viernes, 28 de enero de 2011

BIOGRAFÍA FICTICIA


Verano. J. M. Coetzee. Mondadori. 2010. 258 páginas

John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es uno de los mejores escritores de nuestro tiempo. Desde que en 2003 el autor sudafricano, hoy residente en Australia, recibiera el Premio Nobel de Literatura, su ya brillante carrera literaria se ha visto enriquecida con nuevas obras de interés. Su último libro, Verano, publicado el pasado año en nuestro país, es una obra sorprendente y original en la que Coetzee continúa el interesantísimo ejercicio de autobiografía novelada iniciado años atrás con Infancia y Juventud.

En Verano, un joven investigador inglés, que se sitúa en un tiempo futuro sin determinar, está preparando un libro sobre una etapa de la vida del famoso escritor J. M. Coetzee, fallecido unos años antes y a quien su biógrafo no llegó a conocer. Para ello, utiliza algunas notas escritas por el propio autor sudafricano y realiza varias entrevistas a algunas personas que tuvieron relación con él. A partir de esos testimonios, se dibuja un retrato, trazado desde varias perspectivas, de un Coetzee treintañero y escritor incipiente que durante la década de los setenta vivía con su padre viudo en una húmeda y desordenada casa de un barrio de Ciudad del Cabo.

Las personas entrevistadas, además de un colega con quien Coetzee disputó un puesto de profesor universitario y cuya intervención aporta muy poco al relato, son cuatro mujeres que de una u otra manera mantuvieron algún tipo de relación sentimental con el escritor. Este se nos presenta como un hombre inadaptado y solitario, poco dotado para el trato con los otros y, por aquel tiempo, casi incapaz de alcanzar relaciones estables y satisfactorias con el sexo femenino.

Otro aspecto destacado de Verano es la relación que el escritor mantiene con su padre, que se erige como el segundo personaje más importante del libro. Además, asistimos al trabajo de Coetzee como profesor de literatura para ganarse el sustento y al inicio de su carrera literaria con la publicación de sus dos primeras novelas, Tierras de poniente y En medio de ninguna parte.

Como telón de fondo, aparece la situación política y social de la Sudáfrica de aquellos años, en los que el apartheid estaba a punto de llegar a su fin. Se observan ya algunos cambios que anuncian una próxima e irreversible transformación del país que ya se palpaba en el ambiente.

Verano es un libro magnífico. Una autobiografía-ficción, original y atípica, en la que su autor ejerce como un brillante desmitificador y crítico de su propia persona. Sin duda alguna, uno de los mejores libros publicados en España durante el pasado año.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 23 de enero de 2011

LAS RUINAS DE SAN MARTÍN Y LA HISTORIA DE PERARRÚA








Perarrúa es una pequeña localidad ribagorzana situada diez kilómetros al norte de Graus por la carretera A-139. Su caserío se extiende en paralelo al curso del río Ésera por su orilla derecha. En su término municipal quedan varias muestras de un rico pasado histórico que permiten aventurar algunas hipótesis sobre los cambios experimentados por la localidad a lo largo de los tiempos.

Tanto Perarrúa como la vecina Besians, con la que comparte municipio, tuvieron su origen en la parte alta de la margen derecha del río Ésera. En época algo más tardía, ambas localidades irían asentando su población en la parte baja de esa escarpada ladera, situándose en los terrenos más próximos a las aguas del río. En el caso de Perarrúa, es muy probable que el núcleo primigenio de la actual localidad estuviera ubicado donde hoy se encuentran las abundantes y diseminadas ruinas de un antiguo poblado del que sólo permanece en pie una parte de la denominada ermita de San Martín, en una partida conocida con este mismo nombre.


Estas ruinas se encuentran en el morrón meridional del barranco del Mon o del Cabo de la Villa, en el lado izquierdo de la pista que desde Perarrúa asciende en paralelo a dicho barranco. En el morrón norte, se hallan los restos de la ermita de San Clemente y del viejo castillo del Mon. Este castillo, del que sólo queda una parte de su antigua torre troncocónica de cuatro plantas, habría sido primero musulmán, el llamado Qsar Muns, y más tarde cristiano, quizás ya desde los tiempos del rey navarro Sancho el Mayor. Fue una de las fortalezas más importantes de la línea fronteriza establecida en el siglo XI, a mediados del cual está documentada su pertenencia al rey Ramiro I, y tuvo posiblemente, casi al final de esa centuria, un papel fundamental en la toma de Graus por las huestes de Sancho Ramírez.


