Henry Russell (Toulouse, 1834 - Biarritz, 1909) es sin duda el más famoso de los pirineístas franceses del siglo XIX. A lo largo de su vida ascendió a buena parte de las cumbres pirenaicas y vivió en ellas numerosas aventuras. Una de las más singulares le aconteció en las montañas de Cotiella, cuya cima alcanzó en dos ocasiones, en los veranos de 1865 y 1870. El excéntrico aristócrata franco-irlandés narró esas experiencias en el libro "Recuerdos de un montañero", editado en castellano por Barrabés en 2002. El relato se recoge también en uno de los capítulos de "El Pirineo aragonés antes de Briet" (Prames, 2004), que este diario ha publicado recientemente en forma de coleccionable.
En muchas de sus excursiones por el Pirineo español, cuando dirigía su mirada al sur, Russell se encontraba en el horizonte con el pico Cotiella, "una montaña orgullosa y árida, cuya altura y aspecto africano me intrigaban tanto, que apenas podía resistirme al deseo de subirla". El conde, que desconocía entonces el nombre de aquella cumbre, veía Cotiella "como una especie de esqueleto solitario y lúgubre, apenas cubierto de carnes ardientes, como un viejo volcán que va a apagarse". Las dificultades que se le presentan para alcanzar su objetivo le llevan a pensar que "esa persecución de una montaña imposible de encontrar tiene sin duda grandes encantos, pero amenazaba con ser tan ardua y larga como la búsqueda de una bella idea que se resiste a venir". Sin embargo, el apasionado viajero encontró su anhelada montaña, y el enorme macizo de Cotiella, con su aspecto lunar y su aridez sahariana, fue el marco de una de sus aventuras más inolvidables.
En el verano de 1865 Russell acababa de pasar unos días agotadores en los Montes Malditos cuando decidió dirigirse, en compañía de su fiel porteador Francisco, a la conquista de aquella montaña que aún desconocía. Descendió de Ballibierna a Benasque y en el albergue de Juan se hizo cocer tres tiernas y suculentas piernas de cordero, que - según escribe - le iban a salvar la vida en los horribles desiertos de Cotiella. Bajó hasta Sahún y emprendió el ascenso al puerto homónimo, desde donde vio de nuevo al gigante descarnado que tanto deseaba conquistar y cuyo nombre allí mismo conoció.
Desde el puerto de Sahún se dirigió a otro collado, llamado Las Coronas, que comunica el valle de Gistaín con el de Barbaruens. Entró en una zona caliza, de enorme sequedad, "donde el agua es tan escasa como en Arabia" y donde las sombras brillaban por su ausencia. Por fin, en la base de un pequeño bosque, encontró una buena fuente, muy cerca de donde pastaban unos rebaños vigilados por sus pastores. Russell, tras enviar a su "dócil Francisco" a buscar vino a Barbaruens, decidió tumbarse al sol "como un pachá" y dormir sobre la hierba de aquel lugar dulce y tranquilo. Pero he aquí que, de repente, miles de ovejas furibundas se dirigieron hacia él, dispuestas a embestirlo pese a los desaforados gritos de los pastores que en vano intentan impedirlo. Un poco de sal sirvió para calmar a unas ovejas que llevaban varios días sin tomarla y que engañosamente habían creído que aquel extraño visitante se la iba por fin a proporcionar.
No acabaron aquí los sobresaltos de Russel en aquel lugar majestuoso. Francisco no había regresado y él decidió dormir envuelto en su famoso saco hecho de pieles de cordero. Era el mes de agosto y, aunque estaba a casi 2000 metros de altitud, la temperatura no era fría. En medio de la noche, tres lobos que antes habían husmeado su saco se llevaron un cordero entre sus fauces. Enseguida reaparecieron los pastores que lanzaron sus gritos y sus canes contra los lobos que atacaban su ganado. Una tremenda algarabía de aullidos y ladridos entremezclados resonó largo rato en la inmensa noche de Cotiella.
