martes, 27 de agosto de 2013

JOAQUÍN COSTA VERSUS MENÉNDEZ PELAYO



Si hace dos años celebramos el centenario de la muerte de Joaquín Costa en Graus en febrero de 1911, el pasado año se cumplió también una centuria del fallecimiento de Marcelino Menéndez Pelayo en 1912 en su Santander natal. Aunque el altoaragonés era diez años mayor que el cántabro, Costa y Menéndez Pelayo son dos grandes figuras coetáneas de la cultura española, dos verdaderos colosos de las letras y del pensamiento hispano de los últimos siglos.

Ambos tienen en común su condición de polígrafos cuyos escritos trataban de temas diversos, su enorme capacidad intelectual y su prodigiosa memoria. Difieren sin embargo claramente en su procedencia social y en sus posiciones políticas. Mientras Costa nació en una familia de agricultores pobres y tuvo que estudiar luchando siempre contra las adversidades económicas, mendigando ayudas y trabajando incluso de albañil o de criado, Menéndez Pelayo procedía de una familia culta y económicamente acomodada que le permitió dedicarse por entero al estudio. El cántabro era un estudiante precoz que fue bachiller a los 14 años, licenciado a los 17 y doctor a los 18. Las circunstancias económicas y sociales obligaron, por el contrario, al oscense a ser un estudiante tardío que obtuvo el bachillerato a los 23 años, fue licenciado en Derecho a los 25 y en Filosofía y Letras a los 26 y logró ser doctor en ambas carreras universitarias a los 28 y 29 años respectivamente. Ese dispar itinerario académico hizo que ambos estudiantes llegaran a disputarse el Premio Extraordinario del Doctorado en Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid en el año 1875. La prueba se celebró el día 29 de septiembre, cuando Menéndez Pelayo aún no tenía los 19 años y Costa acababa de cumplir los 29.

Aunque Luis Antón del Olmet y Luis Ciges, primeros biógrafos de Costa, ya hacen referencia a este episodio universitario, fue el hispanista inglés George J. G. Cheyne quien lo estudió más a fondo, dedicándole el espléndido trabajo “Menéndez Pelayo, Costa y el Premio Extraordinario del Doctorado en Filosofía y Letras” dentro de sus “Ensayos sobre Joaquín Costa y su época”, publicados por la Fundación Joaquín Costa en 1992 en edición de Alberto Gil Novales.

El tema sobre el que debían tratar los trabajos de los dos brillantes universitarios que optaban al premio era “Doctrina aristotélica en la Antigüedad, en la Edad Media y en los tiempos modernos”, desarrollado primero por escrito y leído después ante el tribunal. El premio le fue otorgado a Menéndez Pelayo, aunque Costa estimó injusta la resolución por los motivos que, un año después, explica muy claramente en su Diario:

“1 octubre 1876. San Sebastián. Medio año tengo en retraso estas Memorias: voy a subsanar en lo que pueda esta falta y llenar este hueco, pero antes he de referir un suceso que se me pasó por alto y que ocurrió días antes de la ida a Cuenca: la oposición al premio extraordinario del doctorado de Filosofía y Letras. Era el 29 de septiembre del año pasado. Opositores, Menéndez Pelayo y yo. Jueces, Fernández y González, Codera y Valle. Tema: «doctrina aristotélica en la antigüedad, en la Edad Media y en los tiempos modernos». Yo lo hice de doctrina aristotélica, Menéndez de bibliografía aristotélica. El tribunal le adjudicó el premio. Yo me quejé al rector en exposición razonada (reservada): el rector se declaró incompetente: sin embargo, ordenó al tribunal que examinara de nuevo las Memorias: lo hizo e insistió en su primer fallo. Acudí al Ministerio de Fomento pidiendo constitución de nuevo tribunal, fundándome en la permisión de la ley, y en que el otro confesaba en su memoria que no había tenido tiempo para tratar el tema. Se me ha contestado verbalmente al cabo de meses ¡que no había precedentes! Así se ha quedado la cuestión […]”.

