miércoles, 28 de diciembre de 2016

BRÚJULA

Un apasionante viaje por las relaciones culturales entre Oriente y Occidente

Brújula”. Mathias Enard. Literatura Random House. 2016. 448 páginas.

La novela “Brújula” ganó el año pasado el Premio Goncourt, el más prestigioso de los galardones literarios franceses. Su autor, Mathias Enard (Niort, Francia, 1972) es una de las voces más interesantes y originales de la narrativa europea actual. Realizó estudios de árabe y persa en su país de origen y desde el año 2000 se estableció en Barcelona, donde tiene su residencia más habitual y ha ejercido como profesor de árabe en la Universidad Autónoma. Enard ha pasado largas estancias en Oriente Próximo y conoce de primera mano países como Egipto, Líbano, Irán o Siria. Ha publicado las novelas ”La perfección del tiro” (2004), “Remontando el Orínoco” (2006), “El manual del perfecto terrorista” (2007), “Zona” (2008), “Habladles de batallas, de reyes y elefantes” (2011), “El alcohol y la nostalgia” (2012) y “Calle de los ladrones” (2013). “Brújula (2016) es su última novela, publicada en España por Literatura Random House con traducción de Robert Juan-Cantavella.

“Brújula” es una novela larga y densa, que constituye un rico y documentado viaje por las hondas relaciones establecidas entre Oriente y Occidente durante los últimos siglos a través de la música, la literatura, la arquitectura, la aventura, la mitología o la religión. A pesar de los difíciles tiempos que corren, con los salvajes atentados islamistas y los destructivos conflictos bélicos en lugares como Siria o Yemen, Enard profundiza en las fluidas relaciones históricas de ida y vuelta entre ambos mundos, y aboga por que esos lazos tan intensamente tejidos a los largo de los tiempos no lleguen a romperse por el auge del fanatismo y el rechazo al otro. En este sentido, algunos contraponen el mensaje de fondo de “Brújula” con el de “Sumisión”, la exitosa novela de Michel Houellebecq, también publicada el año pasado en Francia, que fantasea con la posibilidad de la llegada al poder de un partido musulmán en el país vecino.

Puede decirse, parafraseando al jurado del Premio Goncourt, que “Brújula” es una novela sobre dos viajeros europeos (un austriaco y una francesa) que rastrean historias de otros europeos que se lanzaron a la aventura de conocer y vivir Oriente durante los siglos XIX y XX. Dos viajeros, Frank y Sarah, orientalistas ambos, musicólogo él y estudiosa de la poesía ella, que se conocen, se enamoran (más él que ella), viajan juntos, duermen en el desierto, fuman opio, se acercan y se alejan y van, ellos también, quemando sus vidas en un camino sin retorno en el que viven decepciones como la deriva religiosa de la revolución iraní o la guerra de Siria que ha destruido ciudades tan recordadas y queridas como Alepo.

Es el musicólogo Frank Ritter quien, ya cerca del final del camino de la vida y en una noche de insomnio y opio contra la enfermedad, recuerda una serie de historias, algunas suyas y muchas otras de distintos personajes históricos, que se entrecruzan sin un estricto orden cronológico a lo largo de las sugerentes, y a la vez eruditas y documentadas, páginas del libro. Por él, desfila multitud de personajes, unos menos conocidos y otros de renombre como Wagner, Schubert, Kafka, Balzac o Nietzsche, por citar solo unos pocos de la extensa nómina. Como su propio autor reconoce, “Brújula” puede resultar un libro exigente para muchos lectores que, junto a la historia de amor de los dos protagonistas, tendrán que leer referencias a escritores, músicos o aventureros no siempre conocidos. “Soy consciente de que no es de lectura fácil; pero tengo la sensación de que hay un argumento novelesco, una sucesión de viajes, personajes y escenarios, que es un aliciente para el lector, una tensión que lo lleva más adelante. Por otra parte, es un libro muy del siglo XXI; puede estar bien leerlo con el ordenador, para buscar en Google nombres, mapas y retratos”. A pesar de la abrumadora cantidad de nombres, la novela, que transcurre en ciudades como París, Estambul, Teherán, Damasco o Palmira, constituye sin duda un intenso y fascinante viaje, tanto cultural como geográfico, en busca del conocimiento, el exotismo y la sabiduría, hoy hostigados por la violencia y el fanatismo del espurio islamismo radical.

