I
Tras veinte años en tierras catalanas, hace ya casi cinco que regresé a Ribagorza para trabajar como profesor en el I.E.S. Baltasar Gracián de Graus y para volver a vivir en esta tierra. Cuando llegué al instituto, me pidieron que diera una pequeña charla - embrión de la primera parte de otra dada después en la Casa de la Cultura de la capital ribagorzana y de esta serie de artículos - dirigida a los alumnos del centro; así lo hice, y eso me permitió realizar un ejercicio de memoria personal, que no necesariamente de nostalgia. Además, pensé que mis recuerdos podían servir de ejemplo para observar la evolución y los cambios producidos en la educación y en la enseñanza y, de fondo, en la sociedad en general, en nuestra comarca en las últimas décadas. Me disculparán, pues, si escribo sobre mí mismo, aunque en realidad mi papel en este recorrido sólo pretende ser el de un mero acompañante por los tiempos que en esta comarca me correspondieron vivir.
Yo nací en Torres del Obispo, pequeña localidad ribagorzana próxima a Graus, a cuyo municipio hoy pertenece. Fueron mi infancia y mi adolescencia las de un chico de pueblo en una época en que la postguerra comenzaba a quedar atrás y se iba notando una lenta modernización, si bien todavía muy lejos de los cambios que, a gran velocidad, se produjeron años más tarde. Comencé a estudiar en la primera mitad de la década de los sesenta en dicho pueblo, cuando en él había una escuela con un maestro para los chicos o "zagals" y una maestra para las chicas o "zagalas"; entre unos y otras sumaríamos entonces no menos de cincuenta alumnos. ¡Qué tristeza produce ahora ver esa escuela cerrada y en un lastimoso abandono por falta de niños en el pueblo! ¡Qué silencio, salvo en verano, reina hoy en aquellas calles por las que corríamos en tropel y alegre bullicio cuando salíamos de la escuela! Por esos años de mis inicios escolares, se produjo también el comienzo de una sangrante despoblación a causa de la emigración masiva a las ciudades industriales, en este caso, sobre todo, a Barcelona y alrededores. Ello coincidió, como bien se sabe, con la mecanización del campo, que hizo innecesaria la abundante mano de obra requerida hasta entonces para las tareas agrícolas, y que pasó a ser necesaria en los nuevos focos industriales creados en determinadas zonas de España. Esta comarca ribagorzana, como tantas otras de la España rural, vio partir a gran parte de sus habitantes en esa masiva emigración. En pocos años la despoblación fue galopante; sin embargo, como he dicho, cuando yo empecé a asistir a la escuela de Torres del Obispo, todavía éramos muchos los niños del pueblo. Recuerdo perfectamente aquella escuela, con sus roídos pupitres de madera, aún con sus agujeros para encajar en ellos el tintero que nosotros ya dejábamos de usar, pero cuya tinta anterior había dejado indelebles manchas sobre sus viejas superficies; y recuerdo sus antiguos mapas, físicos y políticos, y su crucifijo en la desconchada pared, tras la mesa del profesor.
Tampoco he olvidado a todos aquellos que en ella fueron mis maestros. El primero, Don Eugenio, - que nosotros pronunciábamos Donugenio, todo junto, comiéndonos la "e" inicial- sólo tardó un año en jubilarse. Aún me parece ver a su mujer, Doña María, entrar cada mañana en la escuela con un vaso de leche y unas galletas para su marido. Las energías y travesuras de una treintena de chavales de entre cinco y catorce años desbordaban sus ya escasas fuerzas para gobernarnos. Pienso ahora en aquellos maestros y maestras rurales con sueldos de miseria, con viviendas casi siempre mal equipadas - en Torres en el mismo edificio de la escuela- y teniendo que dar todos los cursos y todas las asignaturas a la vez - eso sí, no tantas como ahora- a un conjunto de muchachos, todos revueltos, bastante traviesos, - "trafegaus" dicen en mi pueblo - y algo asilvestrados por las circunstancias. Recuerdo cómo la escuela quedaba medio vacía en épocas de recolección porque muchos alumnos tenían que ayudar a los padres en los trabajos del campo. El maestro ponía cara de resignación cuando un alumno le decía que al siguiente día no iría a la escuela porque tenía que ir a "apacentar las ovejas" o a "ayudar a coger almendras". Creo que Don Eugenio se sentiría aliviado al jubilarse y librarse por fin de nosotros. Vivió después, hasta su muerte, bastantes años en el pueblo y era frecuente encontrarse con su figura, aún ágil, paseando por los alrededores del lugar con paso todavía ligero y moviendo con garbo su bastón. Era famoso, y a veces objeto de burla, por su estricta aplicación de una férrea economía ahorrativa, - su máxima favorita era "orden y economía" - que con toda seguridad tuvo que poner en práctica para no sufrir en propias carnes aquella terrible sentencia que lo dice todo sobre la situación de los maestros de aquel tiempo: "pasar más hambre que un maestro escuela". En fin, ahora, con el paso de los años, no puedo sino recordarlo con cariño y rendir homenaje en su figura a todos aquellos esforzados maestros que intentaban, y muchas veces conseguían, enseñar en una situación de penuria generalizada en todos los aspectos.
