Elvira Lindo (Cádiz, 1962) es, desde hace unos años, una de las escritoras más conocidas y leídas de nuestro país. Tras sus inicios radiofónicos con Manolito Gafotas y sus trabajos como guionista de cine y televisión, la escritora gaditana ha destacado tanto por sus columnas periodísticas como por sus sucesivas narraciones. En su última novela, Lo que me queda por vivir, la protagonista vuelve a ser, igual que en Una palabra tuya, una mujer que, pese a algún profundo desfallecimiento vencido casi in extremis, se muestra siempre fuerte, independiente y luchadora. En este caso, es una joven madre que afronta los reveses sentimentales y la inestabilidad laboral con las energías que extrae de una intensa y salvadora relación con su hijo.
Antonia vive una maternidad atribulada con su pequeño Gabriel en el Madrid progre y desbocado de los años ochenta. Uno de los logros de la novela es la descripción de los ambientes modernos e izquierdistas de aquella década marcada por los excesos y la ortodoxia militante. Desde las drogas destructivas de los yonquis deshumanizados hasta el rechazo a todo lo ligado a una tradición que repentinamente pasó a ser considerada como obsoleta y antigua. Una magnífica muestra de esto último es el relato que se hace en el libro de la boda entre Alberto y Antonia.
La novela, narrada en primera persona por la protagonista, está dividida en ocho capítulos que no siguen un orden cronológico. El penúltimo, titulado El Huevo Kinder, fue, al parecer, el primero en ser escrito y es, en cierto modo, el embrión del relato. Esa breve historia de una noche, con la madre y su hijo en un cine de Madrid viendo Un pez llamado Wanda, podría leerse como un magnífico cuento independiente.
Lo que me queda por vivir es una novela muy urbana y madrileña. Sin embargo, hay un destacado capítulo que transcurre en el pueblo al que la familia de la entonces niña y adolescente Antonia acude con la puntualidad veraniega de tantas familias españolas emigradas del campo a la ciudad. En lo que parece un guiño literario, el pueblo se llama Valdemún, nombre que Antonio Muñoz Molina, marido de Elvira Lindo, había utilizado en su libro Sefarad. También los ambientes de la España rural de aquel tiempo, tan gregaria y toscamente masculina, aparecen aquí espléndidamente descritos.
Parece evidente que en Lo que me queda por vivir hay mucho de autobiográfico, aunque es difícil saber, y no creo que eso sea lo más importante, cuánto de su propia vida ha trasladado la autora a las páginas del libro. Es casi siempre necesario que el escritor beba de sus propias experiencias para hacer un retrato más creíble y verosímil de la época y las circunstancias que le han tocado vivir. Elvira Lindo conoce sin duda de muy primera mano todo aquello sobre lo que ha escrito en esta novela.
Carlos Bravo Suárez
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