Para llegar a las ruinas de San Martín hay que tomar la citada pista, asfaltada en su primer tramo, que lleva al castillo y al despoblado del Mon de Perarrúa, núcleo disperso que llegó a contar con trece casas habitadas. Al castillo se puede subir también andando y de manera más directa por el PR-HU49, en cuyo último tramo, y yendo desde la pista en sentido contrario a las ruinas de la fortaleza, se pasa por un hermoso puente de un sólo ojo a través de un bonito sendero que nos llevaría también en dirección a los restos de San Martín. Si decidimos subir por la pista, llegaremos al Mon al cabo de unos tres kilómetros. Dejaremos a nuestra derecha el desvío al castillo y, poco después, la antigua calle que lleva a las ruinas de la vieja escuela y a la casa Sancerni. Encontraremos enseguida un cruce de caminos frente a la casa Molí, con frecuencia habitada por sus dueños. La pista de la derecha nos llevaría a Caballera, nosotros tomaremos la de la izquierda, en dirección al también despoblado Arrués y al todavía habitado Ejep. Tras dejar sucesivamente a nuestra izquierda las casas Cera y Castán, llegaremos a otro cruce de caminos. Seguiremos de nuevo la pista de la izquierda, dejando a nuestra derecha la que lleva hacia Arrués por la que discurre el citado PR-HU49. Llegaremos enseguida a un pequeño claro, a cuya izquierda queda la casa Collada, y seguiremos una vieja pista, algo borrada en sus primeros momentos, que se adentra en un amplio y tupido carrascal. Al final de ese camino, a unos veinte minutos andando desde la casa Collada, iremos encontrando sucesivos montones de piedras diseminados por la zona. Al final de ellos, muy cerca del acantilado que cae en vertical sobre el río Ésera, se encuentran las ruinas de la vieja ermita de San Martín.


San Martín sería un antiguo poblado medieval con funciones de baluarte defensivo. Es muy probable que éste fuera el núcleo originario de la actual Perarrúa y corresponda a la Petra Rubea citada en varios documentos medievales. Manuel Iglesias Costa, en su famoso libro sobre el arte románico en el Alto Aragón oriental, cita tres documentos de principios del siglo XII, durante los reinados de Alfonso I y Ramiro II, en los que aparece San Martín de Perarrúa. El propio Iglesias destaca la presencia de varios escribanos y notarios procedentes de Perarrúa en las cancillerías reales aragonesas a lo largo de buena parte de esa centuria.


De la antigua ermita de San Martín sólo ha quedado una parte de los muros de la nave rectangular y el tramo más oriental de la bóveda de cañón más próximo al ábside. Éste, tras su desplome, fue sustituido por un tabique de piedra, probablemente para aprovechar como refugio o abrigo el espacio que quedaba cubierto. Sin embargo, aún pueden distinguirse en el suelo las piedras que constituían la base del antiguo ábside semicircular. Los muros de la ermita que todavía se conservan son bastante gruesos, de sillares grandes y perfectamente alineados. El mejor conservado es el lienzo de poniente. En el meridional se abría la puerta de la ermita, cuyo interior está hoy invadido por las ruinas y la vegetación.


San Martín y el castillo del Mon serían dos antiguos enclaves defensivos sobre el río Ésera, situados en dos morrones sucesivos del escarpado acantilado de su margen derecha. El castillo del Mon tendría posiblemente a la ermita de San Clemente como iglesia castrense de la fortaleza. La ermita actual sería el resultado de las reformas y ampliaciones realizadas posteriormente en el siglo XVI. Entre San Martín y el castillo irían surgiendo más tarde una serie de casas diseminadas que constituyeron la población conocida como el Mon de Perarrúa.


Para atravesar el río Ésera y poder acceder a estos enclaves defensivos existiría algún tipo de puente o paso sobre las aguas desde tiempos muy antiguos. El magnífico puente románico actual parece datar en su mayor parte del siglo XII. Desde entonces, o incluso antes, habría algunas casas en el lado derecho del río, seguramente relacionadas con el cobro de algún impuesto de paso o pontazgo. Se trataría de un pequeño barrio denominado del Pont o del Puente.


De ese mismo siglo XII parece datar la magnífica ermita o iglesia románica de la Virgen de la Ribera, situada en la actualidad en el interior del cementerio de Perarrúa, a las afueras de la población en dirección al sur. Es casi seguro que en este lugar hubiera también desde época medieval un pequeño poblado que respondiera ya entonces a la denominación de la Ribera.


El grueso del caserío del pueblo actual, situado algo más aguas arriba de los núcleos antiguos del Puente y de la Ribera, iría surgiendo en tiempos algo posteriores. La hoy iglesia parroquial, también dedicada a San Martín como la originaria en ruinas, fue construida en el siglo XVIII, aunque parece muy probable que ya hubiera allí algún templo anteriormente. En todo caso, su origen sería bastante posterior a las que actuarían como parroquiales en el periodo románico, es decir, San Martín de Petra Rubea, San Clemente del castillo del Mon y la Virgen de la Ribera.


