Los
padres de Costa, agricultores cada vez más pobres, apenas han podido ayudarle
en esos años de estudiante universitario en Madrid, aunque al parecer llegaron
incluso a vender una finca para contribuir materialmente a los estudios de su
hijo. El biógrafo del León de Graus, Luis Ciges, con la ayuda de las notas escritas
por el propio Joaquín, describe un dramático cuadro familiar tras una visita
hecha a Graus por el joven universitario en un periodo vacacional.
“El
hogar es todo decrepitud y miseria. El padre, enfermo; el hermano Juan que
ayudaba al Cid, recién muerto de viruelas, envejecida y acabada la madre.
Padre, madre y demás familiares, hacinados en mitad del cuarto que tuvieron
antes, del cual quiere expulsarlos ahora el propietario, que también busca
pleitos negándoles deuda alguna por su trabajo”
Delante
de esta situación, Costa, que ha venido a Graus desde Madrid, se siente
culpable y escribe:
“Acordéme
del gasto loco hecho por nosotros en el viaje de Madrid hasta aquí. No podía
consolarme en la cama; me arrancaba el cabello de la cabeza, me escondía la
cara en las manos como avergonzándome de mí mismo, aun en la oscuridad”. “¡Ay!
¡Quisiera no haber venido! ¡Quisiera no haber estudiado, y que mis manos
ganasen el sustento de mis padres!”
Ante
este panorama familiar, Costa tuvo que pedir de nuevo dinero prestado a quienes
podían ayudarle, entre otros a su tío Salamero, con quien cada vez mantenía
mayores diferencias políticas y religiosas. Al joven Joaquín le molestaba mucho
que su tío se vanagloriara ante los demás de las ayudas que prestaba a su
sobrino. Tener que pedir dinero a él y a otros le producía un enorme
sufrimiento. Su obsesión con no deber nada a nadie le llevaba a apuntar todos
los préstamos recibidos en esos días con la intención de devolverlos en cuanto
pudiera hacerlo.
Por
fin, las cosas mejoraron algo y el ya licenciado en Derecho y Filosofía y Letras empieza a trabajar en la
universidad como profesor supernumerario. Sin embargo, en 1875,
Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre
de Enseñanza, es apartado de la
Universidad de Madrid por sus ideas krausistas y liberales.
Costa, que siente gran respeto y
admiración por su antiguo maestro, se solidariza con Giner y renuncia a su puesto
de profesor. Él mismo explica su frustración en su diario:
"¡Pero qué
desventurada criatura que soy! Cuando al cabo he llegado a auxiliar, cuando se
acerca junio, y con él el derecho de ser jurado en tribunales de examen y sacar
50 o 60 duros, voy a tener que renunciar al título de profesor
supernumerario".
Decide presentarse entonces
a las oposiciones para Oficiales Letrados de la Administración Económica
y obtiene el segundo puesto. Por real orden del 12 de septiembre de 1875, fue
nombrado oficial letrado para la provincia de Cuenca. En ese mismo mes, perdió
el premio extraordinario del Doctorado de Filosofía y Letras frente a Menéndez
Pelayo, en una decisión que Costa siempre consideró injusta. Por estos años, su
gran aspiración era convertirse en catedrático de la Universidad y hacia
ese empeño orienta su futuro laboral. Sin embargo, la institución universitaria
estaba en aquel tiempo dominada por los sectores más conservadores que
postergaban a quienes tenían fama de liberales o krausistas. Aunque, pasado el
asunto Giner, nuestro paisano fuera propuesto por dos veces para convertirse en
catedrático y tuviera para ello más méritos que nadie, el decreto que dejaba en
manos del ministro la designación de este cargo entre una terna de candidatos le
cerraba cualquier posibilidad real de lograr su deseo. Esto supuso sin duda una
gran injusticia y privó a la
Universidad española de contar con los servicios de una de
las mejores mentes de la época. Desengañado
y sin esperanzas, el altoaragonés abandonó definitivamente sus aspiraciones
universitarias para trabajar primeramente como oficial letrado, después como
abogado y más tarde como notario.
En
este relato biográfico del Costa joven voy a referirme ahora a un episodio de
su vida que tuvo para él una gran importancia en el plano humano y sentimental.
Fue su frustrado amor por la joven oscense Concepción Casas.
Hasta
la aparición de Concha Casas en sus notas y en su epistolario hay pocas y casi
irrelevantes referencias a mujeres en la vida de Joaquín Costa. Cuando está en
París, habla de comprarle unos pendientes a una tal Pilar, que algunos creen
podría ser la hija de Don Hilarión. El propio Costa estima como imposible esa
relación por ser él pobre y rica su pretendida.
