viernes, 29 de julio de 2011

AMORES QUE MATAN

Los enamoramientos. Javier Marías. Alfaguara. 2011. 401 páginas.

Javier Marías (1951) es probablemente el escritor español actual más conocido internacionalmente. Desde su debut literario hace ahora cuarenta años con la novela Los dominios del lobo, ha recorrido una larga e impecable trayectoria literaria y sus libros son hoy traducidos a numerosos idiomas en todo el mundo. Tras su magna obra Tu rostro mañana, dividida en tres libros con un total de más de mil quinientas páginas, el autor madrileño ha publicado recientemente Los enamoramientos, una novela aparentemente más ligera pero perfectamente construida y dotada, tanto en el fondo como en la forma, de una gran modernidad narrativa.

Los enamoramientos está narrada en primera persona por un personaje femenino: la editora María Dolz, una mujer independiente y soltera que suponemos entre los treinta y los cuarenta años de edad. En sus desayunos diarios en una cafetería madrileña, fija su atención en un matrimonio que se muestra siempre muy unido y feliz. Al cabo de unos días, el marido muere asesinado por un vagabundo, en apariencia de manera fortuita y víctima de un fatal error. María visita entonces a la viuda y conoce a Javier Díaz-Valera, uno de los mejores amigos del muerto y, a partir de ese momento, un personaje clave de la novela.

Con su prosa de periodo largo y su gusto por el análisis detallado de las reflexiones y los sentimientos de los personajes, Javier Marías trasciende el melodrama y la novela policiaca en que en algunos momentos aparenta inscribirse la novela. Supera el típico triángulo amoroso que parece sostener la trama y realiza una brillante reflexión sobre el enamoramiento y sus consecuencias, pero también sobre la dificultad que supone siempre conocer la verdad y sobre el amoral procedimiento moderno de conseguir a cualquier precio los fines que se persiguen. Porque, como se dice varias veces en la novela, la mayor parte de los delitos y crímenes cometidos queda sin castigo y de muchos ni siquiera se llega a conocer su existencia.

Por otro lado, hay curiosas apariciones en el relato, como la divertida y muy verosímil del académico Francisco Rico, y bastante ironía en el tratamiento del mundo editorial y de los escritores, con un tal Garay Fontina a la cabeza. Sin embargo, encontramos también magníficas referencias literarias a algunas obras de Balzac, Alejandro Dumas o Shakespeare, que establecen reflexiones y analogías con temas y situaciones tratados en la novela.

Es posible que la escritura de Javier Marías no guste a algunos lectores poco habituados, pero es innegable que hay hoy muy pocos autores en nuestra lengua que escriban tan bien como él lo hace.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 22 de julio de 2011

EL TEATRO DE DON DELILLO

Teatro. Don DeLillo. Seix Barral. 2011. 349 páginas.

Entre su primera novela, Americana (1971), y la última, Punto Omega (2011) –reseñada no hace mucho en esta sección-, han transcurrido cuarenta años y más de una quincena de narraciones. Don DeLillo es uno de los más importantes escritores estadounidenses de los últimos tiempos. Es sobre todo novelista y narrador, pero también ha publicado algún ensayo y varias obras de teatro. Su producción teatral ha sido recientemente traducida al español y reunida en un solo libro que acaba de ser editado en nuestro país.

Teatro contiene las cinco obras teatrales escritas y estrenadas por Don DeLillo hasta la fecha. La más antigua data de 1986 y la más reciente del año 2006. Tres de ellas -La habitación blanca, Valparaíso y Sangre de amor engañado- son obras largas; las otras dos -El arrebato del deportista en su asunción al cielo y El misterio en mitad de la vida ordinaria- son brevísimos textos de sorprendente intensidad cuya representación debe durar solamente un minuto.

Abre el libro La habitación blanca, una magnífica comedia negra de estructura circular que presenta un inquietante y ambiguo juego de falsas identidades que desorienta por completo al lector. Mientras que en el primer acto, las ambigüedades y equívocos sucesivos se producen entre los médicos y los pacientes de un hospital psiquiátrico; en el segundo, ese juego deriva hacia una reflexión sobre el teatro y la vida, mezclando ambas cosas de manera tan indiscriminada que somos incapaces de diferenciar entre los personajes de verdad y aquellos que simplemente están representando un papel. Hay en ese juego de identidades algunas similitudes con el teatro de Pirandello, pero también se aprecian en la obra muchas características del llamado teatro del absurdo.