Quiero terminar este artículo dando las gracias a mosén Joaquín Rivera, cura párroco de Perarrúa, cuyas precisas y amables indicaciones me permitieron encontrar las viejas ruinas de San Martín, a partir de las cuales he podido redactar estas líneas.


Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado en Diario del Alto Aragón

Fotografías: Ruinas de San Martín de Perarrúa -cinco fotos-, puente en el PR-HU49, casa Collada del Mon de Perarrúa, castillo del Mon -cuatro fotos-, ermita de laVirgen de la Ribera, puente románico de Perarrúa y dos panorámicas de Perarrúa -desde el puente y desde el camino del Mon.




UN ENIGMA EN LA BARCELONA DEL XIX


El enigma de la calle Calabria. Jerónimo Tristante. Maeva. 2010. 300 páginas.

Jerónimo Tristante (Murcia, 1969), profesor de biología en un instituto de su región natal, se ha convertido en los últimos años en uno de los escritores más apreciados por los lectores de novelas de intriga y de misterio de nuestro país. Tristante es el creador del detective decimonónico Víctor Ros, protagonista de sus libros El misterio de la casa Aranda y El caso de la viuda negra. Tras el éxito obtenido el pasado año con 1969, el escritor murciano ha publicado recientemente El enigma de la calle Calabria, la tercera aventura del sagaz y carismático inspector madrileño.

Si en las dos novelas anteriores Víctor Ros resolvía sendos misterios en Madrid y Córdoba, en esta ocasión el prestigioso detective se desplaza a Barcelona para investigar la extraña desaparición de un acaudalado hombre de negocios de la ciudad. La historia transcurre en 1881, un momento en que la capital catalana vive una verdadera ebullición económica y cultural en medio de una rápida expansión urbanística. Tristante enmarca su relato en una magnífica ambientación histórica, resultado, sin duda, de un minucioso trabajo de documentación. En las páginas del libro se muestran la Barcelona burguesa y la Barcelona obrera, la del Liceo y la de las míseras chabolas, la de los grandes negocios y la de los vicios ocultos envueltos en disimulo y corrupción, la jornada laboral de doce horas y la explotación sexual producto de la pobreza extrema, el final de la Renaixença y la extravagancia transgresora del primer Modernismo.

El libro cuenta una historia a la vez trepidante y truculenta, con muchos elementos de la novela gótica y del folletín decimonónico. Un relato de secuestros misteriosos, supuestos endemoniados, niñas raptadas, psicópatas de sexualidad ambigua, vampirismo moderno, vicios inconfesables y drogas de la época. Una narración de intriga y misterio, con continuos sobresaltos y diferentes pistas a seguir. En un duelo a muerte entre el bien y el mal, el detective Víctor Ros debe enfrentarse a un enemigo a su altura, malvado y sanguinario hasta el extremo, escurridizo y astuto, que le obligará a emplearse a fondo y a utilizar todas sus artimañas.

Víctor Ros tiene mucho de Sherlock Holmes, pero goza de personalidad propia. Es inteligente y racional, lógico y deductivo, utiliza la ciencia -en la novela se sirve incluso de la geología- para desentrañar misterios de apariencia irresoluble y se enfrenta con energía tanto a la superstición como al poder que protege a quienes tienen dinero. Su lado más tierno y humano aflora ante el pequeño Eduardo, un golfillo de arrabal que le recuerda su propio pasado de pobreza y desarraigo.

Aunque a veces roce el paroxismo sangriento, la novela, muy bien construida, logrará enganchar a los lectores que disfruten con la acción, el misterio y los sobresaltos continuos.

Carlos Bravo Suárez

jueves, 13 de enero de 2011

SUEÑOS Y PESADILLAS

El sueño del celta. Mario Vargas Llosa. Alfaguara. 2010. 464 páginas.

Mario Vargas Llosa es uno de los más grandes escritores en lengua española de los últimos tiempos. La reciente concesión del Premio Nobel de Literatura supone un merecido reconocimiento a una trayectoria literaria impecable. El sueño del celta constituye hasta el momento el último eslabón de una brillante carrera y una novela que está a la altura de las mejores narraciones del gran escritor peruano.

El sueño del celta cuenta los últimos trece años, de 1903 a 1916, de la vida del irlandés Roger Casement, un polifacético y controvertido personaje histórico que, a principios del siglo XX y como diplomático del gobierno británico, viajó al Congo y la Amazonía para comprobar el trato que recibían los nativos que trabajaban en la extracción del caucho. El idealismo de Casement, convencido de la necesaria labor moral y civilizadora del colonialismo occidental en los países pobres y atrasados, sufrió un duro revés al confirmarse con creces las denuncias del maltrato al que se sometía en ambos lugares a unos indígenas forzados a trabajar en un régimen casi esclavista para saciar la codicia sin límites de las compañías europeas. En la novela se dibujan sendos retratos escalofriantes de las condiciones de vida en la selva congoleña y la región del Putumayo peruano. Extraídos de los minuciosos informes realizados en su tiempo por el propio Casement, constituyen un auténtico descenso a los infiernos, una verdadera pesadilla que muestra los aspectos más negativos y crueles de la condición humana.