Al día siguiente -se supone que Francisco había regresado, porque Russell se olvida de él en su relato posterior-, un pastor lo guió hasta el circo de Armeña, "un mar solidificado en medio de una tempestad", donde sorprende al pirineísta la abundancia, en medio de aquel desierto, de "gnaphanallium leontopodium", la famosa edelweis o flor de nieve. Desde allí, por la vía que luego se ha convertido en tradicional, Rusell pudo alcanzar la deseada cima de Cotiella. Con sus 2912 metros, la cumbre "es uno de los observatorios más grandes del Pirineo, y esto, por tres razones: su aislamiento, su gran altura, y su distancia de la cadena principal". Sin embargo, la satisfacción del conde no fue completa: las nubes le impidieron disfrutar del inmenso paisaje y sólo consiguió identificar unas pocas cimas de la cordillera. Cinco años después tendría mejor suerte y podría contemplar sin trabas la magnífica panorámica con que esta esquiva montaña recompensa a quien logra alcanzar su cumbre.
En efecto, en el verano de 1870 Russel volvió a Cotiella. Esta vez acompañado por Lequeutre, admirador y estudioso del Pirineo, y por dos de sus guías preferidos, los hermanos Henri y Célestin Passet. Salieron una mañana de julio desde Gavarnie, donde tomaron provisiones para varios días, "pues en España, a menudo hay que vivir del aire, de pan y resignación". Tenían previsto regresar a Francia por Luchón, pasando antes por Bielsa, Saravillo, Plan y Benasque. Y, claro está, el conde deseaba subir de nuevo a Cotiella. Esta vez desde Saravillo, por la cara noroeste.
Caminaron diez horas desde Gavarnie hasta Bielsa, disfrutando de las incomparables bellezas de esa parte del Pirineo. En Bielsa descansaron en el albergue de Antonio Vidaillet, ubicado en la plaza mayor de la villa. De la posada dice el conde que "era pasable, pues se encuentran truchas, huevos, y dos buenas camas". Tras caminar tres horas llegaron a Saravillo. Encontraron allí una excelente fuente y en la casa Baila se aprovisionaron de truchas frías para el viaje. La inmensa aridez del macizo de Cotiella, que se va descubriendo a su vista, hace que Russell se pregunte si "estas montañas son de los Pirineos o de Arabia". La subida hasta la cumbre resulta más lenta de lo esperado. La alcanzan ya al atardecer y eso les obliga a pernoctar en ella. Sólo Russell tiene su saco de pieles de cordero; los hermanos Passet únicamente llevan sus chaquetas. El ambiente es frío, pero se toman la noche con humor. Sin una nube en el cielo, disfrutan de un magnífico amanecer y del extraordinario panorama que se abre poco a poco ante sus ojos. Luego, sentados en la roca y vueltos hacia oriente, "como los mahometanos frente a La Meca", duermen una hora al sol de la mañana. Henri y Célestin roncan felizmente, mientras Russell y Lequeutre, en estado contemplativo, parecen dos náufragos o dos monjes en total recogimiento.
El descenso es por la cara noreste, por donde Russell había ascendido cinco años antes. Esta vez no encuentran flor de nieve, pero sí otras flores de gran variedad y colorido. Llegan al circo de Armeña y beben de una fuente, cuya agua es "mil veces mejor que todos los vinos del mundo". El cansancio y la falta de sueño les hace desistir de su intención primera de ir a dormir a Plan. Russell recuerda una cabaña junto a un bosque, cerca del collado Coronas, donde estuvo en su excursión anterior. La encuentran y se disponen a descansar y a prepararse la cena. No hay agua por ninguna parte y el vino se ha terminado. Encuentran a un pastor y le ofrecen dos francos si les trae cinco litros de vino desde Plan. El pastor acepta, aunque la distancia del pueblo le hará tardar varias horas. Hacen fuego y disfrutan de la paz del atardecer, a la espera de que la luna llena ilumine el firmamento. Es casi medianoche cuando, resoplando por el esfuerzo, llega el pastor con el vino y pueden por fin cenar.
