domingo, 14 de septiembre de 2014

EL ANTICUERPO

   
               “El Anticuerpo”. Julio José Ordovás. Anagrama. 2014. 135 páginas.

            No es fácil escribir una reseña de “El Anticuerpo”, la primera novela de Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976). Empezaré diciendo que el libro me ha gustado mucho y que Ordovás es un magnífico escritor, singular y diferente, que domina como pocos el lenguaje y los diversos registros literarios. Colaborador en suplementos y revistas culturales, agudo y penetrante crítico, autor de dos diarios personales y dos libros de poesía, ahora ha dado otro paso más en su carrera literaria con la publicación de “El Anticuerpo” en la importante editorial Anagrama.

            Ambientada en los años 80 del pasado siglo XX, “El Anticuerpo” está escrita en primera persona por un chico que vive con su padre y una tía suya en un pueblo aragonés no muy alejado del viejo y destruido Belchite. El joven va conociendo y trabando cierta amistad con algunas personas mayores que él, con quienes establece un tipo de relación que, en cierta manera, recuerda a las narradas en obras literarias clásicas como “La isla del tesoro” o “Las aventuras de Huckleberry Finn”. Estos personajes, a través de los que el narrador protagonista descubre una nueva y sugestiva realidad, son José Luis, un cura “progre”, y, sobre todo, Josu, un drogadicto marginal y viejo punk al que parece hacer referencia el título del libro.

            Pero, aunque transcurra en un pueblo, de ninguna manera es “El anticuerpo” una novela rural al uso. Todo lo contrario: muchos pasajes de la narración muestran una acerada dureza que parece más propia de los ambientes urbanos que de los campestres. Porque, siguiendo el símil cinematográfico extraído de la afición al western de su padre, el joven narrador, ante las recriminaciones de su tía por pasar tanto tiempo en la calle, confiesa que, aunque él se consideraba un piel roja que jamás acataría las normas del hombre blanco, “escuchaba el murmullo del asfalto como los indios escuchaban el susurro de los ríos” y que “tanto como a ellos les gustaba el olor del viento purificado por la lluvia de mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos, a mí me gustaba el olor de las cloacas”. Tampoco hay nostalgia alguna por la infancia, de la que solo se añoran aquellos sueños que permitían volar y no respetaban las leyes de la verosimilitud. Hay, por otro lado, en las páginas del libro, una considerable y variada presencia de animales. Reales, como los gatos, las moscas o la lechuza que merodea por la iglesia del pueblo; o figurados, como las urracas, que es como el narrador denomina a las parlanchinas y chafarderas mujeres del pueblo, siempre en busca de carnaza para su destructivo cotilleo.

            Pero si algo caracteriza a esta novela es la mezcla que hay en ella de ambientes y géneros literarios diversos. Lograda y sugerente mixtura de lo juvenil y lo adulto, lo rural y lo urbano, lo narrativo y lo poético. El relato es en realidad una sucesión de recuerdos de infancia a los que tal vez falte cierto ensamblaje narrativo, pero dotado cada uno por sí mismo de la densidad y la fuerza literaria de un poema redondo. De tal forma que lo que pudiera parecer el punto débil de la novela puede convertirse, por su carácter original y diferente, precisamente en su singularidad literaria y su máximo valor.

            Y, desde luego, sobre todas las cosas, destaca la extraordinaria prosa de Julio José Ordovás, un auténtico escritor de fuste.

Carlos Bravo Suárez

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