Otro aspecto interesante y fundamental en el libro es la conversión de Casement al nacionalismo irlandés y su papel en la sublevación que se produjo en Dublín en la Pascua de 1916 aprovechando el estallido de la Primera Guerra Mundial. Casement, que había sido nombrado sir por el gobierno de Londres, a partir de su experiencia en el Congo pasa a considerar a Irlanda como una colonia más del imperio británico y a idealizar de una manera casi mística el pasado y las tradiciones de la tierra de su madre. Su exaltación patriótica le llevará incluso a aliarse con los enemigos de Inglaterra con tal de ver cumplido su sueño nacionalista.


El aspecto más oscuro y aún hoy bastante enigmático del personaje es su vida sexual, plasmada en unos diarios cuya autenticidad resulta dudosa. Las experiencias que en ellos se cuentan parecen más bien la sublimación de unos deseos obligadamente reprimidos en una época y unas circunstancias en que llevarlos a efecto resultaba bastante complicado.


La novela está perfectamente estructurada en tres partes –el Congo, la Amazonía e Irlanda- y, como no podía ser de otra manera, perfectamente narrada y escrita. Vargas Llosa consigue, sobre todo, sacar a la luz las contradicciones y paradojas de las sociedades y los seres humanos y, en el caso de Casement, mostrar toda la complejidad del personaje. Porque, como se dice al final del relato tomando una cita del escritor José Enrique Rodó, “un hombre es muchos hombres”.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 9 de enero de 2011

UN PASEO DESDE OBARRA A CALVERA Y CASTROCID




El paseo que propongo en este artículo es un sencillo recorrido a pie por los orígenes del antiguo Condado de Ribagorza. Se trata de una fácil excursión de unos seis kilómetros, considerando sólo la ida, que desde el monasterio de Obarra nos lleva primero al pequeño pueblo de Calvera y después al despoblado de Castrocid. En este breve recorrido, visitamos algunos de los enclaves y lugares donde tuvo su inicio, en los siglos finales del primer milenio, esa pequeña entidad ribagorzana que constituyó uno de los embriones del Reino de Aragón. Andando poco más de una hora, visitamos cinco iglesias románicas de distinto tamaño e importancia y observamos los vestigios, aún en pie, de un palacio abacial y de uno de los antiguos castillos que custodiaban lo que fue, durante largo tiempo, un pequeño reducto montañoso cristiano en el lejano norte de la España musulmana.

A lo largo del itinerario propuesto, encontraremos unos cuantos paneles explicativos que aportan una interesante información sobre los principales aspectos históricos y arquitectónicos de los lugares visitados. Desde el antiguo monasterio de Obarra hasta Calvera, el camino transita por el GR-18.1, uno de los senderos de gran recorrido que atraviesan la comarca de la Ribagorza. Este tramo del camino está incluido además en la reciente señalización de la Ribagorza Románica, un proyecto común entre las comarcas homónimas y vecinas de Aragón y Cataluña. De Calvera a Castrocid se va por una pista agrícola en cuyo arranque hay un panel explicativo. Obarra se encuentra a 1000 metros de altitud, ascenderemos hasta los 1207 de Calvera y terminaremos en los 1200 en que se halla Castrocid.


A Obarra se llega por la carretera A-1605 que se inicia en Graus, cuarenta kilómetros más al sur. Si ascendemos por esta vía remontando el curso del río Isábena, poco antes de llegar al antiguo monasterio podemos dejar el vehículo a nuestra derecha, en un pequeño ensanche de la carretera, y desde allí iniciar nuestra excursión a pie.


Obarra, cuyo significado etimológico parece ser “hondura entre rocas”, es, desde el punto de vista histórico, artístico y espiritual, uno de los lugares más importantes de la Ribagorza. Situado en la margen izquierda del río Isábena, justo a la entrada del congosto del mismo nombre, también llamado de la Croqueta, conserva la magnífica iglesia románica de Santa María, la pequeña ermita también románica de San Pablo, las ruinas del antiguo palacio abacial y el edificio de un antiguo molino convertido hoy en albergue veraniego para escolares. Desde la carretera se accede al conjunto citado a través de un puente moderno que imita al gótico que, situado pocos metros más arriba, fue arrastrado por una riada en 1963.