Valparaíso, cuya representación no parece del todo fácil, es una parodia hiperbólica y crítica sobre la presencia obsesiva de los medios de comunicación en nuestras vidas (“La vida fuera de las cámaras es inverificable”). Tiene en muchos momentos una cierta carga erótica y su contenido de fondo es pesimista y desencantado. La palabra clave del hombre que busca su propia y durísima verdad en la vida es la palabra caducidad. Sangre de amor engañado, que toma su título de uno de los nombres populares ingleses de la flor que en español se denomina amaranto, es una intensa y profunda obra que trata principalmente sobre la eutanasia.

Conocíamos a Don DeLillo como novelista, este libro nos permite acercarnos al DeLillo dramaturgo. Un autor cuyas obras teatrales, tanto en la forma como en el contenido, están impregnadas de la mejor modernidad.

Carlos Bravo Suárez

martes, 19 de julio de 2011

LA BELLEZA HELADA


Ibón Blanco de Literola (2740 m.). Valle de Benasque. Foto tomada ayer, 18 de julio de 2011, a las 14 horas.

domingo, 17 de julio de 2011

LA ERMITA DE SAN ADRIÁN EN EL TURBÓN




No hace mucho que escribí en estas mismas páginas un artículo titulado “Una ruta románica por el valle de Bardají”. En él, me refería principalmente a las iglesias de los pueblos de este pequeño valle ribagorzano situado en la vertiente izquierda del río Ésera. Al describir la iglesia parroquial de Llert, señalé que durante algún tiempo se guardó en su interior una talla de madera del siglo XIV dedicada a San Adrián. Esta escultura procedía de la ermita de ese nombre cuyas ruinas aún pueden verse en la parte alta del macizo del Turbón, no lejos de la cima de esta mítica montaña. Para proteger su seguridad en los años en que Eric el Belga robaba a sus anchas por estas tierras, la talla fue trasladada al Museo Diocesano de Barbastro, donde hoy se encuentra.

Las ruinas de la ermita de San Adrián se hallan a dos mil metros de altitud, lo que probablemente convierte a esta ermita en la situada en el punto más elevado de todo nuestro Pirineo. Por encima incluso de los restos de las ermitas románicas de los antiguos hospitales de Santa Cristina, en Canfranc, o de Gorgutes, junto al actual hospital de los Llanos en Benasque.

En los últimos años, con mis amigos del Centro Excursionista de la Ribagorza, he ascendido al Turbón en numerosas ocasiones. La última, hace unas semanas, en una travesía norte-sur que nos llevó desde la pequeña aldea de La Muria hasta la población balnearia de Las Vilas. En ese largo itinerario, tras pasar por Selvaplana y el puerto de la Muria, iniciamos la subida por la llamada canal de San Adrián, que tal vez sería más apropiado llamar valle. En esta hondonada ascendente, que convierte al Turbón en una montaña menos compacta de lo que asemeja desde el sur, se encuentran, aproximadamente a mitad de su recorrido, los escasos pero visibles restos de la ermita de San Adrián, en la margen derecha del barranco homónimo.

Hace unos años, la limpieza de sus contornos permitió distinguir con claridad el perímetro y una parte de los muros de esta antigua ermita medieval de estilo románico. Es en su cabecera donde pueden observarse cinco o seis hileras de sillares algo toscos pero bastante bien alineados que configuran la parte mejor conservada de la construcción. Con su ábside preceptivamente orientado al este, se trata de una nave rectangular, de la que se conserva también una pequeña ventana orientada al sur. Junto a la ermita manan las aguas siempre heladas y terrosas de la llamada fuente fosca o fuente de la iglesieta. A medida que ascendemos por la canal de San Adrián, podemos observar con mayor perspectiva la silueta perimetral de la vieja ermita.

Según la documentación medieval recogida por el padre fray Ramón de Huesca en su “Teatro histórico de las iglesias del reyno de Aragón” de 1807, fue Gaufrido, obispo de Roda-Barbastro entre 1135 y 1143, quien en el año 1140 consagró la iglesia de San Adrián en las elevaciones del monte Turbón. El templo habría sido construido por un monje ermitaño llamado Pedro que, en 1138, habría llegado desde el monasterio de San Victorián de Asán para santificar estas elevadas tierras, que probablemente tuvieran ya entonces fama de ser frecuentadas por las brujas. El cronista foncense decimonónico Joaquín Manuel de Moner y de Ciscar cree que el ermitaño Pedro había sido antes abad de San Victorián y considera, estirando algo las fechas de la guerra contra los musulmanes, a este escondido reducto como una Covadonga ribagorzana. El excursionista rotense Pedro (o Pere) Pach señala, en un artículo publicado en Barcelona a principios del siglo XX, que nadie antes se había atrevido a vivir en un sitio tan frío e inhóspito durante todo el invierno y que se contaba que, paradójicamente, los cánticos y las oraciones del anacoreta eran confundidos por quienes los oían con voces y lamentos de brujas y demonios.