El ejercicio escrito de Joaquín Costa se conserva en el Archivo Histórico Nacional en Madrid; el de Menéndez Pelayo no ha sido encontrado. Cheyne publicó asimismo, en el ensayo citado anteriormente, las copias hechas por el polígrafo altoaragonés de sus dos cartas de queja enviadas al rector en un tono muy educado y correcto. También reproduce dos cartas privadas dirigidas al profesor Fernández y González, catedrático de Estética y presidente del Tribunal que otorgó el premio, y otra enviada a Mariano Carderera, Jefe de Negociado de la Universidad, sobre el mismo asunto. En todos los casos el argumento de Costa es el mismo: él se ajustó al tema que se le pedía y su oponente, como él mismo confesaba en su memoria, escribió sobre bibliografía aristotélica pero no lo hizo sobre doctrina aristotélica como se le requería en el enunciado de la prueba académica. Costa nunca dudó del “extraordinario mérito” del trabajo de Menéndez Pelayo, lo que objetaba era simplemente que no había contestado a lo que se le preguntaba. Al parecer, no era infrecuente que a Menéndez Pelayo le faltara tiempo para hacer sus exámenes. Y así habría ocurrido posiblemente en esta ocasión.

El premio consistía estrictamente en la dispensa del pago de las tasas del doctorado. Para Costa, siempre agobiado en lo económico, esa era ya una recompensa suficientemente importante en sí misma. Pero, además, el premio proporcionaba prestigio intelectual y podía abrir las puertas a la posterior enseñanza universitaria. En algunas de las cartas citadas, Joaquín Costa hace referencia a que el asunto tiene para él unos “motivos especiales”. Cheyne relaciona estas motivaciones personales con el hecho de que, por esas fechas, nuestro ilustre paisano andaba enamorado de la joven oscense Concepción Casas, y la obtención del premio podía ser mostrado ante ésta y ante su reacia familia como el inicio de un futuro laboral estable en la docencia universitaria.

Sólo una vez más volvió a escribir Costa sobre este episodio de juventud. Fue en 1906, cuando el día 8 de junio apareció en Heraldo de Aragón una entrevista con Francisco Codera, natural de Zaidín y miembro del tribunal que había dado  el premio a Menéndez Pelayo treinta y un años atrás. El entrevistador hacía un elogio de la imparcialidad del entrevistado poniendo como ejemplo que “en un tribunal de oposiciones al premio del doctorado dio su voto a Menéndez Pelayo en contra de su paisano Joaquín Costa”. En un papel que adjunta al recorte del diario, Costa escribe con contundencia:

“Al cabo de los años mil (32 años o más) sale Codera con esa pata de gallo y se la apunta como mérito; prueba de su inflexibilidad, de su amor a la justicia, etc. Se le estaría bien que le replicara en el mismo periódico.

Que ni siquiera sabía él que yo era altoaragonés ni yo que lo era él. Lo que sabía él es que Menéndez Pelayo era ultramontano y pidalino y que yo era krausista (como entonces se decía) por estar publicando o haber publicado en el Boletín-Revista de la Universidad  mi “Vida del derecho”, y eso bastaba. Que fue una iniquidad se prueba con esta sencilla consideración: Menéndez Pelayo hizo su disertación sobre materia distinta de lo que el tribunal había señalado por tema del concurso u oposición, Menéndez Pelayo lo había confesado así paladinamente, con palabras expresas, al final de su trabajo. Dar por bueno ese sistema equivale a autorizar el que uno lleve un trabajo preparado de meses, que sirva para toda clase de ejercicios (o unos cuantos centenares de temas especiales)… Recurrí al Rector, recurrí al Ministerio, contra la arbitrariedad. El 1º pasó, creo, mi instancia al tribunal; el 2º, Carderera, me dijo que no había procedimiento en la ley para tramitar mi recurso y era verdad…”

Nunca entendió Costa el asunto como algo personal contra Menéndez Pelayo, cuya capacidad intelectual siempre apreció y con quien mantuvo una buena relación de amistad hasta el final de sus días. Así, en mayo de 1897, “el León de Graus” envía al erudito santanderino un sumario de su futuro libro “Colectivismo agrario en España” para que lo revise y le añada algunos datos que se le hayan podido pasar por alto. Por su parte, Menéndez Pelayo, en una carta a Leopoldo Alas “Clarín” de 1893, cita a Joaquín Costa como “uno de los mejores estudiantes que he conocido en mi vida” y, en 1911, tras la muerte del altoaragonés, dice de él que “lo he querido porque fuimos condiscípulos” y alaba su ingente y valiosa obra escrita. No sabía entonces el gran polígrafo cántabro que sólo iba a sobrevivir un año a su ilustre colega altoaragonés.


Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado en el número especial de San Lorenzo del Diario del Alto Aragón y en el Llibré de las Fiestas de Graus del 2013

Fotos: Joaquín Costa y Marcelino Menéndez Pelayo en sendas fotografías de juventud.

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