La ninfa inconstante, Guillermo Cabrera Infante, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2008.
Si no hubiera muerto en 2005, Guillermo Cabrera Infante cumpliría ahora 80 años. El escritor cubano dejó dos de las mejores obras de la literatura hispanoamericana del pasado siglo: Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. A finales de 2008 se publicó La ninfa inconstante, una novela póstuma que algunos han situado a la altura de los dos títulos citados. No creo que esta novela alcance realmente la cima que lograron aquéllas. En cualquier caso, La ninfa inconstante es una de las obras más destacadas de su autor y participa de casi todas las características de su universo literario.
La novela cuenta la breve relación de un verano entre el narrador y Estela, una niña que aún no ha cumplido los dieciséis años. El mejor relato sobre las relaciones entre un hombre maduro y una “nínfula” es, sin duda, Lolita, de Vladimir Nabokov. Sólo en el tema coincide esta novela genial con la de Cabrera Infante. La ninfa inconstante no tiene en ningún momento ni la intensidad dramática ni la atmósfera densa de la obra de Nabokov. Las pretensiones de ambas novelas son también diferentes, como lo son sus respectivos finales.
Sin embargo, La ninfa inconstante sirve al escritor cubano para mostrar el amor y la devoción que siempre sintió por su ciudad, La Habana, que vuelve a ser aquí la verdadera protagonista de la novela. El narrador recorre sus calles y avenidas, sus cafés y locales nocturnos, paseando o en máquina de alquiler, como son llamados los taxis. De nuevo La Habana jaranera y bulliciosa anterior a 1959, aunque en algunas páginas del libro ya se vislumbra la revolución. El escritor parece desear su llegada, pero ya sabemos que luego las cosas cambiarían para él. Desde su exilio londinense Cabrera Infante recreó palmo a palmo la ciudad que tanto quiso y tanto añoró en la distancia.
Y además de La Habana y de algunos elementos autobiográficos están los otros dos amores del novelista: el cine y los boleros. Y está sobre todo su estilo inconfundible, su personal manera de escribir. Aquí más que nunca se suceden los juegos de palabras, los equívocos, las paronomasias, las rimas internas, las aliteraciones. Casi hasta la saciedad. Incluso en los diálogos entre los dos protagonistas, casi siempre inverosímiles y absurdos. Toda la novela es un continuo ejercicio literario, una exhibición de ingenio léxico, un juego permanente con el lenguaje y las palabras.
En esta novela póstuma, la personal literatura de Guillermo Cabrera Infante se muestra tal vez en su estado más puro y genuino.
Carlos Bravo Suárez
Si no hubiera muerto en 2005, Guillermo Cabrera Infante cumpliría ahora 80 años. El escritor cubano dejó dos de las mejores obras de la literatura hispanoamericana del pasado siglo: Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. A finales de 2008 se publicó La ninfa inconstante, una novela póstuma que algunos han situado a la altura de los dos títulos citados. No creo que esta novela alcance realmente la cima que lograron aquéllas. En cualquier caso, La ninfa inconstante es una de las obras más destacadas de su autor y participa de casi todas las características de su universo literario.
La novela cuenta la breve relación de un verano entre el narrador y Estela, una niña que aún no ha cumplido los dieciséis años. El mejor relato sobre las relaciones entre un hombre maduro y una “nínfula” es, sin duda, Lolita, de Vladimir Nabokov. Sólo en el tema coincide esta novela genial con la de Cabrera Infante. La ninfa inconstante no tiene en ningún momento ni la intensidad dramática ni la atmósfera densa de la obra de Nabokov. Las pretensiones de ambas novelas son también diferentes, como lo son sus respectivos finales.
Sin embargo, La ninfa inconstante sirve al escritor cubano para mostrar el amor y la devoción que siempre sintió por su ciudad, La Habana, que vuelve a ser aquí la verdadera protagonista de la novela. El narrador recorre sus calles y avenidas, sus cafés y locales nocturnos, paseando o en máquina de alquiler, como son llamados los taxis. De nuevo La Habana jaranera y bulliciosa anterior a 1959, aunque en algunas páginas del libro ya se vislumbra la revolución. El escritor parece desear su llegada, pero ya sabemos que luego las cosas cambiarían para él. Desde su exilio londinense Cabrera Infante recreó palmo a palmo la ciudad que tanto quiso y tanto añoró en la distancia.
Y además de La Habana y de algunos elementos autobiográficos están los otros dos amores del novelista: el cine y los boleros. Y está sobre todo su estilo inconfundible, su personal manera de escribir. Aquí más que nunca se suceden los juegos de palabras, los equívocos, las paronomasias, las rimas internas, las aliteraciones. Casi hasta la saciedad. Incluso en los diálogos entre los dos protagonistas, casi siempre inverosímiles y absurdos. Toda la novela es un continuo ejercicio literario, una exhibición de ingenio léxico, un juego permanente con el lenguaje y las palabras.
En esta novela póstuma, la personal literatura de Guillermo Cabrera Infante se muestra tal vez en su estado más puro y genuino.
Carlos Bravo Suárez
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