La documentación medieval del monasterio obarrense se remonta al siglo IX. Tuvo una importancia capital en los orígenes del Condado de Ribagorza, sufrió las consecuencias de la acometida de al-Malik en el año 1006, se recuperó con el sibilino abad Galindo, vivió posteriores años de esplendor, se convirtió en priorato dependiente de la abadía sobrarbense de San Victorián y sufrió largos siglos de abandono en los que consiguió mantener en pie buena parte de sus construcciones antiguas.


Para conocer más detalles sobre este destacado lugar de nuestra historia, recomiendo la lectura de los sucesivos paneles informativos que desde la carretera irá encontrando el visitante. Sobre los detalles artísticos de las dos construcciones religiosas que alberga, hay amplias referencias en cualquiera de los libros dedicados al románico aragonés. Para un mayor conocimiento de la rica historia del monasterio de Obarra, el lector puede consultar el libro monográfico de Manuel Iglesias Costa titulado “Obarra”, publicado en 1975 por el CSIC y el Instituto de Estudios Pirenaicos.


Detrás de la ermita de San Pablo, encontraremos la tablilla que señala el comienzo del camino que nos llevará desde Obarra hasta Calvera. El sendero, bastante limpio y fácil de seguir, se inicia ascendiendo por terreno húmedo y frondoso, entre un bonito bosque de arces y quejigos. Al cabo de un rato, saldremos a un terreno más abierto donde el camino converge en una vieja pista. Enseguida llegaremos a un collado y veremos a nuestra derecha una balsa y, en lo alto de un cerro, el cementerio de Calvera. El pueblo aparecerá poco después a nuestra izquierda. Para acceder a él seguiremos en esa dirección la carretera en la que desemboca nuestro camino. Calvera, verdadera atalaya sobre el Isábena, es un pequeño pueblo cuyo caserío ha sido en buena parte recuperado en los últimos años. En lo alto del lugar destaca la casa Castell, con restos de lo que fue un importante castillo medieval. Por su importancia estratégica y como origen del condado, esta zona estuvo en tiempos antiguos fuertemente fortificada. A la entrada del congosto, muy cerca de Calvera, se situaban los antiguos castillos medievales de Ripacurtia y Pagá, de los que no quedan vestigios. El primero de ellos, citado en las crónicas como “castro ripacurtiense”, fue probablemente lugar de residencia de los primeros condes ribagorzanos.


El lugar más interesante de Calvera es su iglesia parroquial de San Andrés, situada en la parte baja de la localidad. Reformada en épocas sucesivas, conserva algunos elementos del estilo románico lombardo en el que fue construida en el siglo XI. Los arcos apuntados que se observan en su interior parecen anunciar ya la proximidad del nuevo estilo gótico. La restauración llevada a cabo a principios de los años 80 devolvió al templo buena parte de su belleza y esplendor.


Descendiendo a la carretera de entrada al pueblo, en mitad de una curva, encontramos el arranque de la pista que en una media hora nos lleva a Castrocid. Aproximadamente a mitad de camino, desviándonos a la izquierda y en medio de un campo de labor, se encuentra la ermita de Santa María de Calvera, conocida también como la cuadra de Carrera, por ser, desde los tiempos de la desamortización de Mendizábal, propiedad de esta casa del pueblo que la viene usando como establo y almacén agrícola. Al parecer, pudo haber antiguamente aquí un pequeño poblado. Santa María de Calvera parece el proyecto inacabado de una iglesia de tres naves de las que sólo encontramos el absidiolo de la nave septentrional. En la construcción pueden observarse otros elementos románicos, algunos de ellos bastante originales y poco frecuentes.


Retornando al camino, llegamos en pocos minutos a Castrocid, lugar hace décadas abandonado y hoy en ruinas. Su iglesia está separada del caserío y se halla protegida por un peñasco donde probablemente hubo, así parece indicarlo el nombre del pueblo, un antiguo castillo, tal vez “el castro de la sierra de Sis”. La iglesia de Castrocid es románica de una sola nave, con el ábside orientado al este y casi pegado a la roca. En su fachada oeste y sobre la puerta de entrada se levanta una espadaña de doble ojo. El interior está encalado, tiene dos capillas laterales y conserva en su altar mayor restos de un viejo retablo de madera.


Obarra, Calvera y Castrocid, junto con los vecinos Ballabriga, Morens, Beranuy, Pardinella, Biascas de Obarra y el despoblado Raluy, constituyen el municipio de Veracruz, nombre inventado por un antiguo secretario como homenaje a la película homónima en la que aparecía su admirada Sara Montiel.