Tal vez sea Sarah, que ha dedicado su vida a intentar demostrar que Oriente y Occidente no son culturas opuestas sino dos partes de un todo en continua comunicación, quien, con su viaje hacia la geografía oriental más alejada y el hallazgo de nuevas formas de espiritualidad, encarne en cierto modo lo que Enard llama la desesperación de lo contemporáneo, pero también la búsqueda e indagación permanentes de nuevos lazos entre dos mundos que parecen cada vez más enfrentados. Que estas conexiones se mantengan o se rompan del todo puede ser decisivo para el devenir inmediato de la historia de la humanidad.

Carlos Bravo Suárez

sábado, 17 de diciembre de 2016

EL CER SUBE SU BELÉN MONTAÑERO A LA CIMA DEL TURBÓN






El Centro Excursionista Ribagorza subió el pasado 8 de diciembre su belén montañero hasta la cima del Turbón. Desde hace siete años, en estas fechas previas a la Navidad, el CER deposita un pequeño nacimiento artesanal, confeccionado por la Asociación Belenista de Graus, en lo más alto de esta mítica y robusta montaña que emerge en el corazón geográfico de nuestra comarca ribagorzana.

A las siete y media de la mañana, nos concentramos en la glorieta Joaquín Costa de Graus para distribuirnos en nuestros vehículos y dirigirnos por carretera hasta la localidad de Las Vilas del Turbón. Eran casi las nueve cuando, un poco más arriba de su famoso balneario, y ya a más de 1400 m. de altitud, los 32 participantes iniciamos andando la ascensión hacia la cima de la montaña. El primer tramo transcurre empinado entre bojes hasta llegar al collado de Porroduno, donde encontramos la primera nieve. Desde allí, y viendo que la nieve estaba blanda y poco peligrosa, decidimos subir por una canal directa que solemos utilizar como atajo. Pese a todo, extremamos las precauciones y, casi al final de la canal, giramos hacia la derecha en lugar de en sentido contrario como hacemos en otras ocasiones.

Al llegar a la parte alta de la montaña y dirigirnos hacia el sur, pudimos comprobar que el espesor de la nieve era mayor del que esperábamos. Abriendo huella, y con cierta lentitud e incomodidad, caminamos por espacios muy abiertos con un sol magnífico brillando en un cielo completamente limpio y azul. Sólo en los pequeños tramos en sombra se dejaba sentir el frío. Tras dejar a nuestra derecha primero el Turbonet y luego la canal de San Adrián, en la zona denominada La Portella viramos hacia el oeste para abordar la última subida hasta la cima. Llegamos a ella algo antes de la una del mediodía. Allí colocamos con mimo nuestro belén, protegido por piedras, en una oquedad de la base del antiguo vértice geodésico, hoy derribado, que corona el llamado Castillo de Turbón, a 2492 m. de altitud. Disfrutamos de las extraordinarias vistas de esta privilegiada atalaya, con Cervín y la población de Campo debajo de nosotros y el nevado Cotiella y la sierra Ferrera, culminada por la Peña Montañesa, en el inmediato poniente. Comimos algo de nuestras mochilas, para reponer fuerzas tras la esforzada subida, y degustamos unas deliciosas almendras garrapiñadas y un calorífico licor de membrillo que una compañera de excursión había traído para el grupo.

Tras más de una hora de estancia en la cima, iniciamos el descenso en el que modificamos el itinerario realizado en la subida. Dejamos la canal de ascenso directo a nuestra derecha y continuamos un rato más, sobre abundante nieve, en dirección al norte. Delante de nosotros se abría un impresionante panorama pirenaico con, entre otras montañas, el Gallinero, las Maladetas, el Aneto, el Tempestades y su brecha y algunas cimas del Pirineo catalán hacia el oriente. Tras realizar un giro de 180º, caminamos por las faldas de las imponentes paredes del frontón de las Brujas, donde vimos algunos sarrios, hasta llegar de nuevo al collado de Porroduno y descender hasta la pista por el sendero entre bojes por el que habíamos subido.

Eran algo más de las cuatro de la tarde cuando llegamos al balneario de las Vilas, donde tomamos cafés y refrescos y nos despedimos para volver a Graus y a otros puntos de procedencia de los participantes en la excursión. Un año más, habíamos cumplido con el ritual de subir nuestro pequeño belén hasta la cima de nuestra montaña preferida.

Carlos Bravo Suárez.

domingo, 11 de diciembre de 2016

PATRIA




Patria”. Fernando Aramburu. Tusquets Editores. 2016. 648 páginas.