Como se ha dicho, una talla gótica de madera, procedente de esta ermita y probablemente originaria de la segunda mitad del siglo XIV, se encuentra hoy en el museo diocesano de Barbastro, tras permanecer largo tiempo y hasta hace unas décadas en la iglesia parroquial de Llert. De factura muy popular, suponemos que representa a San Adrián más por el nombre de la ermita de procedencia que por ningún motivo iconográfico que nos permita asegurarlo. Del catálogo de la exposición Lux Ripacurtiae II, dedicada al arte sacro medieval y celebrada en Graus en 1998, transcribo esta precisa descripción de la talla escrita por don Manuel Iglesias Costa: “La talla en aceptable estado de conservación, pese a algún indicio de haber estado expuesta al fuego, se muestra en posición erguida portando el libro de los evangelios en su mano izquierda. Su mano derecha, hoy desaparecida, pudo estar en actitud de bendecir o sosteniendo algún atributo. La figura cubre su cabeza con un bonete azul enriquecido con elementos dorados, y viste casulla color salmón sobre alba verde que no llega a cubrir los pies calzados con zapatos puntiagudos. Estos hábitos sacerdotales aparecen ornados con una decoración dorada a base de corazones enlazados y grecas realizada mediante plantillas. Todo ello parece fruto de algún repinte posterior que debió transformar su policromía original, de la que se vislumbra algún resto de dorado. A esta escasez de detalles iconográficos, se suma una notable sencillez de recursos plásticos. Los finos labios, el somero tratamiento de ojos y cejas, la barba sin bigote, como único rasgo individualizador, y la media melena de cabello negro confieren a su rostro una expresión severa a tono con su posición hierática y evidente frontalidad. Todo ello, unido a la indumentaria, le imprimen un cierto aire oriental. Tan solo la leve insinuación en su casulla de los pliegues en forma de V aportan un tímido naturalismo.”

A las ruinas de la ermita de San Adrián en el Turbón se puede llegar desde La Muria pero también desde Llert y Esterún, pasando por el refugio de la Margalida. Las ruinas se encuentran dentro del actual municipio ribagorzano de Valle de Bardají, por lo que constituyen un último eslabón, más elevado y lejano, de la ruta románica que dentro de este término municipal propusimos en estas páginas hace unas semanas.

Carlos Bravo Suárez

Imágenes: Ruinas de la ermita de San Adrián en el Turbón, las ruinas vistas desde lejos -dos fotos-, la canal de San Adrián con los restos de la ermita a la derecha, la cara norte del Turbón y la talla gótica de San Adrián conservada en el museo diocesano de Barbastro.
Artículo publicado en Diario del Alto Aragón.

viernes, 8 de julio de 2011

LA FORTUNA DE FRACASAR

El hombre que tuvo la fortuna de fracasar. José Luis Montes. Plataforma Editorial. 2009. 190 páginas.

Una amiga me regaló este libro porque sabe que me gusta la montaña. Enseguida me llamaron la atención la paradoja de su título y la foto de su portada. En la contraportada leí que la novela trataba de Manuel, un hombre que cambió de vida coincidiendo con la realización de su viejo proyecto de subir al Kilimanjaro.

Una vez leídos el prefacio y el primer capítulo, Éxito y fracaso, estuve a punto de abandonar su lectura. No tanto por discrepar con las ideas defendidas por el autor en esas primeras páginas, sino porque me sonaban demasiado a una cierta moralina moderna llena de “sinergias”, “energías positivas” y “mentes abiertas”, un tanto manidas y con mucho embaucador entre sus defensores. Además, literariamente, el libro tampoco prometía demasiado.

No obstante, continué leyendo y me encontré con la historia de Manuel que, según la solapa de la novela, reflejaba la propia experiencia vivida por el autor. Un dinámico empresario de éxito, con una empresa rentable que le proporciona ganancias y bienes materiales pero a la que sacrifica casi todo su tiempo y su libertad. Cuando un nuevo proyecto lleva a la empresa a sufrir inesperadas pérdidas económicas, Manuel ve el momento de venderla y cambiar las prioridades de su vida. Antes, siempre guiado por escrupulosos principio éticos, sanea su negocio en lo posible para poder abandonarlo con la conciencia más tranquila e iniciar una nueva etapa vital radicalmente diferente a la anterior. Esto coincidirá con su viaje a África para ascender el Kilimanjaro, experiencia que relata la novela con realismo y brevedad.