Vinieron al pueblo, tras Don Eugenio, otros maestros más jóvenes, que duraban poco tiempo en él, buscando quizás otros destinos menos inhóspitos y remotos. Los recuerdo a todos por sus nombres, con su incuestionable e inseparable "don" delante; uno de ellos encontró allí novia y, a causa de sus cortejos, casi siempre demoraba su llegada a la escuela, provocando sus tardanzas gran alegría y regocijo entre nosotros, que aprovechábamos para subirnos a sillas y pupitres y desmadrarnos a espuertas, excepto el encargado de vigilar su llegada, quien desde su puesto de guardia y al grito de "¡que viene!", frenaba en seco nuestro descontrol y nos devolvía a la seriedad y a las caras de no haber roto nunca un plato más absolutas. Pero no todos los recuerdos son amables ni gratos, también vienen a mi mente los frecuentes castigos físicos de todo tipo: coscorrones, bofetadas, azotes con la regla en la palma de la mano, en las puntas de los dedos y en los muslos que dejaban al descubierto nuestros pantalones cortos en primavera, las largas estancias de rodillas sobre el frío suelo que se clavaba en nuestros huesos y, de manera habitual con Don Manuel, los castigos encerrados - "los zagals s´han quedau encerraus"- en la escuela durante horas después de terminado el horario normal. Recuerdo, ahora con cariño, aunque entonces ponía en entredicho mi reputación ante los compañeros que se burlaban de mí por ello, cómo más de una vez, mi abuela, ante la previsión de que el castigo como de costumbre se prolongara hasta la noche, llamaba a la puerta de la escuela y, con la mayor amabilidad y sin el menor reproche, le decía al maestro que "me subía una chaqueteta no fuera a ser que me enfriara al salir".
Y eso me lleva a recordar el frío de los largos inviernos, las escarchas matinales, las orejas y los pies helados, y la estufa de leña con su largo caño en forma de "ele" presidiendo el aula. Los mismos alumnos nos encargábamos de alimentar de leña aquella vieja estufa; cada día, cada uno de nosotros llevaba a la escuela su pequeño tronco de leña, su "tizón", y ¡ay del que se olvidara!, porque el maestro, con cajas destempladas, le hacía volver a su casa a buscar el "tizón" que le correspondía aportar al montón de leña que se apilaba ordenada en la entrada de la escuela. El "tizón" matinal, en los días de invierno, era tan sagrado como el "Ave María Purísima" o el "usted lo pase bien" que repetíamos uno tras otro en un retahíla musical, día tras día, al entrar y al salir de la escuela en la más estricta fila. A veces, el caño de la estufa se rebelaba y la escuela se llenaba de humo hasta que conseguíamos hacerlo tirar como debía, entre el alboroto general y en medio de un concierto de toses exageradas que el maestro tardaba en lograr extinguir. Como tardaba en apagar y hacer volver al punto de partida nuestro estudio en voz alta de las lecciones, que iba aumentando de volumen hasta convertirse en un desaforado concierto de voces que ponían música a la lista de los ríos de España o de las capitales europeas, que más tarde éramos incapaces de repetir si no era con el correspondiente acompañamiento musical.
No puedo olvidar algo que hoy nos parece tan alejado y que entonces era habitual: la estricta y severa separación por sexos en la escuela, mucho más severa que en la calle. Recuerdo que chicos y chicas compartíamos el patio, aunque nuestro espacio de recreo estaba separado por una pequeña acequia que lo cruzaba y dividía en dos partes casi iguales; los chicos jugábamos a un lado, las chicas lo hacían al otro y nadie osaba traspasar aquella línea fronteriza. Aquella pequeña acequia tenía para nosotros el mismo poder disuasorio que un foso lleno de hambrientos cocodrilos en un castillo medieval. Cuando nos hicimos un poco mayores, los niños podíamos ir a jugar al fútbol a las eras próximas a la escuela. Recuerdo las porterías, hechas con dos montoncitos de piedras, y los desniveles del suelo sobre el que corríamos, todos en un montón, detrás de la pelota; en uno de los laterales de la "era gran o de arriba"- el campo de juego de los mayores, los pequeños jugaban en la "era chica o de abaix"-, había un estercolero ("femero") y a veces alguno de nuestros patadones arrojaba sobre él la única pelota de que disponíamos y había que intentar sacarla de allí con alguna caña larga o lanzándole piedras que la acercaran a la superficie seca; eso, en ocasiones, consumía casi todo el tiempo de un recreo, por no hablar del olor y el aspecto de la pelota rescatada y sus efectos sobre nuestra higiene, ya de por sí un tanto descuidada.