La excursión propuesta en estas líneas nos permite conocer algunos de los lugares en los que, hace ya más de mil años, el viejo condado de Ribagorza inició su larga andadura por la historia.
Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón)

Imágenes: El conjunto monumental de Obarra visto desde el paso de la Croqueta, Santa María de Obarra, ermita de San Pablo, panorámica de Obarra, panorámica de Calvera -dos fotos-, San Andrés de Calvera, Santa María de Calvera -tres fotos- y San Cristobal de Castrocid -tres fotos-. (Fotografías hechas en la primavera de 2010)

sábado, 8 de enero de 2011

SENDER MÍSTICO Y FILOSÓFICO


La esfera. Ramón J. Sender. P.U.Z. Colección Larumbe. 2010. 460 páginas.

Prensas Universitarias de Zaragoza, a través de la colección Larumbe, sigue ofreciendo al lector sucesivas ediciones críticas de la obra de Sender. A finales del pasado año, en una edición preparada por el profesor Francis Lough, se publicó La esfera, una novela que en muchos aspectos supone un punto de inflexión en la extensa narrativa del escritor altoaragonés.

El origen del libro es Proverbio de la muerte, una novela publicada en México en 1939 y reeditada en Buenos Aires en 1947 con el título de La esfera. Sender introdujo numerosos cambios en el relato en sus ediciones en inglés de 1950 y 1951. Estas modificaciones fueron recogidas en su nueva publicación en español en 1969, en un texto que el autor consideró definitivo y que sigue la reciente edición de Larumbe.

La esfera
no es una novela de lectura fácil. Aunque su versión definitiva corresponde a la madurez de Sender, su origen se sitúa en un momento crucial de su vida, cuando debe abandonar su país tras la derrota en la guerra civil, la pérdida de su mujer y el hundimiento de casi todos sus principios políticos y literarios. El escritor de Chalamera se aleja de anteriores contenidos más sociales y “realistas” y adopta un nuevo tono lírico y filosófico, dentro de unos presupuestos estéticos muy cercanos al expresionismo. Así lo indica el propio autor en una nota a la edición de 1969: “El propósito de La esfera es más iluminativo que constructivo, y trata de sugerir planos místicos en los que el lector pueda edificar sus propias estructuras”.


El personaje principal de la novela es
Federico Saila, citado casi siempre por su apellido, que se corresponde con la lectura al revés de la palabra Alias. Saila escapa de Barcelona poco antes de la toma de la ciudad por los franquistas y, conduciendo un autobús de locos huidos de un sanatorio, llega a la frontera francesa. En el puerto de El Havre, el exiliado se embarca con dirección a América con el deseo de suicidarse. El viaje en el Viscount Gall con unos extraños personajes, la mayoría meras caricaturas y otros, como El Jebuseo, locos visionarios, constituye el grueso de la narración.

Sender defiende en la novela un conocimiento que él denomina ganglionar, esto es, poético, irracional e intuitivo, que proporciona una visión más completa de la realidad absoluta que cualquier enfoque exclusivamente racional o empírico. Saila es “un hombre sin persona, sin máscara, todo ganglios. El hombre y la hombría son cosa de ganglios. El cerebro es un tumor, una enfermedad y de él nace la idea sobre uno mismo: la persona. Pero esa idea diferencial de uno (la persona, la máscara) es lo que nos individualiza y separa, mientras que los ganglios nos funden con la sustancia”.


Novela difícil, de lectura densa y muy espesa por momentos, que debe leerse como una alegoría con un sentido filosófico y una interpretación abierta.

Carlos Bravo Suárez

jueves, 6 de enero de 2011

EL CER SUBE UN BELÉN A LA CIMA DEL TURBÓN


El Centro Excursionista de la Ribagorza colocó un pequeño belén en la cima del pico Turbón, a 2492 metros de altitud. Siete miembros del CER ascendieron el pasado sábado 18 de diciembre a la cima de esta mítica montaña, emblema y faro de la Ribagorza y símbolo del grupo excursionista con sede en Graus. En una ascensión más dura de lo esperado por la abundancia de nieve helada que obligó al uso de crampones a los participantes en buena parte del itinerario, los miembros del CER alcanzaron la cima a la una del mediodía de una jornada soleada pero bastante gélida en la parte alta de la montaña. A las cinco de la tarde los excursionistas regresaron a Las Vilas del Turbón, localidad de la que habían salido a las nueve de la mañana tras su desplazamiento en coche desde Graus.

http://www.centroexcursionistaribagorza.com/

domingo, 2 de enero de 2011

JOAQUÍN COSTA EN LA BIOGRAFÍA DE UNAMUNO


Joaquín Costa y Miguel de Unamuno, de cuyas muertes en 1911 y 1936 se cumplen ahora cien y setenta y cinco años respectivamente, son dos verdaderos gigantes de la cultura española de los últimos siglos. Dieciocho años mayor que el escritor bilbaíno, nuestro gran polígrafo altoaragonés era ya una figura relevante y respetada en la escena intelectual española cuando Unamuno se dio a conocer a finales del siglo XIX. Es indudable que en esos años, y como ocurrió con otros escritores de la denominada generación del 98, Costa ejerció una influencia más o menos apreciable en algunos aspectos del pensamiento -ya desde sus inicios siempre rebelde, original y diferenciado- del joven Unamuno. La compleja personalidad de éste, la evolución de su ideario y la fluctuación de sus opiniones a lo largo de su vida hicieron que sus apreciaciones sobre Costa fueran unas veces de admiración y acuerdo y otras de rechazo y crítica manifiesta.

