell con ironía-, no dejaré de tomar una taza de café en Huesca."

En los alrededores de la capital altoaragonesa estuvo Orwell unas seis semanas. Su sector utilizaba como cuartel general un establecimiento de campo llamado La Granja. En ese tiempo sólo se realizó una verdadera acción de combate en esa parte del frente: la toma momentánea por asalto del Manicomio de Huesca, que enseguida se tuvo que abandonar al no recibirse el esperado apoyo de otros grupos milicianos. La escasez de casi todo continuaba: "Nuestros uniformes se caían a pedazos, y muchos de los hombres carecían de botas y usaban sandalias con suela de esparto". A finales de marzo se le infectó una mano y tuvo que pasar unos días en el llamado hospital de Monflorite, que era en realidad un centro de distribución de heridos. Sorprende al escritor inglés la ausencia absoluta de religiosidad en la zona -habían desaparecido hasta las inscripciones religiosas de los cementerios- y sobre ello hace una interesante reflexión: "Es posible que la creencia cristiana fuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo, cuya influencia está ampliamente difundida y que, sin duda, posee un matiz religioso". Aparecen citados lugares como la fortaleza medieval de Montearagón, tomada por las milicias y donde se instaló uno de los pocos cañones utilizados por los republicanos; según Orwell, tan viejo y tan lento que daba la sensación de que se podía correr a la par de los proyectiles que expulsaba. Tras ciento quince días en el frente, sin apenas entrar en combate, pero padeciendo en abundancia el frío y la falta de sueño, Orwell partió de permiso hacía Barcelona donde vivió los violentos sucesos de mayo, en los que anarquistas y trotskistas por un lado y comunistas por otro se enfrentaron en las calles de la capital catalana.

Abatido por dichos acontecimientos de la retaguardia y terminado su permiso, el escritor inglés volvió al frente de Huesca, en el que las cosas no habían cambiado mucho. A los pocos días de su regreso y estando en el vértice de un parapeto, a las cinco de la mañana, al asomar la cabeza, recibió un disparo en la garganta que lo hirió de gravedad. Salvó la vida milagrosamente y con una inyección de morfina fue enviado a Siétamo. Al anochecer, y tras un viaje infernal por caminos destrozados, realizado a falta de ambulancias en un bamboleante camión en el que entendió por qué muchos heridos morían en su traslado a los hospitales, llegó a Barbastro, desde donde fue enviado a Lérida y más tarde de nuevo a Barcelona.

Aún volvió poco tiempo después el narrador inglés a nuestra provincia durante cinco días, a mediados de junio, en busca del certificado de incapacidad física que debían sellarle en su unidad de combate. Lo enviaron de un hospital a otro: Siétamo, Barbastro, Monzón, de nuevo Siétamo y Barbastro y finalmente Lérida. Durmió una noche en el hospital de Monzón y pasó un día entero, esperando el único tren diario a Barcelona, en la capital del Somontano, que contempló, cerrando así su periplo altoaragonés en el mismo lugar en que lo había comenzado, con ojos bien distintos a los de su primera visita: "Ahora me resultaba extrañamente diferente. Caminando sin rumbo fijo, descubrí agradables y tortuosas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas con grandes toneles goteantes, altos como una persona, e intrigantes talleres semisubterráneos con hombres haciendo ruedas de carro, puñales, cucharas de madera y las clásicas botas españolas de piel de cabra. Me puse a observar cómo un hombre hacía una de esas botas y así me enteré, con gran interés, de que el exterior de la piel se coloca hacia dentro, de modo que uno bebe pelo de cabra destilado. Las había utilizado durante meses sin saberlo. Y detrás de la ciudad había un río color verde jade, poco profundo, del cual emergía un risco perpendicular, con casas construidas en la roca, de modo que desde la ventana del dormitorio se podía escupir hacía el agua que corría treinta metros más abajo. Innumerables palomas vivían en los huecos del risco". Este es casi el único momento en que George Orwell pudo pasear con tranquilidad por una de nuestras poblaciones. Cuando unas semanas más tarde abandonó España por la frontera francesa, huyendo de las purgas desatadas en Barcelona contra los trotskistas tras la ilegalización del POUM, sólo lleva consigo dos recuerdos del país que nunca volvería a pisar: "una bota de piel de cabra y una de esas lámparas de hierro en las que los campesinos aragoneses queman aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a la de las lámparas de terracota usadas por los romanos hace dos mil años".

El gran escritor inglés -genio visionario para unos, loco idealista para otros- se llevó dos preciados recuerdos de aquellos pueblos altoaragoneses: una bota de vino y un candil de aceite. Justo es que, en el año de su centenario, recordemos su paso por estas tierras en unos tiempos convulsos en que la barbarie de la guerra se apoderó de un país que, afortunadamente, ha dejado atrás, esperemos que para siempre, aquellos días aciagos de sangrientas luchas fratricidas.

Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón el 7 de diciembre de 2003 con motivo del centenario de George Orwell)

4 comentarios:

  1. Sensacional artículo. Interesada por la vida de Orwell he llegado a tu blog... tarde, eso sí

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  2. Gracias por tu comentario, Matilde. Espero que también te gusten otros artículos del blog.

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  3. Realmente muy grandes las hazañas de este hombre, e impresionante artículo. Enhorabuena.

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