Patria” aborda con realismo y verosimilitud los años más duros de terrorismo de ETA en el País Vasco

“Patria” es, sin duda, la mejor novela escrita en lengua española que he leído en este año que termina. Una novela excepcional y absolutamente necesaria para fijar un relato fidedigno del oprobio y la ignominia a los que el terrorismo de ETA sometió durante varias décadas a la sociedad vasca.

Dijo no hace mucho Fernando Aramburu, al presentar la novela, que en el final de ETA todavía faltaba su derrota literaria. Ha habido en estos años demasiado relato hagiográfico y glorificador de los supuestos gudaris vascos, falsos héroes del tiro en la nuca y el coche bomba, demasiada condescendencia con el nacionalismo fanático y supremacista que dividió y enfrentó a una sociedad que se deslizó en buena medida hacia la bajeza moral y el consentimiento de la barbarie, que miró hacia otro lado, cuando no colaboró de una u otra manera, en la exclusión social del no nacionalista o en su cobarde y vil eliminación física. Toda una espiral de odio y violencia al disidente: al empresario que no pagaba el impuesto revolucionario; a cualquier guardia civil, policía o militar por el mero hecho de serlo; al militante de cualquier partido no nacionalista, automáticamente convertido en españolista, facha y enemigo del pueblo vasco; al periodista o escritor que se atreve a llevar la contraria en un artículo o un comentario; a cualquiera que no colaborara con la sagrada causa. Unas pintadas, una diana dibujada, pim pam pum, unos chavales coreando eslóganes salvajes (“ETA mátalos”), unos anónimos amenazantes, unos saludos retirados, un vacío en las tiendas, en los bares, en la calle, y un día, tal vez de lluvia como en el caso del Txato, un tiro en la cabeza o en la nuca, una ráfaga de metralleta o una letal bomba lapa bajo el coche. Y un entierro en la soledad del muerto y aún culpable y, en ocasiones y para más inri todavía, hasta el escarnio de unas pintadas insultantes sobre la tumba del asesinado. “Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo le dije unas palabras”.

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ya había abordado el tema de la soledad de las víctimas y el clima de rechazo social al no nacionalista en el País Vasco en dos de sus obras anteriores: la colección de cuentos “Los peces de la amargura” (2006) y la novela “Años lentos” (2012). Sin embargo, con “Patria” el escritor donostiarra culmina una extensa y completa narración que incluye casi todas las vertientes de esos largos años de terror y barbarie. “Patria” cuenta la historia de dos familias muy unidas cuya amistad se rompe porque la aparición de la violencia sitúa a ambas en bandos enfrentados. Por un lado, el Txato y Bittori; por el otro, Joxian y Miren. Ambos, matrimonios gobernados por las mujeres: el famoso matriarcado vasco. El primero tiene dos hijos: Xavier y Nerea; el segundo, tres: Arancha, Joxe Mari y Gorka. Todo se rompe cuando el Txato, empresario tenaz y generoso, es asesinado por ETA. Además, Joxe Mari pasa de la “kale borroka”, quemando autobuses en San Sebastián, a militar en ETA. Tras participar en varios atentados, es detenido por la policía y enviado a una lejana cárcel del sur de España. Su madre Miren, que nunca antes había mostrado inclinación política, se hace acérrima defensora de su hijo y exaltada fanática del nacionalismo independentista vasco. Enseguida encuentra el apoyo de muchos de sus vecinos, de la Herriko Taberna de su pueblo y del cura de la parroquia, melifluo y halitósico justificador de los asesinatos en nombre de la supuesta opresión secular a la patria vasca. ¡Qué triste y radicalmente anticristiano el papel de buena parte de la iglesia vasca en esos terribles años de plomo!

Los cinco hijos de los dos matrimonios, condicionados ya para siempre por los efectos de la violencia en sus familias, se añaden a los cuatro padres como protagonistas de la novela, que abre así nueve líneas narrativas sobre otras tantas vidas; aunque una, la del Txato, queda truncada en plena narración. Todos ellos, además de la voz externa y omnisciente, son narradores por momentos, dotando de esta manera a la novela de una estructura innovadora y aparentemente compleja, pero que logra naturalidad, fluidez y ritmo. A ello contribuyen la brevedad de los capítulos, la sencillez de la prosa y los muchos coloquialismos incorporados, como el frecuente uso del condicional por el pretérito imperfecto de subjuntivo. (“Ni me dejaron preparar el entierro. Cogieron a mi hijo y montaron con él un numerito patriótico. Les vino de perlas que se 'moriría'”). Hasta el propio escritor Aramburu hace un cameo y se convierte por un momento en personaje fugaz de la novela.