La relación entre estos dos colosos de las letras hispanas ha sido objeto de algunos interesantes estudios en el pasado reciente. El más destacado es el libro “Costa y Unamuno en la crisis de fin de siglo”, de Manuel Tuñón de Lara, publicado por Cuadernos para el Diálogo en el ya lejano 1974 y nunca reeditado desde entonces. Mucho más breve es el artículo “Joaquín Costa y Miguel de Unamuno, afinidades y discrepancias”, del profesor Rafael Rubio Latorre, aparecido en la revista “Argensola” en 1990 (nº 104, pags. 235-246). Más general es la obre ya clásica de Rafael Pérez de la Dehesa “El pensamiento de Costa y su influencia en el 98”, editado en 1966. Dentro de las “Obras completas” del propio Unamuno figuran los dos ensayos monográficos que don Miguel dedicó a Costa poco después de la muerte del pensador altoaragonés: “Sobre la tumba de Costa” y “La soledad de Costa”, publicados por vez primera en 1911 y 1913 respectivamente.


A finales de 2009 la editorial Taurus publicó la extensa y largamente esperada biografía de Miguel de Unamuno escrita por los profesores franceses Colette y Jean-Claude Rabaté. Tal vez el libro, siendo una obra encomiable en muchos aspectos, no ha respondido del todo a las expectativas creadas antes de su aparición. Por lo que se refiere a Costa, no son muchas las referencias que se le dedican en sus páginas. Me detendré en este artículo, con obligadas limitaciones de espacio, en algunas de esas referencias, añadiendo en algún caso otras observaciones que sobre determinados episodios han aportado otros estudiosos de estas dos grandes figuras de las letras españolas.


La primera referencia a Costa en el libro de los Rabaté se enmarca dentro del episodio de la movilización de muchos de los intelectuales más prestigiosos del momento para evitar que se hiciera efectiva la condena a muerte del anarquista y pensador catalán Pere Corominas. Tras el brutal atentado del Corpus de 1896 en la calle Cambios Nuevos de Barcelona, se desencadenó una intensa represión sobre los elementos anarquistas de la ciudad que culminó en el llamado proceso de Montjuich. Entre las diversas sentencias a muerte de un proceso lleno de irregularidades y deseos de escarmiento a cualquier precio, figuraba la de Pere Corominas, un joven escritor de ideas anarquistas, pero totalmente alejado de las corrientes violentas de ese movimiento tan presente en la España de aquel tiempo. Tanto Costa como Unamuno, que denominó a Corominas como un anarquista platónico, intervinieron a fondo para evitar que la sentencia se hiciera efectiva. Las intervenciones de ambos han sido muy bien estudiadas por George J. G. Cheyne y Carles Bastons respectivamente en dos espléndidos ensayos breves publicados en los pasados años noventa (1). En su vehemente defensa de la inocencia de Corominas, Costa llegó a escribir una dramática carta al entonces gobernador civil de Barcelona Eduardo Hinojosa y Unamuno hizo lo propio con el mismísimo presidente del gobierno Antonio Canovas. Finalmente unos y otros lograron conmutar por el exilio la pena de muerte a Corominas, quien mantuvo posteriormente una fructífera relación intelectual y epistolar con algunos de sus salvadores.


La segunda referencia a Costa en la reciente biografía de Unamuno es también muy breve y se refiere a la colaboración del vizcaíno en un amplio estudio sobre el derecho consuetudinario español realizado a finales del siglo XIX. Se trata de un ambicioso proyecto dirigido y coordinado por el aragonés en el que participaron algunos de los mejores historiadores y estudiosos de la época. Costa encargó a Unamuno, a pesar de ciertas discrepancias entre ambos, el apartado del estudio referido a las provincias vascongadas, particularmente a Vizcaya. Esta colaboración ha sido bien estudiada por Eloy Gómez Peyón en su ensayo “Unamuno y la antropología social”, publicado en 1998 (2). Costa y Unamuno utilizaron en sus trabajos metodologías de investigación algo distintas. Ambos llevaron a cabo una rigurosa labor de campo, aunque tal vez el bilbaíno aportó un mayor soporte teórico a su estudio. El trabajo, ampliación de otro anterior, fue editado en 1902 con el título de “Derecho consuetudinario y economía popular de España”. Esta colaboración fue recordada con entusiasmo por Unamuno en un discurso de homenaje a Costa pronunciado en el Ateneo de Madrid en 1932.