La tesis central del libro es el erróneo concepto que nuestra sociedad tiene del éxito y el fracaso. Asociamos el éxito a la obtención de bienes materiales que colman nuestro ego. Clasificamos a las personas por lo que tienen y no por lo que son. Las etiquetamos a la primera ojeada según su aspecto exterior atendiendo a esos prejuicios. Despreciamos el fracaso como un estigma, como algo penoso, sucio y contagioso que hay que evitar a cualquier precio. Sin embargo, esta idea del éxito tampoco proporciona siempre la felicidad. Manuel renuncia a él y toma la vía del ser en vez de la del tener. A través de la meditación, el desapego a la riqueza material y la ayuda a quienes más lo necesitan.

El libro se deja leer, aunque literariamente no sea nada del otro mundo. La historia de Manuel es la de la inversión de conceptos: el fracaso de su empresa le llevará a su verdadero éxito como persona. Más que como una novela, El hombre que tuvo la fortuna de fracasar puede leerse como uno de esos libros que tratan sobre la búsqueda del desarrollo personal al margen del afán de poseer que se ha convertido en la única medida del éxito en nuestro mundo occidental.

Carlos Bravo Suárez

viernes, 1 de julio de 2011

RETRATO A TRECE VOCES

El día de mañana. Ignacio Martínez de Pisón. Seix Barral. 2011. 382 páginas.

Justo Gil Tello es el personaje central de El día de mañana, la última novela del escritor zaragozano, afincado en Barcelona, Ignacio Martínez de Pisón. La vida de Justo Gil está narrada a partir de los relatos de trece personajes, incluyendo a un niño de nombre palíndromo, que se van sucediendo e intercalando en una novela que constituye un magnífico retrato social de la Barcelona de las décadas sesenta y setenta del pasado siglo XX, entre los años finales del Franquismo y los primeros de la Transición.

Justo Gil llega como emigrante a la ciudad condal a principios de los años sesenta, poco después de las terribles riadas que devastaron Tarrasa en 1962. Con su madre muy enferma, es acogido por unos parientes lejanos y comienza a buscarse la vida en la ciudad en unos años difíciles. Gil es un hombre sin escrúpulos, capaz de estafar a quien le ayuda e incluso de aprovecharse de aquéllos que en su desesperación llevan a sus familiares enfermos a una supuesta milagrera que ejerce sus prácticas en el santuario de Sant Miquel del Fai, no muy lejos de Barcelona. Su degradación moral lo llevará a convertirse en confidente de la policía e incluso a formar parte de los grupos paramilitares que actuaban en Barcelona en los inicios de la Transición. A pesar de su innegable condición de canalla y traidor, hay en Justo Gil algún aspecto positivo que le redime en parte de su abyecto comportamiento. El más destacado es su callado amor por Carmen Román, que fue sin embargo una de las primeras víctimas de sus viles engaños.

Aunque pueda parecer lo contrario, la novela no es sólo el retrato de un personaje sino de una sociedad y de una época. Asistimos a las primeras manifestaciones contra Franco, como el famoso encierro en la abadía de Montserrat, y comprobamos que, a pesar de la existencia de algunos izquierdistas de salón, en general inofensivos y de buena familia, los antifranquistas activos eran más bien pocos y casi siempre los mismos. Así zanja la cuestión uno de los personajes de la novela:”Luego, tras la muerte de Franco, parecía que todo el mundo era demócrata de toda la vida. Salían demócratas de debajo de las piedras. ¿De verdad crees que si hubiera habido tanto demócrata y tanto antifranquista, el régimen habría acabado como acabó, con Franco muriendo de viejo en la cama? No me hagas reír hombre”. En la última parte del libro asistimos también a los difíciles años que se vivieron tras la muerte del dictador, con atentados extremistas de ambos signos, como el asesinato del ex-alcalde Viola o la bomba contra la revista El Papus.

Con buena parte de sus últimos libros, Martínez de Pisón, cada vez mejor narrador si cabe, se está convirtiendo, a través de las historias de la gente corriente que constituyen sin duda la verdadera historia del país, en un magnífico cronista de la Transición española.

Carlos Bravo Suárez