II
Llegaban también los meses del rosario y de las flores - octubre y mayo -, con la obligada asistencia a los rosarios de la tarde en la iglesia, que cortaban de cuajo nuestros juegos callejeros. Doña Pilar, la maestra de la escuela de niñas de Torres del Obispo, controlaba la asistencia y exigía un silencio absoluto y la observancia de la debida compostura durante los oficios religiosos; y más valía no exponernos a sus enfados, que hasta el propio maestro temía. Como algunos de estos maestros no se quedaban en el pueblo durante los fines de semana, era ella la que vigilaba nuestro comportamiento en la misa dominical, y los lunes no respirábamos tranquilos hasta que no veíamos que, por suerte, no estábamos incluidos -¡ay de los que lo estaban!- en la lista que entregaba al maestro con los nombres de los que el día anterior habían cometido uno de los mayores delitos posibles: enredar en misa. Tampoco he olvidado las clases de doctrina en la abadía, como se llama en Torres a la casa donde vive el cura, ni la tremenda Semana Santa, con las procesiones, la confesión obligatoria o "cumplimiento" y los sermones de los predicadores que venían de fuera y que, más de una vez, provocaron en mí un miedo atroz y hasta pesadillas con sus descripciones terroríficas del infierno y del demonio.
Las celebraciones religiosas, de diferente cariz y condición, jalonaban el año, y las horas pasadas en la iglesia, a veces sudando, otras tiritando y con los pies helados, fueron muchas. Navidad, San Antonio y San Sebastián - con las ventas o subastas de los productos recogidos en las casas del pueblo- , La Candelera, San Blas, Miércoles de Ceniza, la citada Semana Santa, la Ascensión - cuando se celebraban las primeras comuniones -, el Corpus - con los llamados monumentos en las diferentes calles de la población -, San Juan y San Pedro - con las hogueras nocturnas para las que recogíamos los días previos trastos viejos para quemar en esas noches de una magia especial -, Santiago y Santa Ana - la fiesta mayor, que esperábamos y preparábamos desde que empezaba el verano; ¡qué expectación se despertaba en nosotros con la llegada de la orquesta ("las trompas", decían los mayores ), y con los primeros pasacalles!; eran días de estreno y verdaderamente únicos en el calendario anual -, la Virgen de Agosto, la Virgen de las Ventosas - sin duda la más divertida, con la romería, que en los primeros años hacíamos andando y después todos los jóvenes en el remolque de un tractor con "pacas" de paja como asiento, hasta la ermita rupestre situada en un hermoso paraje entre rocas en el término de Puyvert y donde concurrían por aquel tiempo gentes de Torres, de Aler, de Castarlenas, de Benabarre y hasta de Juseu, según creo recordar; "la juventud", como nos decían, comíamos siempre bajo la gratificante sombra de una gran carrasca que ya teníamos para nosotros reservada de un año para otro- , y, cerrando el ciclo, la Purísima, segunda fiesta o de invierno, con el frío y el baile en el viejo salón que se abarrotaba de gente en esos días.
Volviendo a la escuela, la de los chicos tardó algún tiempo en disponer de servicios - todavía no había agua corriente en el pueblo- y teníamos que hacer nuestras necesidades fisiológicas en alguna era, a la intemperie, buscando algún rincón donde no pudiéramos ser vistos y expuestos al crudo frío invernal. Para orinar era más sencillo, pues teníamos reservado un rincón detrás de la propia escuela, en sus paredes posteriores, que ya habían sufrido una clara erosión por la reiterada sucesión de nuestros desahogos. Recuerdo el azoramiento que se apoderaba de nosotros en los primeros días de escuela al pedirle al maestro que nos dejara salir, y el intento de suavizar mediante eufemismos ("puedo ir a hacer de cuerpo") las expresiones tabú que usábamos sin complejos entre nosotros.
Podría recordar muchas anécdotas de esos primeros años de escuela, y no me resisto a añadir aquella que vivimos varios de los chicos del pueblo cuando una tarde, esperando para entrar, pasó una caravana de camiones de color verde que despertó nuestra curiosidad. Alguien dijo que eran petroleros y que iban a buscar petróleo por los alrededores del pueblo. Sin pensarlo dos veces, olvidados de la hora, tomamos la carretera de Benabarre, convencidos de que enseguida nos encontraríamos con aquellos vistosos y, para nosotros, exóticos camiones; anduvimos un buen rato seguros de que a la siguiente curva aparecerían ante nuestra vista, pero eso nunca ocurría y cada vez estábamos más lejos del pueblo. La decepción se tornó en miedo cuando recordamos que era hora de estar en la escuela. Volvimos con inquietud creciente y el temor al castigo del maestro y de nuestros padres hizo que decidiéramos escondernos en una de las eras de los alrededores del pueblo. En éste, la alarma fue en aumento: no habíamos estado en la escuela, nadie nos había visto, nadie sabía nada de nosotros y la preocupación era grande. Finalmente, y para alivio de todos, fuimos descubiertos y volvió a reinar la tranquilidad, aunque nada nos libró de las sucesivas regañinas y castigos de los que ingenuamente habíamos pretendido escapar.
