“Los vivos y los m(íos)”, José Cruz, Publicaciones de la ADE, Madrid, 2008.
Aunque el teatro es uno de los tres grandes géneros literarios, sus diferencias con la narrativa y la poesía son notables. Sobre todo porque todo texto teatral está pensado para su posterior representación escénica y es en ésta cuando alcanza su verdadero valor artístico. Por ello, salvo los libros de los grandes autores clásicos, los textos teatrales no suelen tener demasiados lectores, y algunos de ellos no se publican hasta que no han sido antes llevados a la escena. No es el caso de “Los vivos y los m(íos)”, del joven dramaturgo madrileño José Cruz, texto dramático que ha sido editado por la Asociación de Directores de Escena de España (ADE) y que ha obtenido el IV Premio Lázaro Carreter de Literatura Dramática 2008, convocado por el Centro Dramático de Aragón.
Se trata de una tragedia ambientada en un remoto pueblo al que llega una joven con la intención de enterrar en su cementerio las cenizas de su abuelo que transporta en una maleta. Las fuerzas vivas del lugar –encarnadas por el cura, el alcalde y el boticario-, y en general el conjunto de sus habitantes, se opondrán tajantemente a las pretensiones de la muchacha. Su llegada devuelve al presente unos hechos violentos ocurridos en el pasado que se han convertido en tabú para la población. La presencia de la joven rompe la monotonía y la tranquilidad de un pueblo que prefiere callar y olvidar unos sucesos cuyo recuerdo sólo produce incomodidad.
Aunque la obra puede hacer pensar en un determinado episodio trágico de nuestra historia reciente, lo mejor del drama es que pretende trascender los datos geográficos e históricos concretos para buscar una dimensión más universal y absoluta. Ya desde su título, con esa sustitución de los “muertos” por los “míos”, el texto puede entenderse como un alegato contra cualquier exclusivismo. Es muy cierto, sin embargo, que en la historia de nuestro país, y no sólo en un episodio determinado ni en una única dirección, han predominado con frecuencia posiciones excluyentes que llevan a la división entre los propios y los otros y crean un maniqueísmo casi siempre pernicioso para la sociedad.
En ese afán de superar lo concreto, hay en la obra una ausencia absoluta de nombres propios, tanto topónimos como antropónimos. Está concebida para ser representada por seis actores y un coro de voces. Los personajes son el joven, la vieja, la muchacha, la mujer, el muchacho, el cura, el alcalde y el boticario. Los tres últimos deben ser representados por el mismo actor. Las intervenciones de los personajes son breves, en la mayoría de los casos de una escueta oración simple. Sin embargo, con este lenguaje tan desnudo y un cierto esquema de corte clásico, se logra una atmósfera tan densa y asfixiante que conduce inexorablemente a la tragedia final.
Es de esperar que a esta obra sucedan otras aún mejores de su joven y prometedor autor.
Carlos Bravo Suárez
Aunque el teatro es uno de los tres grandes géneros literarios, sus diferencias con la narrativa y la poesía son notables. Sobre todo porque todo texto teatral está pensado para su posterior representación escénica y es en ésta cuando alcanza su verdadero valor artístico. Por ello, salvo los libros de los grandes autores clásicos, los textos teatrales no suelen tener demasiados lectores, y algunos de ellos no se publican hasta que no han sido antes llevados a la escena. No es el caso de “Los vivos y los m(íos)”, del joven dramaturgo madrileño José Cruz, texto dramático que ha sido editado por la Asociación de Directores de Escena de España (ADE) y que ha obtenido el IV Premio Lázaro Carreter de Literatura Dramática 2008, convocado por el Centro Dramático de Aragón.
Se trata de una tragedia ambientada en un remoto pueblo al que llega una joven con la intención de enterrar en su cementerio las cenizas de su abuelo que transporta en una maleta. Las fuerzas vivas del lugar –encarnadas por el cura, el alcalde y el boticario-, y en general el conjunto de sus habitantes, se opondrán tajantemente a las pretensiones de la muchacha. Su llegada devuelve al presente unos hechos violentos ocurridos en el pasado que se han convertido en tabú para la población. La presencia de la joven rompe la monotonía y la tranquilidad de un pueblo que prefiere callar y olvidar unos sucesos cuyo recuerdo sólo produce incomodidad.
Aunque la obra puede hacer pensar en un determinado episodio trágico de nuestra historia reciente, lo mejor del drama es que pretende trascender los datos geográficos e históricos concretos para buscar una dimensión más universal y absoluta. Ya desde su título, con esa sustitución de los “muertos” por los “míos”, el texto puede entenderse como un alegato contra cualquier exclusivismo. Es muy cierto, sin embargo, que en la historia de nuestro país, y no sólo en un episodio determinado ni en una única dirección, han predominado con frecuencia posiciones excluyentes que llevan a la división entre los propios y los otros y crean un maniqueísmo casi siempre pernicioso para la sociedad.
En ese afán de superar lo concreto, hay en la obra una ausencia absoluta de nombres propios, tanto topónimos como antropónimos. Está concebida para ser representada por seis actores y un coro de voces. Los personajes son el joven, la vieja, la muchacha, la mujer, el muchacho, el cura, el alcalde y el boticario. Los tres últimos deben ser representados por el mismo actor. Las intervenciones de los personajes son breves, en la mayoría de los casos de una escueta oración simple. Sin embargo, con este lenguaje tan desnudo y un cierto esquema de corte clásico, se logra una atmósfera tan densa y asfixiante que conduce inexorablemente a la tragedia final.
Es de esperar que a esta obra sucedan otras aún mejores de su joven y prometedor autor.
Carlos Bravo Suárez
No hay comentarios:
Publicar un comentario