La noche no es fría, pero Russell y Lequeutre duermen dentro de la cabaña; los hermanos Passett lo hacen al aire libre, junto al fuego de una hoguera. De repente, en la madrugada, son despertados por cuatro hombres de mal aspecto, armados con puñales, un hacha y un fusil. Russell sale soñoliento de la cabaña y en su mal español intenta negociar con ellos. Les ofrece provisiones y una indemnización por haber usado la choza sin su permiso. La respuesta es un disparo cuya bala silba entre Lequeutre y uno de los guías. Russell entra corriendo en la cabaña, coge la pequeña mochila en la que lleva el dinero y, mientras el bandido recarga su fusil, escapa a toda prisa en dirección al bosque. Corre como un poseso, arrastra piedras que caen con estrépito por las laderas y logra esconderse en la oscuridad tras el tronco de un abeto. Oye los gritos y los golpes de bastón de sus perseguidores, cuya presencia siente muy cerca en algún momento. Cuando amanece los ruidos cesan y el asustado conde abandona su escondite y desciende veloz hasta Plan, donde despierta al alcalde y a los carabineros. Éstos envían a un fornido lugareño hasta la cabaña en que Russell y los suyos habían sido asaltados. El conde espera en el pueblo, en la Casa del Sol, agotado y muerto de sueño, pero con los ojos fijos en la ventana, temeroso de que sus amigos hayan sufrido peor suerte que la suya. Al cabo de unas horas, aparecen éstos sanos y salvos con el montañés que había ido en su busca. Lequeutre había sido acorralado por los bandoleros que le robaron su dinero, su reloj y sus anillos. Pese a ello, le prestaron una camisa de franela para combatir el frío y tabaco para calmar sus nervios. Henri Passet se escondió tras un abeto pero acabó siendo descubierto. Uno de los bandidos le puso el hacha en el cuello y le exigió la mochila del conde, donde suponían que estaba el dinero del viaje. Al no lograr ese botín, y tras robarle su reloj, lo dejaron marchar. Su hermano Célestin pasó la noche errando por el bosque y regresó a la cabaña con el día.
En Plan, los agotados viajeros permanecieron dos días declarando y reponiéndose. Recibieron ayuda y ánimos de un grupo de franceses trabajadores de unas minas cercanas. Aunque no logró identificar a sus asaltantes entre las diez personas que fueron detenidas, Russell mostró su agradecimiento al alcalde de Gistaín y a su yerno el alcalde de Plan. Del pueblo, el conde destacó las bondades de la Casa del Sol donde, pagando poco, comieron bien y, algo menos habitual en la zona, durmieron en camas limpias.
En fin, Russell y sus acompañantes, con dos mulos y escoltados por varios carabineros, marcharon de Plan a Benasque por el puerto de Sahún. Comieron en Benasque y durmieron en el albergue que había en el puerto que lleva a Francia, a escasos cinco minutos de la frontera. Se trataba sin duda de la antigua casa Cabellud, situada junto al paso del Portillón. Al día siguiente llegaron a Luchón completando el itinerario previsto. Lo que no estaba en sus planes era vivir las aventuras que aquí, casi ciento cincuenta años después, hemos querido recordar.
En muchas de sus excursiones por el Pirineo español, cuando dirigía su mirada al sur, Russell se encontraba en el horizonte con el pico Cotiella, "una montaña orgullosa y árida, cuya altura y aspecto africano me intrigaban tanto, que apenas podía resistirme al deseo de subirla". El conde, que desconocía entonces el nombre de aquella cumbre, veía Cotiella "como una especie de esqueleto solitario y lúgubre, apenas cubierto de carnes ardientes, como un viejo volcán que va a apagarse". Las dificultades que se le presentan para alcanzar su objetivo le llevan a pensar que "esa persecución de una montaña imposible de encontrar tiene sin duda grandes encantos, pero amenazaba con ser tan ardua y larga como la búsqueda de una bella idea que se resiste a venir". Sin embargo, el apasionado viajero encontró su anhelada montaña, y el enorme macizo de Cotiella, con su aspecto lunar y su aridez sahariana, fue el marco de una de sus aventuras más inolvidables.
En el verano de 1865 Russell acababa de pasar unos días agotadores en los Montes Malditos cuando decidió dirigirse, en compañía de su fiel porteador Francisco, a la conquista de aquella montaña que aún desconocía. Descendió de Ballibierna a Benasque y en el albergue de Juan se hizo cocer tres tiernas y suculentas piernas de cordero, que - según escribe - le iban a salvar la vida en los horribles desiertos de Cotiella. Bajó hasta Sahún y emprendió el ascenso al puerto homónimo, desde donde vio de nuevo al gigante descarnado que tanto deseaba conquistar y cuyo nombre allí mismo conoció.