Y un día llegó el momento de empezar el Bachillerato, que entonces se iniciaba a los diez años y estaba repartido en los cuatro cursos del Bachillerato Elemental y los dos del Superior más la Reválida, en nuestro caso ya sustituida por el nuevo COU. Éramos muy pocos en el pueblo los que podíamos o queríamos estudiarlo. Mis padres siempre quisieron que yo lo hiciera, aunque eso les supusiera esfuerzos y sacrificios económicos importantes: pero, como para otros en la misma situación, el problema era que para estudiar Bachillerato tuviéramos que salir del pueblo, era complicado y costoso tener que enviarnos tan pronto fuera de casa. Por suerte para todos, cuando llegó el momento, nuestros padres alcanzaron un acuerdo con el nuevo maestro del lugar y él accedió a prepararnos como alumnos libres sin tener que salir de la localidad. Aquel maestro fue el más importante para mí; siempre lo recordaré; se llamaba Don Emilio y creo que era de un pequeño pueblo llamado Fuendecampo. Él despertó en mí un interés por el estudio que ya nunca he abandonado, me dio confianza, me animó a estudiar y aplicó unos nuevos métodos pedagógicos, sin recurrir nunca al castigo físico que hasta entonces había sido bastante habitual. Cuando terminaba su jornada escolar con los alumnos de la Enseñanza Primaria, a las seis de la tarde, nos recibía en su casa - recuerdo cómo, más de una vez, hacía su cena mientras repasaba nuestras lecciones -, para prepararnos como alumnos libres a los cinco únicos chicos del pueblo que cursábamos entonces el Bachillerato. Mientras tanto, durante el día, estudiábamos en nuestras respectivas casas; yo lo hacía casi siempre, al menos durante el largo invierno, en la cocina de la mía, junto a aquella cocina económica que había sustituido hacía poco a la de tierra y que años más tarde sería a su vez sustituida por la de butano, y mientras mi madre trajinaba por la casa o preparaba la comida cuya elaboración, con sus ruidos y sus olores, acompañaba mis esfuerzos por aprender las materias que estudiaba.
La cocina, como en tantas casas pirenaicas, era el núcleo vital de la nuestra - en invierno salir de ella significaba entrar en el reino de los fríos -, y aunque luego fue reformada, recuerdo, con todos los detalles, aquel espacio en el que pasé tantas horas, desde las negras arandelas concéntricas de la citada cocina económica hasta el aparador sobre el que descansaba uno de aquellos primeros aparatos de radio, que todavía conservo como una valiosa pieza de museo y que, si la actividad lo permitía, me acompañaba en mi tarea o me procuraba algún pequeño descanso en el estudio, con aquellas mañanas de canciones dedicadas en Radio Huesca, el omnipresente "parte" en los mediodías y el muy bien sintonizado "aquí Radio Andorra". A mi casa, como a la mayoría de las del pueblo, todavía no había llegado la televisión, que en un principio sólo tuvieron el bar y algunas pocas familias del lugar. Recuerdo cómo se llenaba aquel bar, sobre todo los sábados por la noche o las tardes de toros o de fútbol; todo el pueblo acudía a lo que eran verdaderos acontecimientos sociales para los que hacía falta colocar hileras de bancos que dieran cabida a toda aquella concurrencia. Los niños, en las tardes de vacaciones, íbamos por las pocas casas que disponían de televisión para pedir que nos dejaran ver las películas o aquellas series de las tardes de domingo que nos entusiasmaban, como "Bonanza" o "El Virginiano". Aún me parece oír aquella pregunta - "¿que mos dejan subí a ve la tele?"- a la que esperábamos ansiosos una respuesta afirmativa que cuando no se producía nos frustraba enormemente y nos obligaba a continuar con nuestra peregrinación. En algunas casas siempre acababan entonces mismo de fregar y no podíamos pisar el suelo, en otras nunca acababan de comer y en el bar solíamos terminar haciendo demasiado ruido y molestando y nos mandaban a la calle.
Pero volviendo al Bachillerato y al abnegado Don Emilio, nuestra condición de alumnos libres de un pueblo pequeño nos obligaba a examinarnos en Huesca - aunque creo recordar que algún año ya lo hicimos en Graus -, en una de las contadas ocasiones en que salíamos del pueblo. Nos lo jugábamos todo a una carta en un solo examen de toda la materia de cada asignatura, sin ningún tipo de evaluación trimestral o parcial y ante unos profesores examinadores que nunca nos habían visto antes ni sabían nada de nuestra trayectoria anterior. A pesar de los nervios que esa situación nos producía, nuestro esfuerzo y la buena preparación que nos proporcionaba nuestro maestro siempre obtuvieron brillante recompensa, y volvíamos al pueblo dispuestos a disfrutar de las vacaciones de verano, con los baños en el río y las largas noches en la calle, saboreando una libertad que nos llenaba de vida y de alegría.
III
Pero un día las cosas cambiaron para los alumnos de Bachillerato del pequeño pueblo de Torres del Obispo y para nuestra desgracia Don Emilio, el maestro que nos impulsó a estudiar, no recuerdo bien si porque fue trasladado o porque necesitaba un merecido descanso con más tiempo libre para otras cosas, dejó de poder ocuparse de nosotros. En nuestras familias volvió a cundir el pánico; para nuestros padres, y para nuestras madres, sobre todo, todavía era un drama que tuviéramos que salir del pueblo. Por fin, y tras insistir en ello, el cura párroco, Mosén José Escalona, persona amante de los libros - en su casa tenía muchos y de variados temas - y de la cultura, del que guardo un buen recuerdo como hombre muy abierto para su época y su condición, y sin ninguna pretensión de adoctrinarnos - aún lo veo arremangándose su sotana para jugar con nosotros a la pelota en el frontón o trinquete del pueblo -, casi como una obra de caridad, y como último y único remedio, accedió a prepararnos para tercero de Bachillerato. Ahora ya no estudiábamos en nuestra casa sino en la suya - la abadía -, que convertimos en nuestro campo de acción.
