domingo, 16 de septiembre de 2012

JOAQUÍN COSTA, BREVE BIOGRAFÍA DE JUVENTUD (2)




La familia Costa tenía pocas tierras, con pequeñas fincas bastante alejadas entre sí. Eran pobres y vivían con lo justo. Al ser el mayor de los hermanos varones, Joaquín parecía destinado a ayudar a su padre en las faenas del campo. Fue a la escuela con el maestro Julián Díaz, que se percató de las grandes cualidades intelectuales del muchacho. Se cuenta una anécdota que quizá no fuera cierta, pero que según algunos biógrafos pudo tener su posterior importancia en el sentido muchacho. Una tarde en que don Julián iba de paseo, se encontró con su discípulo que volvía con un asno de ayudar a su padre en las tareas agrícolas y le preguntó:

- ¿Qué haces Joaquinón?
- He ido al campo con una carga de estiércol en el burro y ya estoy de vuelta  -respondió el chico.
Al parecer el maestro, algo socarrón, dijo entonces al muchacho:
- Si con burros vas, burro serás.

Tal vez el pequeño Costa decidiera desde ese momento que de ninguna manera quería ser un burro en el futuro. Se aplicó con interés y ganas al estudio y la lectura, aunque el ambiente rural de Graus y la situación de su familia no eran los más propicios para tan digno empeño. Así lo cuenta el propio Joaquín en algunas notas autobiográficas en que recuerda aquellos años:

“Lee, lee libros como quiera que sean, de cualquier cosa que traten, lee; lee, no repares en nada. ¡Ay! ¡Qué lastima que este instinto no haya sido observado y tomado en consideración! Qué lástima que mi inteligencia no haya sido dirigida convenientemente de principio en principio… ¿De qué me servían las humildes lecciones de la escuela primaria regida por la palmeta, concurrida hasta los 15 o 16 años? Me asombro al considerar lo que hubiera yo podido aprender desde los 10 a los 22 años si me hubieran dirigido…
Mi afición a los libros era desmesurada. Los que podía encontrar en Graus no servían ni bastaban a llenar ese deseo infinito de saber que bullía en mi alma… Es para mí un espectáculo la humanidad mía en su infancia recostada con mi libro bajo la cepa de una viña, a la sombra del nogal del campo, sobre la yerba de los ribazos, al sol de la colina o encima de la cama. Unas veces apacentando mi asno, otras tomando el sol. Ora en la siega, mientras los otros echan un trago me veo registrando las hojas de la Física de Rodríguez, ora en el hogar de la cocina, mientras mi madre preparaba la cena, me percibo colgado del candil gruñendo si se lo llevan porque leo “Los secretos de la Naturaleza” o algún tomo suelto de “Los Girondinos”. Aún me parece verme marchar con mi libro debajo de la chaqueta a un punto desconocido donde nadie me encuentre para que mejor pueda saborear mi lectura. Aún me parece ver mi mal genio y mi mal humor cuando tenía que dejar el libro para tomar alguna faena. Leía, leía yo libros o mejor dicho librachos o librotes, eso cuando tenía la dicha de hallarlos, que no siempre la tenía, y buscaba, buscaba, buscaba en su fondo alguna cosa que satisficiera el instinto de mi deseo, las necesidades de mi espíritu…Este cuadro triste viene a completarse cuando añadimos el maligno rasgo de que a nadie ha llamado seriamente la atención esa afición, y esa facilidad si se quiere. Yo era el primero y el más aplicado de la escuela: los maestros lo proclamaban, desde el de los párvulos en Monzón (¡pobre don Florentín!) hasta el de latinidad en Zaragoza: los condiscípulos lo proclamaban igualmente: también la voz pública. Éste me decía fraile porque siempre estaba en casa con mis libros; el otro me decía afanoso porque me dolía el tiempo de comer: ¡Afanoso era en verdad, afanoso de saber, pero cuán poco me ha valido! Y este afán era natural, innato en mí. Nadie me lo había comunicado ni estimulado; él formaba mis delicias…”

El maestro aconsejaría al padre de Joaquín que hiciera todo lo posible para que el chico pudiera estudiar porque tenía aptitud para ello. Su progenitor, sin embargo, estimaba que lo adecuado era que le ayudara en los trabajos del campo. El joven, por su lado, manifestaba al parecer su deseo de hacerse militar para escapar del limitado mundo grausino. Hay un factor que probablemente fue determinante para que Costa ni se dedicara a los trabajos agrícolas ni pudiera entrar en el ejército: su enfermedad, que ya por esos años empieza a manifestarse en toda su magnitud, y que poco después le libraría de hacer el servicio militar obligatorio y le condicionaría negativamente durante todo el resto de su vida.

Su dolencia era una distrofia muscular progresiva, enfermedad sobre la que no se sabía mucho en aquel tiempo. Su principal efecto era una disminución gradual y progresiva de la fuerza muscular, ya que el músculo adelgaza y degenera. Tiene una lenta pero imparable evolución, aunque afortunadamente no afecta ni a los centros nerviosos ni a la mente.

En el joven Joaquín empezó a manifestarse al parecer en los hombros  y los brazos, sobre todo el derecho, que en algunos momentos apenas podía levantar. Luego le atacó a la cintura y los muslos, haciendo que el simple hecho de andar se convirtiera con frecuencia en un tormento. Más tarde le afectó al cuello y le obligaba a mantener la cabeza muy levantada y a apoyarla, siempre que le era posible, en el respaldo de la silla o en la pared  –en la de su despacho de Graus aún queda una pequeña mancha debido a ese frecuente contacto-. La dolencia obligaba a Costa a mantener la cabeza muy erguida, cosa que algunos entendían erróneamente como un signo de altivez y orgullo.

Pero volvamos a Graus, de donde Costa deseaba irse aunque su padre se resistía a permitirlo. En esto, un pariente lejano de la familia, llamado don Hilarión Rubio, maestro de obras o aparejador acomodado en Huesca, necesitaba un criado que le cuidase el caballo y le ayudara en sus trabajos de construcción. El padre parece resistirse a la petición del lejano pariente oscense, aunque finalmente cede a las presiones del maestro de su hijo y decide enviar a éste a Huesca, donde, además de ayudar a don Hilarión, podrá dedicarse a estudiar y dispondrá de mayores oportunidades de futuro. Al joven Joaquín  –que ya comenzaba por entonces a manifestar mucho amor propio–  no le entusiasma la idea de ir a Huesca a, como él dice, mendigar un apoyo que le parece humillante, pero acaba obedeciendo a su padre y trasladándose a la capital de la provincia en diciembre de 1863, cuando aún no había cumplido los dieciocho años.

Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado hoy en Diario del Alto Aragón.

Imágenes: Libros en el despacho de Joaquín Costa en Graus, campesinos ribagorzanos en época de Costa y Graus en esa misma época.

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