Desde el puerto de Sahún se dirigió a otro collado, llamado Las Coronas, que comunica el valle de Gistaín con el de Barbaruens. Entró en una zona caliza, de enorme sequedad, "donde el agua es tan escasa como en Arabia" y donde las sombras brillaban por su ausencia. Por fin, en la base de un pequeño bosque, encontró una buena fuente, muy cerca de donde pastaban unos rebaños vigilados por sus pastores. Russell, tras enviar a su "dócil Francisco" a buscar vino a Barbaruens, decidió tumbarse al sol "como un pachá" y dormir sobre la hierba de aquel lugar dulce y tranquilo. Pero he aquí que, de repente, miles de ovejas furibundas se dirigieron hacia él, dispuestas a embestirlo pese a los desaforados gritos de los pastores que en vano intentan impedirlo. Un poco de sal sirvió para calmar a unas ovejas que llevaban varios días sin tomarla y que engañosamente habían creído que aquel extraño visitante se la iba por fin a proporcionar.
No acabaron aquí los sobresaltos de Russel en aquel lugar majestuoso. Francisco no había regresado y él decidió dormir envuelto en su famoso saco hecho de pieles de cordero. Era el mes de agosto y, aunque estaba a casi 2000 metros de altitud, la temperatura no era fría. En medio de la noche, tres lobos que antes habían husmeado su saco se llevaron un cordero entre sus fauces. Enseguida reaparecieron los pastores que lanzaron sus gritos y sus canes contra los lobos que atacaban su ganado. Una tremenda algarabía de aullidos y ladridos entremezclados resonó largo rato en la inmensa noche de Cotiella.
Al día siguiente -se supone que Francisco había regresado, porque Russell se olvida de él en su relato posterior-, un pastor lo guió hasta el circo de Armeña, "un mar solidificado en medio de una tempestad", donde sorprende al pirineísta la abundancia, en medio de aquel desierto, de "gnaphanallium leontopodium", la famosa edelweis o flor de nieve. Desde allí, por la vía que luego se ha convertido en tradicional, Rusell pudo alcanzar la deseada cima de Cotiella. Con sus 2912 metros, la cumbre "es uno de los observatorios más grandes del Pirineo, y esto, por tres razones: su aislamiento, su gran altura, y su distancia de la cadena principal". Sin embargo, la satisfacción del conde no fue completa: las nubes le impidieron disfrutar del inmenso paisaje y sólo consiguió identificar unas pocas cimas de la cordillera. Cinco años después tendría mejor suerte y podría contemplar sin trabas la magnífica panorámica con que esta esquiva montaña recompensa a quien logra alcanzar su cumbre.
En efecto, en el verano de 1870 Russel volvió a Cotiella. Esta vez acompañado por Lequeutre, admirador y estudioso del Pirineo, y por dos de sus guías preferidos, los hermanos Henri y Célestin Passet. Salieron una mañana de julio desde Gavarnie, donde tomaron provisiones para varios días, "pues en España, a menudo hay que vivir del aire, de pan y resignación". Tenían previsto regresar a Francia por Luchón, pasando antes por Bielsa, Saravillo, Plan y Benasque. Y, claro está, el conde deseaba subir de nuevo a Cotiella. Esta vez desde Saravillo, por la cara noroeste.
Caminaron diez horas desde Gavarnie hasta Bielsa, disfrutando de las incomparables bellezas de esa parte del Pirineo. En Bielsa descansaron en el albergue de Antonio Vidaillet, ubicado en la plaza mayor de la villa. De la posada dice el conde que "era pasable, pues se encuentran truchas, huevos, y dos buenas camas". Tras caminar tres horas llegaron a Saravillo. Encontraron allí una excelente fuente y en la casa Baila se aprovisionaron de truchas frías para el viaje. La inmensa aridez del macizo de Cotiella, que se va descubriendo a su vista, hace que Russell se pregunte si "estas montañas son de los Pirineos o de Arabia". La subida hasta la cumbre resulta más lenta de lo esperado. La alcanzan ya al atardecer y eso les obliga a pernoctar en ella. Sólo Russell tiene su saco de pieles de cordero; los hermanos Passet únicamente llevan sus chaquetas. El ambiente es frío, pero se toman la noche con humor. Sin una nube en el cielo, disfrutan de un magnífico amanecer y del extraordinario panorama que se abre poco a poco ante sus ojos. Luego, sentados en la roca y vueltos hacia oriente, "como los mahometanos frente a La Meca", duermen una hora al sol de la mañana. Henri y Célestin roncan felizmente, mientras Russell y Lequeutre, en estado contemplativo, parecen dos náufragos o dos monjes en total recogimiento.