Mosén José sólo pudo aguantarnos un año; creo que aquél coincidió con el momento máximo de nuestras energías que se desbordaban en forma de continuas travesuras. Teníamos doce o trece años y estábamos en nuestro apogeo. Recuerdo muchas y variadas travesuras en aquella casa y creo que poco faltó para que sólo cinco mocosos volviéramos locos a Mosén José y a su casera, la señora Mercedes, una mujer mayor, casi una anciana, que, ante las muchas ausencias del párroco que debía atender varios pueblos, se ocupaba de nosotros buena parte del tiempo y de cuya ingenuidad abusábamos engañándola sin piedad. Recuerdo, como ejemplo, que en la "falsa" o "perche" de la casa - así se llama en el pueblo al último piso, el más alto - había un pequeño conejar cerrado por una tela metálica con una pequeña puerta, donde Doña Mercedes criaba algún conejo y, como a la mujer le costaba mucho subir las escaleras hasta allí, nosotros nos ofrecíamos para darles comida a los animales. Cuando entrábamos en el conejar, buscábamos a los conejos en aquellos "cados" o madrigueras de obra, hechos con yeso y tejas, y los soltábamos por el resto de la "falsa", empezando una competición - como si de un nuevo deporte se tratara - hasta ver quién los cogía primero. Así pasábamos largo rato, y como Doña Mercedes, en su despiste senil, no medía bien el tiempo, cuando alguna vez nos decía que tardábamos mucho, le respondíamos que se nos había escapado un conejo y que nos había costado bastante poder cogerlo. Hasta algunas botellas de licor, que estaban guardadas en un armario del comedor y que un día descubrimos en nuestras incursiones por todos los rincones de la casa, rebajaron algo su nivel. Fue un verdadero milagro que aquel año aprobáramos el curso.
Para el curso siguiente, cumpliríamos los catorce años, edad que entonces se consideraba prácticamente la frontera de la adolescencia, ya seríamos casi mayores y, además, se había puesto en funcionamiento el nuevo instituto de Graus, en la placeta de la Compañía. Iríamos a Graus a seguir nuestros estudios. Pero entonces las cosas eran más difíciles que ahora. Había que resolver varios problemas. En primer lugar, el del desplazamiento: no funcionaba en aquel tiempo ningún tipo de transporte escolar como el actual, y tendríamos que ir y volver cada día con lo que llamábamos el coche de línea, al que todo el mundo conocía como el "ford", porque el primero que había funcionado en ese itinerario era de esa marca y dejó el nombre acuñado para los posteriores. Nosotros, de niños, hacíamos un juego de palabras que nos resultaba divertido y que se ajustaba bastante a la realidad: "el ford e fort" ("el ford es fuerte"). Fuerte tenía que ser, aunque a veces renqueara por la "puyada" de Santo Domingo, para recorrer cada día aquella estrecha y sinuosa carretera, una sucesión interminable de curvas que unía Graus y Benabarre y que según decían en el pueblo por fuerza tenía que haber sido diseñada por algún ingeniero que empinara el codo más de la cuenta. Esa mareante carretera, en poco diferente a tantas otras de nuestra geografía, no fue mejorada en su trazado hasta hace unos pocos años.
Aquel autobús pasaba por Torres a las siete y media de la mañana y no volvía hasta las ocho de la tarde, noche cerrada en invierno. Apenas había coches en el pueblo y no había otro transporte posible - y aún gracias, porque otros pueblos vecinos ni siquiera disponían de autobús de línea que pasara por ellos -. Cuántas anécdotas y recuerdos en aquel viejo autobús. En un principio tenía un conductor y un cobrador-recadero, separados en dos trabajos realizados por personas diferentes y más tarde desempeñados ambos por el propio chófer. Mucha gente usaba aquel autocar que, principalmente los lunes, registraba unos llenos completos. La gente bajaba al mercado a Graus a primera hora de la mañana y no volvía hasta la noche. Ha quedado en mi memoria olfativa el penetrante olor a trufa que impregnaba hasta el último rincón del autobús muchos de aquellos lunes. Los truferos llevaban su valiosa mercancía al importante mercado grausino en medio de un secretismo absoluto de unos para con otros; se hacían bromas y comentarios, pero yo creo que nadie sabía la cantidad de trufas que los demás llevaban en sus zurrones: era un mundo misterioso del que aquel fortísimo y penetrante olor era la única constancia. Recuerdo también que, en Pueyo de Marguillén, subía al autocar un buen número de chicas que iban a trabajar a los dos talleres textiles existentes entonces en Graus: San Fertús y el conocido como "Los cueros". Nosotros, en nuestra rudeza, las hacíamos enfadar algunas veces diciéndoles que trabajaban en cueros. Los chicos nos sentábamos casi siempre al fondo del coche y, a menudo, aprovechábamos para fumar a escondidas nuestros primeros cigarrillos: una vez provocamos un pequeño incendio que hizo caer sobre nosotros una tremenda bronca del conductor que cortó así de raíz aquella mala y peligrosa costumbre. Por la tarde, íbamos a la taquilla, situada junto al bar Lleida, a sacar el billete, y allí esperábamos la salida del autobús de vuelta, en aquella estación que ver hoy en estado de abandono no deja de producirme cierta pena.