La mayor parte de las referencias a Costa en la biografía escrita por Colette y Jean-Claude Rabaté están relacionadas con la cuestión agraria y el caciquismo. Al referirse a la situación del campo en España, Unamuno suele estar de acuerdo con muchas de las tesis del aragonés, aunque el vascongado realizó también agudas críticas a algunos aspectos del libro “Oligarquía y caciquismo”. Tanto Costa como Unamuno se muestran influenciados en este tema por las teorías del economista estadounidense Henry George, bastante en boga en aquellos años. Ambos coinciden también en que la desamortización agraria del siglo XIX fue en general una medida completamente desastrosa para el campo español.


Aunque el diagnóstico sobre la sociedad española finisecular es en ambos casos negativo, Unamuno rechaza las metáforas médicas costistas del “cuerpo enfermo” para referirse a la sociedad española y del “cirujano de hierro” como salvador del país. Coincide, eso sí, con Costa en que la solución del problema de España estriba en la educación: “No se trata, a mi parecer, de curar a un enfermo, sino de educar a un bárbaro”. Pero, tal vez paradójicamente, Unamuno tiene más confianza en el pueblo llano que el propio Costa, quien en muchos momentos lo considera como un menor de edad necesitado de tutela. Sin embargo, hay algo de influencia costista en el libro “En torno al casticismo” y también en el famoso concepto unamuniano de “intrahistoria”. Y, aunque Unamuno llegó a afirmar que Costa no era verdaderamente europeísta, podría pensarse que ambos defendían un europeísmo que no olvidara la idiosincrasia propia y el estudio profundo del pueblo español y sus costumbres. Si la revolución de 1868 quedó prácticamente en nada fue porque sin acabar con el caciquismo el grito de libertad servía de bien poco. Todo quedaba en la mera superficie, sin penetrar apenas en la profundidad de la intrahistoria que permaneció inalterada en sus aspectos principales.


Tanto Costa como Unamuno criticaron siempre la pantomima democrática de la Restauración, lo que el vizcaíno denominó con acierto elecciones de “encasillado y amaño”. Sin embargo, los dos entraron en política y se presentaron como candidatos a las elecciones en alguna ocasión. La experiencia fue frustrante para ambos. En el caso de Costa, nunca pudo con el caciquismo imperante, el mal endémico del país que él tanto denunció y combatió y cuya existencia, junto a la de la oligarquía gobernante, hacía inviable cualquier tipo de libertad. En cuanto a Unamuno, tras su paso fugaz por el socialismo español retornó a su espíritu indomable y rebelde de siempre. Esta magnífica cita que tomo íntegra del libro de los Rabaté muestra bien a las claras su carácter: “”Habría de formarse uno, un partido, en torno a mi nombre, y disentería de él. Por espíritu de herejía. Todo menos el dogma. ¿Y partido? ¡Partido, no, nunca! Siempre entero. ¿Y hay mejor modo de estar entero que quedarse solo? Diez hombres, cien hombres, mil hombres, cien mil hombres, pueden formar partido, pero un hombre solo no es partido”.


Costa y Unamuno son dos personalidades arrolladoras, dos hombres a veces contradictorios por su irreducible espíritu libre, dos pozos insondables de sabiduría y reflexión. Su obra y su pensamiento han sido reivindicados por las tendencias políticas más diversas y las filosofías más dispares. Su grandeza estriba, sin embargo, en que ambos son inclasificables y si pueden ser de todos es precisamente porque no pertenecen del todo ni en exclusiva a nadie. En una conferencia en homenaje a Costa celebrada en el Ateneo de Madrid, el propio Unamuno se sorprende, refiriéndose al altoaragonés pero también a sí mismo, de que se puedan exhumar textos de gente para “defenderlo todo, lo uno, lo otro y lo de más allá”.


En este año 2011 de tantas celebraciones, sería muy conveniente que Joaquín Costa y Miguel de Unamuno fueran también recordados como ejemplos de amor al estudio, honradez e independencia. Unos valores poco apreciados y verdaderamente escasos en nuestros tiempos presentes.


NOTAS:


(1) - “La intervención de Costa en el proceso de Monjuich: correspondencia inédita con Pere Corominas y otros”, en "Ensayos sobre Joaquín Costa y su época". George J. G. Cheyne. Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca, 1991, pags. 35-50.

- “Miguel de Unamuno y los anarquistas catalanes”. Carles Bastons i Vivanco. Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, nº 30, 1995, pags. 51-60.

(2) "Unamuno y la antropología social". Eloy Gómez Pellón. Revista de Antropología Social, Nº 7. (Ejemplar dedicado a la Generación del 98), 1998, pags. 23-65.


Carlos Bravo Suárez

(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 26 de diciembre de 2010)