El descenso es por la cara noreste, por donde Russell había ascendido cinco años antes. Esta vez no encuentran flor de nieve, pero sí otras flores de gran variedad y colorido. Llegan al circo de Armeña y beben de una fuente, cuya agua es "mil veces mejor que todos los vinos del mundo". El cansancio y la falta de sueño les hace desistir de su intención primera de ir a dormir a Plan. Russell recuerda una cabaña junto a un bosque, cerca del collado Coronas, donde estuvo en su excursión anterior. La encuentran y se disponen a descansar y a prepararse la cena. No hay agua por ninguna parte y el vino se ha terminado. Encuentran a un pastor y le ofrecen dos francos si les trae cinco litros de vino desde Plan. El pastor acepta, aunque la distancia del pueblo le hará tardar varias horas. Hacen fuego y disfrutan de la paz del atardecer, a la espera de que la luna llena ilumine el firmamento. Es casi medianoche cuando, resoplando por el esfuerzo, llega el pastor con el vino y pueden por fin cenar.
La noche no es fría, pero Russell y Lequeutre duermen dentro de la cabaña; los hermanos Passett lo hacen al aire libre, junto al fuego de una hoguera. De repente, en la madrugada, son despertados por cuatro hombres de mal aspecto, armados con puñales, un hacha y un fusil. Russell sale soñoliento de la cabaña y en su mal español intenta negociar con ellos. Les ofrece provisiones y una indemnización por haber usado la choza sin su permiso. La respuesta es un disparo cuya bala silba entre Lequeutre y uno de los guías. Russell entra corriendo en la cabaña, coge la pequeña mochila en la que lleva el dinero y, mientras el bandido recarga su fusil, escapa a toda prisa en dirección al bosque. Corre como un poseso, arrastra piedras que caen con estrépito por las laderas y logra esconderse en la oscuridad tras el tronco de un abeto. Oye los gritos y los golpes de bastón de sus perseguidores, cuya presencia siente muy cerca en algún momento. Cuando amanece los ruidos cesan y el asustado conde abandona su escondite y desciende veloz hasta Plan, donde despierta al alcalde y a los carabineros. Éstos envían a un fornido lugareño hasta la cabaña en que Russell y los suyos habían sido asaltados. El conde espera en el pueblo, en la Casa del Sol, agotado y muerto de sueño, pero con los ojos fijos en la ventana, temeroso de que sus amigos hayan sufrido peor suerte que la suya. Al cabo de unas horas, aparecen éstos sanos y salvos con el montañés que había ido en su busca. Lequeutre había sido acorralado por los bandoleros que le robaron su dinero, su reloj y sus anillos. Pese a ello, le prestaron una camisa de franela para combatir el frío y tabaco para calmar sus nervios. Henri Passet se escondió tras un abeto pero acabó siendo descubierto. Uno de los bandidos le puso el hacha en el cuello y le exigió la mochila del conde, donde suponían que estaba el dinero del viaje. Al no lograr ese botín, y tras robarle su reloj, lo dejaron marchar. Su hermano Célestin pasó la noche errando por el bosque y regresó a la cabaña con el día.
En Plan, los agotados viajeros permanecieron dos días declarando y reponiéndose. Recibieron ayuda y ánimos de un grupo de franceses trabajadores de unas minas cercanas. Aunque no logró identificar a sus asaltantes entre las diez personas que fueron detenidas, Russell mostró su agradecimiento al alcalde de Gistaín y a su yerno el alcalde de Plan. Del pueblo, el conde destacó las bondades de la Casa del Sol donde, pagando poco, comieron bien y, algo menos habitual en la zona, durmieron en camas limpias.
En fin, Russell y sus acompañantes, con dos mulos y escoltados por varios carabineros, marcharon de Plan a Benasque por el puerto de Sahún. Comieron en Benasque y durmieron en el albergue que había en el puerto que lleva a Francia, a escasos cinco minutos de la frontera. Se trataba sin duda de la antigua casa Cabellud, situada junto al paso del Portillón. Al día siguiente llegaron a Luchón completando el itinerario previsto. Lo que no estaba en sus planes era vivir las aventuras que aquí, casi ciento cincuenta años después, hemos querido recordar.
Carlos Bravo Suárez
Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 16 de septiembre de 2007.
Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 16 de septiembre de 2007.
(Fotos: Cotiella en invierno y en verano)
2 comentarios:
Muchas Felicidades por el artículo! Me ha resultado muy interesante!
Muchas gracias por el amable comentario.
Un amistoso y cordial saludo.
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