Pero había que resolver aún otro importante problema: ¿dónde estaríamos desde que llegáramos a Graus -a las ocho de la mañana- hasta las nueve o las nueve y media en que empezaban las clases y desde que éstas terminaran hasta que el autobús nos devolviera al pueblo? Y, sobre todo, ¿dónde comeríamos? No había en Graus ninguna residencia para estudiantes, ni comedor, ni nada parecido, para los alumnos del instituto. Al final, se halló una solución. Nuestros padres encontraron una familia de Graus, aunque recuerdo que era originaria y llegada hacía poco de Grustán, que accedió a dejarnos estar en su casa durante las horas mencionadas. En aquella casa, situada en un callejón que iba a dar a la carretera o calle Ángel Samblancat, junto a las entonces Metálicas Grustán, y con aquella familia, comíamos cada día, siguiendo un curioso sistema: con ellos compartíamos su primer plato, mientras que el segundo y el postre lo llevábamos nosotros en una fiambrera que dejábamos en la casa por la mañana y que nos era servida caliente al mediodía. Recuerdo con cariño a aquella familia compuesta por seis mujeres - abuela, madre y cuatro hijas- y un solo hombre. Lamenté la muerte de la abuela recientemente, porque, en mi recuerdo, era la imagen de una mujer vigorosa que gobernaba la casa con gran energía. De esa manera comimos durante tres años, hasta que, terminado el Bachillerato Superior, fuimos a Barbastro a estudiar COU.
Por las tardes, íbamos a estudiar, y en invierno a estar calientes, a la biblioteca de la plaza Mayor y en ocasiones al domicilio de algún compañero del instituto. Cuando llegaba el buen tiempo y se acercaban los exámenes finales, más de una vez íbamos a Regrustán, lugar - entonces cuidado y bastante frecuentado - parecido al denominado "locus amoenus" o "sitio ideal" por los clásicos, con la sombra de los árboles y el ruido del agua y el canto de los pájaros que casi ahogaba el de los no demasiados automóviles que circulaban entonces por la carretera; apoyábamos los libros o apuntes en las mesas de piedra y encontrábamos allí, en la frescura apacible del lugar, una concentración que el calor nos impedía alcanzar en otros sitios.
En ese momento, el instituto de Graus estaba ubicado en la placeta de la Compañía, donde estuvo funcionando hasta hace pocos años, en que se construyó el actual. Entonces se trataba de un C.L.A. (Colegio Libre Adaptado) y su puesta en marcha, ya unos años antes en los cuarteles, fue una iniciativa fundamental para Graus y toda la comarca, por ello hay que reconocer y valorar el esfuerzo de todos los que trabajaron en él. A mí, después de los años anteriores en el pueblo, me parecía una maravilla. Sobre todo, recuerdo que lo que más me impresionó fue el gimnasio, con sus espalderas, su potro y su plinto; hasta entonces, en el pueblo, hacíamos la gimnasia - más tarde llamada educación física - en alguna era, y la única manera que teníamos de saltar el "potro" era haciéndolo sobre la espalda de un compañero agachado. Visto con la perspectiva de los años y comparándolo con la actualidad, era aquél un centro casi de mínimos. Las carencias se suplían con un gran voluntarismo por parte de todos, los profesores eran pocos y algunos se veían obligados a impartir varias asignaturas, a veces ni siquiera relacionadas entre sí. Siempre he tenido un excelente recuerdo de esa época: los estudios me fueron bien y he creído siempre que los estudiantes que poníamos un poco de nuestra parte salíamos con una más que aceptable formación. Luego, así me lo reconocieron cuando continué estudios en otros lugares. Recuerdo con cariño y aprecio a todos esos profesores. A Don José Naya, que nos hacía fáciles las matemáticas y nos resolvía todos los problemas, por difíciles que fueran, Don Roberto Subirá, Don Alberto, Mosén Joaquín Rivera, que, a media mañana, viendo que mi voraz apetito no podía esperar hasta la hora del recreo, me dejaba comer un poco del bocadillo que traía y sobre cuyo enorme tamaño hacía broma, Aurora Blanco, que fue mi profesora de Lengua y ahora, años después, es compañera de trabajo, y otros cuyos nombres no recuerdo con tanta precisión. En los recreos, subíamos a jugar a fútbol a La viñeta, donde hoy se halla la Residencia de la Tercera Edad y por donde, hacia la Iglesia de San Miguel, realizábamos auténticas incursiones arqueológicas entre los restos de tumbas y huesos que se amontonaban por la zona.