Y, aunque no evita temas como las torturas a los detenidos ni el rechazo injusto y generalizado a todo lo vasco en algunos lugares de España, el lector tiene claro de dónde procede esa locura colectiva que llevó a buena parte de la sociedad vasca a mostrar una mayor o menor complicidad, por fanatismo activo o por temerosa y cobarde omisión, con la violencia política. Un episodio histórico reciente de vergonzosa e inaceptable degradación moral que la novela deja fijado en sus páginas para la posteridad. Aunque el final del relato dibuje un futuro posible de esperanza y reconciliación que ojalá ya no tenga marcha atrás.

“Patria” no es sólo una lectura muy recomendable. Es una lectura absolutamente imprescindible.

Carlos Bravo Suárez

jueves, 8 de diciembre de 2016

EL CER ASCIENDE A LA CIMA DE CERVÍN






Treinta y una personas realizamos el pasado domingo, 4 de diciembre, una magnífica travesía de montaña por la sierra de Cervín, la emblemática y referencial montaña de Campo, población ribagorzana que se sitúa en las faldas meridionales de esta estribación pirenaica que da nombre al colegio de la localidad y a su principal urbanización. La travesía, organizada por el Centro Excursionista Riobagorza, consistió en el ascenso hasta la cima de Cervín por la húmeda y boscosa cara norte y el posterior descenso por la más árida cara sur hasta la pequeña localidad de Beleder, que en el habla ribagorzana de la zona se convierte en Belveder, pronunciado Belvedé, y que dista tan solo un kilómetro y medio de Campo.

Con el pronóstico meteorológico algo incierto, salimos desde Graus en autobús a las ocho de la mañana para, poco antes de las nueve, iniciar el recorrido andando desde la desembocadura del barranco de la Garona, afluente del río Ésera por su margen izquierda. Entre Campo y Seira, junto a la carretera N-260, a 760 m. de altitud, arranca una pista que, siempre por un espeso bosque, remonta primero el citado barranco en dirección al este y luego asciende en fuertes lazadas hasta lo alto del monte Cervín. Tras algo más de dos horas de subida, y con algunos momentos de una fina lluvia que nos obligó a ponernos chubasqueros o abrir paraguas, llegamos a un collado donde nos detuvimos a reagruparnos y desayunar. La pista principal se dirige al oeste, donde se encuentra el Cornochuelo (1627 m.), punto occidental de Cervín en que se levantan unas visibles antenas y hay un puesto de vigilancia contra incendios. Nosotros, sin embargo, nos dirigimos hacia la izquierda, en dirección al este, para ascender en primer lugar al Tozal de Salineretas (1646 m.) y luego a la cima de Cervín, conocida como Tozal de la Rasa (1685 m.), situado en la zona central de la sierra.

Las vistas desde la cima eran magníficas y nítidas hacia el sur, con la localidad de Campo un poco hacia el oeste y el valle de Bardají abriéndose hacia el este. Sin embargo, tanto las cimas del Pirineo al norte, como las de Cotiella y el Turbón entre las que se encuentra la sierra de Cervín, estuvieron siempre cubiertas de nubes bajas. Sólo la alargada silueta meridional de Baciero o Sierra Calva se distinguía con claridad en el norte más inmediato. Tras un rato en la cima y hacer la foto de grupo de rigor, retornamos al collado por el Tozal de Salineretas e iniciamos el descenso por la vertiente sur de Cervín.

El camino de bajada es totalmente distinto del de subida. Apenas marcado, desciende primero entre erizones y algo más tarde entre bojes y carrascas. Pudimos seguirlo gracias a nuestro amigo Alberto Rubio, que la semana anterior había señalizado el sendero con marcas amarillas y algunos hitos de piedras. Pasamos por un antiguo abrevadero del ganado que recogía las escasas aguas de esta vertiente y, bastante más abajo, junto a las ruinas del llamado castillo de Belveder, que más bien parecen piedras reutilizadas para construir alguna vieja paridera, hoy invadida por la vegetación. En el collado del Baile nos reagrupamos y paramos a comer Sin camino marcado, pero con el pueblo ya a la vista, entre las 15.30 y las 16.30 horas, fuimos llegando en estirado grupo a la pequeña localidad de Belveder. Pasamos junto a la ermita de San Vicente y por las tres casas del pueblo, llamadas Pena, Costa y Turmo. Nos dijeron que hubo en tiempos una cuarta, de sorprendente nombre Barbarrosa. Un poco más abajo, junto a una granja donde pudo dar la vuelta, nos esperaba el autobús. Con él bajamos hasta Campo, donde hicimos una parada para tomar algún refresco, pues, si bien el día había empezado algo nublado y lluvioso, mejoró considerablemente durante la bajada, en la que casi llegamos a pasar calor.