Sin embargo, se percibe ya
en el joven estudiante una imperiosa necesidad de amar y una dificultad en
encontrar correspondencia a ese sentimiento. En 1868, escribe con la típica
grandilocuencia romántica:
"¡Amor, amor! ¡Dicha!
¡No huyáis de mí! ¿Qué mal os he causado? ¡Ah! No me escuchéis, no: es preciso
que sufra, es preciso que mi alma se vea torturada. ¡Amor, amor! ¡Habías de ser
tú verdugo! ¡tú! ¡Ay! ¿De qué te sirve el amar? Amas, sí, amas intensamente,
pero sólo el vacío, el horrible vacío responde a tu amor... (...)".
En 1870, Costa anota en su
Diario la admiración que siente por Isabel Palacín, a quien siempre llamó
Elisa: "¡Bellísima mujer! ¡corazón sensible!". Isabel es la mujer de
su amigo y protector Teodoro Vergnes (o Bergnes, como a veces se le cita) y por
ello no se permite nunca llevar más allá esa atracción platónica. Como se sabe,
más tarde, cuando ella quedó viuda, de las relaciones entre Joaquín y Elisa
nacería Pilar Antígone, única hija del escritor y jurista, a la que sin embargo
nunca reconoció públicamente.
Por esos años, primera
mitad de los setenta, cobra cierta relevancia en la vida del polígrafo la
presencia de otra mujer: Fermina, que, como Pilar, aparece siempre en sus
diarios sólo con su nombre de pila. Se trata de Fermina Moreno, a la que Costa
conoció en casa del canónigo don Modesto de Lara, de quien era prima y
doméstica en ese momento. En su Diario, Costa añade significativamente la frase
"and his wife". Fermina era mayor que Joaquín y entre ambos surge una
relación de ternura que el escritor parece considerar más como materno-filial
que como ninguna otra cosa. Costa la tiene como "mujer de gran talento y
exquisita sensibilidad", y ambos se confiesan sus penas y sus
preocupaciones. Ella siempre cree en él y le ayuda a no caer en el desánimo por
su pobreza; él la consuela cuando su primo el canónigo la abandona y deja sola.
Cheyne no cree que la relación fuera más allá y reprocha a Ciges y a Olmet que
en sus respectivas biografías del altoaragonés dejen entrever que hubo algo más
entre ellos que una amistad que se fue paulatinamente enfriando.
Pese
a estas breves y poco consistentes referencias anteriores a otras mujeres, puede
decirse casi con total seguridad que Concepción Casas fue el primer y probablemente
el único gran amor en la vida de Joaquín Costa. Veamos qué ocurrió entre ambos
y por qué ese amor no pudo llegar a materializarse nunca.
A finales de agosto de
1876, Joaquín asistió en Graus a la boda de su hermana Martina y a su regreso a
Cuenca, donde trabajaba como oficial letrado, hizo una parada en Huesca, donde
conoció a Concepción Casas, a la que él llamará casi siempre Concha. Ella, hija
del médico Serafín Casas, de una conocida familia oscense, tenía dieciocho
años; él iba a cumplir los treinta en el mes de septiembre. Costa tenía el propósito
de acercarse a Madrid, donde Francisco Giner de los Ríos le había ofrecido ser
profesor en la Institución Libre
de Enseñanza y sumar así un complemento a su sueldo de letrado. Logró el
traslado a San Sebastián y más tarde a Guadalajara, acercándose de este modo a
su objetivo en la capital de España. Sin embargo, inesperadamente, Costa aceptó
una vacante como letrado en Huesca. El motivo no era otro que no haber podido
olvidar a Concepción y querer acercarse a ella.
En junio de 1877, "El
Diario de Huesca" se hace eco de la llegada a la ciudad de "uno de
los hijos de la provincia que más la honran". Costa publicó varios
artículos en dicho diario y desarrolló una activa vida social en la capital oscense.
Contra sus austeras costumbres, gastó en ropa, bailes, teatros y conciertos más
de lo que podía, y frecuentó los domicilios de algunas familias acomodadas,
como los Casas y los Tolosana. Todo por estar más cerca de Concha y lograr la
aceptación de su familia. Pero a la fama de su inteligencia y su talento,
pronto se unió la desconfianza y el rechazo de algunos sectores de la ciudad
hacia su racionalismo y sus ideas krausistas. También se criticó que no
asistiera con regularidad a las misas de las fiestas de guardar. Ello no pasó
desapercibido a la familia Casas, de condición muy religiosa y conservadora.
Pronto Joaquín pasó de la euforia a la amargura, y vio cómo el amor con que
Concepción parecía corresponderle empezaba a tener que superar obstáculos cada vez
más difíciles de franquear.
Carlos Bravo Suárez
Artículo publicado hoy en Diario del Alto Aragón
Imágenes: Graus y Huesca a finales del siglo XIX
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