IV
Cómo no recordar aquel primer viaje de estudios por la costa mediterránea que realizamos los alumnos del Instituto de Graus durante el último curso de nuestro Bachillerato Elemental. En él, llegamos hasta Alicante, y el plato fuerte fue la estancia en Benidorm, entonces el no va más de la nueva industria turística española, portadora, por fin, de aires nuevos y nuevas costumbres que sirvieron para arrancar definitivamente al país de su anclaje en una tradición cerrada y cada vez más anacrónica. Nos hospedamos en uno de aquellos nuevos y grandes hoteles, nada menos que siete plantas tenía y un enorme vestíbulo - o debería usar el anglicismo "hall" como, en el colmo de la modernidad, se decía entonces y aún sigue diciéndose -. Hace poco, leí que se había inaugurado en esa ciudad, prototipo de la antiestética arquitectura turística costera, el hotel más alto de Europa, que debe de dejar como diminuto enano a aquel que a nosotros tanto nos impresionó y nos parecía entonces edificio gigantesco. Allí vimos a los turistas extranjeros con sus llamativos atuendos y a unas chicas altas y rubias ante las que nos quedábamos embobados y a las que, por lo mucho que de ellas se hablaba entonces, creíamos a todas suecas escandinavas.
También me acuerdo de nuestras primeras incursiones por los bares de Graus y, en el último curso, de nuestra costumbre - en consonancia con la moda de irse de vinos, que se consolidaba entonces entre los estudiantes, - de acercarnos los viernes por la tarde a una vieja pastelería de la calle Mayor que regentaba un señor, ya casi anciano, a comernos unas pastas acompañadas de unos vasitos de moscatel. O de nuestras primeras bodegas, recuerdo la de Miguel Bonsón en casa Botero, donde algunos amigos compartíamos nuestra afición por la música y los discos. Viene también a mi memoria la tremenda sensación que causó el atentado contra Carrero Blanco y nuestra incipiente, y algo desorientada por nuestra juventud, primera toma de conciencia política, que estaba en el ambiente general e iría en aumento en los siguientes años. También el hacernos mayores nos llevaba a algunos a adoptar las modas del momento en nuestra apariencia externa y modos de vestir. Mi afición a la música rock me llevó a empezar a dejarme el pelo largo y eso provocaba algunos conflictos con las personas mayores: un abuelo de mi pueblo llegó a retirarme la palabra por llevar, según él, "aquellas greñas como si fuera un marrano". A nosotros nos reafirmaba aquella rebeldía y hacía creernos diferentes, cuando en realidad era una moda que se extendió por todas partes. Crecieron también con la edad nuestros deseos de independizarnos, de salir por la noche, de ir a las fiestas de los pueblos. Eso aumentaba, en consecuencia, los conflictos con nuestros padres, quienes, además, veían cómo se incrementaban nuestros gastos. Recuerdo que, para empezar a ganar un dinero para nuestros dispendios personales, un amigo y yo nos fuimos un verano a Benabarre a trabajar en la construcción; al cabo de unos días, y con las manos llenas de callos, decidimos que aquello no era para nosotros. Yo empecé entonces a dedicarme a otra actividad que me proporcionaba algunos ingresos, que seguí realizando durante muchos veranos y para la que estaba mucho más preparado: dar clases particulares de repaso. Algún verano hubo en que llegué a dar, durante algunos días de agosto, ocho horas diarias de las mismas, y nuestra casa parecía una academia con niños entrando y saliendo a todas horas. Había días en los que, antes de empezar esa jornada, a la fresca, como el tipo de trabajo lo exigía, y no habiéndome acostado precisamente pronto la noche anterior, tenía que ir a ayudar a mi padre en el almacén llenando sacos de ordio para hacer una doble pared que permitiera al edificio recibir nuevas cantidades de grano. Recuerdo que, entre el sueño acumulado y el cuerpo no muy bien templado, aquel polvillo de la cebada hacía estragos en mi boca y en mi espalda, y sólo tras una buena ducha y un mejor desayuno lograba ponerme en disposición propicia para iniciar mi actividad como docente ante unos alumnos que, en algunos casos, eran muy poco más jóvenes que yo y traían una cara de sueño aún más acusada que la mía. Sea como fuere, en aquellos años, creo que se fue despertando en mí el gusanillo de la enseñanza que luego se convirtió en vocación y oficio.
Volviendo a los tres años en que estudié en Graus, recuerdo también nuestro desplazamiento anual a Huesca al Instituto Ramón y Cajal para realizar, en dos días, los exámenes finales. Al ser el de Graus, como ya he referido, un Colegio Libre Adaptado, sus profesores no podían evaluarnos y para ello debíamos, cada final de curso, bajar hasta la capital provincial para allí ser examinados de todas las materias por otros profesores y en un único examen final. El desplazamiento a Huesca era todo un acontecimiento para nosotros; nos hospedábamos en el hostal "El Caserío Aragonés", situado junto al coso oscense, y, a pesar de los nervios por los exámenes, la noche que permanecíamos en la ciudad aprovechábamos para hacer una visita a la discoteca "Penny Lane", que entonces estaba de moda.