Según nuestro GPS, habíamos recorrido 17 km en casi siete horas y media, de las que en prácticamente dos habíamos estado parados. El desnivel de subida superó los 900 m. y los 1100 el de bajada. Estábamos contentos porque habíamos atravesado el Cervín, una de las montañas más emblemáticas de nuestra comarca ribagorzana.

Carlos Bravo Suárez 

jueves, 1 de diciembre de 2016

EL CER POR EL VALLE DE CHISTAU




Cincuenta y una personas participamos el pasado domingo, 23 de noviembre, en una excursión por el GR-19 organizada por el Centro Excursionista Ribagorza con sede en Graus. La actividad se inscribía dentro del programa “Conocer Aragón por GR”, impulsado por la Federación Aragonesa de Montañismo, y consistió en una excursión matinal de 15 km desde Gistaín, o Chistén, hasta Salinas de Sin y una posterior comida de hermandad en el Mesón de Salinas, situado en la confluencia de los ríos Cinca y Cinqueta.
Salimos de Graus en autobús a las siete de la mañana y llegamos a Gistaín poco antes de las nueve. El pueblo está situado a 1378 m de altitud y en él destacan tres llamativas torres del siglo XVI: las de las casas Tardán y Rins y la de la iglesia parroquial de San Vicente. Atravesamos la localidad e iniciamos la caminata con una breve subida hasta los 1500 m., punto más alto del recorrido. Descendimos por un bosque de robles con magníficas vistas del valle de Chistau y con el pueblo de Plan bajo nosotros. En dirección oeste, pasamos por las bordas de Feneplán y, entre piedras, vadeamos el barranco del Mon. A las 10.30 llegamos a Serveto y paramos a desayunar en su plaza mayor, sentados en unos bancos de cemento junto a la iglesia de San Félix, de bonita torre de planta cuadrangular. Desde Serveto, fuimos a Sin por carretera, por donde transita el GR-19. A un lado de la carretera, en el cruce con el GR-19.1 que lleva a Bielsa por el collado de la Cruz de Guardia, se encuentran las exiguas ruinas de la vieja ermita de Santa Lucía, donde antiguamente se reunían tres veces al año los representantes de los tres pueblos que constituían La Comuna: Sin, Serveto y Señés.
Enseguida llegamos a Sin, que tiene algunas construcciones tradicionales y una bonita iglesia parroquial con ábside románico. Como vimos que el tiempo empeoraba, decidimos no entrar en el pueblo e iniciar el ascenso al plan de Sebillún. Esta subida es lo más exigente del recorrido, aunque es corta y sólo tiene unos doscientos metros de desnivel. El camino asciende muy directo, a diferencia de la pista paralela que va subiendo en zig-zag. En el plan de Sebillún, a las doce de la mañana, comenzó a llover. Hicimos una foto de grupo e iniciamos el descenso a Salinas de Sin. Son unos 600 m. de desnivel que nos llevaron un par de horas. El sendero está bien señalizado y es bastante cómodo, sólo en un corto tramo muy erosionado había que poner algo más de atención. Tuvimos que protegernos con chubasqueros y paraguas porque seguía lloviendo y, aunque la lluvia era fina, nos iba calando poco a poco. El camino transita por bosque de carrascas, robles y algunos pinos. A las 14 horas llegamos a Salinas de Sin, un pueblo constituido en buena medida por construcciones modernas para trabajadores cualificados de las centrales hidroeléctricas de la zona. Desde el puente sobre el río Cinca, se contempla una pequeña y hermosa garganta con grandes rocas en el cauce y aguas de intenso color azul.
A las dos de la tarde, tras cinco horas de recorrido, llegamos al Mesón de Salinas en cuyo aparcamiento nos esperaba el autobús. Nos cambiamos de ropa y nos fuimos a comer al restaurante, tal como teníamos programado. Comimos muy a gusto y en muy buena convivencia y armonía. Un poco antes de las 17 horas, iniciamos el viaje de vuelta en autobús. A las seis en punto de la tarde llegábamos de regreso a Graus.
Carlos Bravo Suárez.
 (Artículo publicado hoy en Diario del Alto Aragón)