Acabado el Bachillerato, debía iniciar el nuevo COU, que correspondía ya al nuevo plan de estudios. Como en Graus no podía cursarse, tuve que hacerlo en Barbastro, en el también recién inaugurado Instituto Hermanos Argensola, entonces situado casi a las afueras y hoy engullido por el crecimiento de la ciudad. Por primera vez, hice un curso como alumno oficial, con tres evaluaciones y siendo examinado por los mismos profesores que me daban las clases. Después de la experiencia de todos los cursos anteriores como alumno libre, con este nuevo sistema, y sin que suene a fanfarronada, me parecía imposible no aprobar el curso. Bajábamos a Barbastro el lunes por la mañana, en el repleto autobús de la línea Benasque-Huesca, y volvíamos a subir la tarde del viernes. Durante la semana, nos hospedábamos en un Colegio Menor, en régimen de internado de chicos. Allí convivíamos alumnos procedentes de la Ribagorza, del Sobrarbe y de muchos pueblos del Somontano, y allí, en los inicios de aquel curso, vivimos la muerte de Franco con sentimientos y sensaciones encontradas, pues al temor - casi terror- que nos inculcó el director del centro en una intervención llena de pesar y dramatismo que nos hacía presagiar los peores augurios, algunos oponíamos una cierta, aunque quizás todavía vaga, sensación de liberación y de final de un régimen obsoleto y de inicio de una nueva etapa, más abierta y por fin democrática. Otros, sin embargo, lo único que mostraban era una indisimulada alegría por los días de vacaciones que las jornadas de luto oficial iban a significar para nosotros.
Aprobados COU y Selectividad, cerré una etapa de mi vida. Tras un breve periodo de indecisiones, y de cumplir con el entonces ineludible servicio militar, y como tantos jóvenes de la comarca que deseaban seguir estudios, tuve que desplazarme a otro lugar para poder hacerlo. En mi caso, y también como muchos otros, el sitio elegido fue Barcelona. Allí estudié cinco años en la Universidad; en aquellas vetustas aulas y en los añejos claustros de la Universidad Central, en pleno corazón de la ciudad, procuré no sólo aprobar los sucesivos cursos, sino impregnarme de la atmósfera del viejo saber humanístico. Después, trabajé durante casi quince años en la enseñanza, en varios institutos de Cataluña. La experiencia fue humanamente muy enriquecedora y no hay duda de que, para cualquier joven, estudiar y conocer lugares nuevos abre horizontes y permite ver las cosas desde una perspectiva más amplia. Allí me convencí de que la cultura y la educación son los valores principales. Nunca perdí de vista la comarca de donde procedía, pero tampoco tuve nunca el plan premeditado de volver a ella. Lo hacía siempre, eso sí, por más o menos tiempo, en vacaciones. He disfrutado de la ciudad y he apreciado, y creo que aprovechado, muchas de sus ofertas más interesantes, pero con el paso del tiempo he buscado un ritmo más sosegado y una mayor calidad para mi vida y la de los míos que creía que un pueblo nos podría proporcionar mejor. Creo que la calidad es más importante que la cantidad y que disponer de tiempo para mejorar nuestra vida física e intelectualmente con actividades al aire libre y con lecturas sosegadas proporciona más felicidad que una vida llena de prisas y con muchas posibilidades, pero sin apenas tiempo para realizarlas. Todo ello, por supuesto, cumpliendo también con responsabilidad y dedicación con las obligaciones del trabajo. Determinante fue para tomar la decisión el nacimiento de mis dos hijos; mi mujer y yo observábamos cómo el ritmo al que obliga la vida urbana deja poco espacio para dedicarlo y disfrutarlo con los niños. Vivimos la experiencia como algo por lo que sólo se pasa una vez y queríamos disfrutarlo compartiendo el desarrollo de sus primeros años junto a ellos.
Por todo ello, y algunos motivos más, decidimos intentar el traslado y casi para nuestra sorpresa, por uno de esos momentos oportunos en que a veces se producen las cosas, lo conseguimos. Y aquí llevamos ya casi cinco años, sin que nos hayamos arrepentido de nuestra decisión de volver a estas tierras, de cuyos atractivos, que no son pocos, intentamos, y creo que conseguimos, disfrutar al máximo.
Carlos Bravo Suárez
3 comentarios:
Mi madre era de Lascuarre y a menudo vuelvo allí.
He leído con mucho interés ese resumen de tu vida en el que me he visto reflejado en muchos momentos. También me he emocionado al leer lo de los curas fusilados en Graus(mi tío fue uno de ellos).
Me gusta como escribes.
Por todo ello muchas gracias.
m.a.
Gracias a ti por leer mi blog. Yo voy a veces a Lascuarre y tengo allí varios amigos, a los que te añado.
Un cordial saludo.
Me ha gustado mucho su artículo sobre la escuela de Torres del Obispo. Sus vivencias como alumno en una escuela rural con pocos medios y los esfuerzos de unos maestros volcados a la docencia, me han emocionado. Esas mismas vivencias, aunque unos años antes que usted, también las sufrí por los años 50 en la escuela de Lascuarre, de donde soy hijo.
Un saludo
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