domingo, 28 de diciembre de 2008

PERSONAJES QUE SENDER CONOCIÓ

Ramón J. Sender escribió mucho a lo largo de su vida. Sobre todo, novelas y artículos periodísticos. Pero también cultivó otros géneros literarios. Entre ellos el ensayo. El año de su muerte, 1982, se publicó en España Álbum de radiografías secretas, en Destino, su editorial de siempre. El libro fue un encargo de su editor José Vergés, quien creía interesante que Sender escribiera sobre algunas de las personas que había conocido en los diferentes lugares en que vivió. Por diversos motivos, la obra no tuvo entonces una buena acogida. Ahora Tropo Editores la rescata en una magnífica edición, con breve y espléndido prólogo del especialista senderiano José Domingo Dueñas Lorente.

Por las 500 páginas del libro desfilan multitud de personajes. Unos famosos y otros no tanto. La escritora francesa Simone Weil es quien recibe mayores alabanzas. Sender la conoció en Barcelona durante la Guerra Civil. “Tenía aquella mujer un don sobrenatural de renuncia a todas las tentaciones del bienestar, de la vanidad y del amor y una aptitud excepcional para ver la entraña de las cosas, de los seres y de los acontecimientos”. También muy favorable es la opinión sobre Picasso, que ocupa el último capítulo del libro. Todo lo contrario ocurre con Hemingway, de quien Sender ya había escrito en Nocturno de los 14, libro sobre suicidas que va a cumplir cuarenta años y que quizás merecería una reedición: “Yo no hice buenas migas con Hemingway tal vez porque no tomaba, como él, la literatura por el lado deportivo, ni crematístico”. Hay opiniones literarias que quizás sorprendan a lectores de hoy: “Al fin, el tiempo sitúa a cada uno en su lugar y el de Neruda es y será el de un poeta menor, discípulo politizado del gran Rubén”. Por el contrario se destaca a “los verdaderos poetas líricos, y los místicos de cualquier iglesia, aunque a veces, creo que los verdaderos no tienen Iglesia alguna y han sido mirados con recelo y escama siempre por todas ellas”.

Aparecen algunos otros grandes nombres de la literatura universal. Como Albert Camus, “un mestizo iluminado” al que se dedica un capítulo. O Louis-Ferdinand Céline. El relato de la visita que Sender en compañía de un amigo hizo al escritor francés y sus opiniones sobre el autor de Viaje al fin de la noche son para mí una de las mejores “radiografías” del libro que nos ocupa.
Entre los políticos, las mejores opiniones se las llevan algunos anarquistas, sobre todo el sindicalista Cipriano Mera. Conocemos también a unos cuantos exiliados rusos en Estados Unidos. Y a algunas ricas damas norteamericanas, amigas de nuestro autor, que compiten entre sí en gastar en acontecimientos culturales una parte de sus fortunas.

Sender desgrana en el libro interesantes opiniones sobre temas literarios, políticos, sociales, sexuales e incluso astronómicos. Siempre con su prosa espléndida, fácil y fluida. En fin, Álbum de radiografías secretas se lee con amenidad y agrado y nos ayuda a conocer mejor al más importante de los escritores altoaragoneses.

Álbum de radiografías secretas, Ramón J. Sender, Tropo editores, 2008

Carlos Bravo Suárez

jueves, 25 de diciembre de 2008

MONCLÚS: CASTILLO, PUENTE Y JUDERÍA

Monclús no existe en la actualidad. Hace mucho tiempo, y por motivos no del todo conocidos, el pueblo desapareció. Sin embargo, en la Edad Media, el lugar tuvo una considerable importancia. Estaba situado en el valle sobrarbense de La Fueva, a unos diez kilómetros de Aínsa, junto al río Cinca, al pie de una colina sobre la que todavía queda algún pequeño resto de su viejo castillo. No sabemos cuándo fue abandonado, pero en 1610 el geógrafo Juan Bautista Labaña no menciona ni la población ni su castillo. Si algún resto quedara de su existencia, se hallaría hoy sumergido bajo las aguas del pantano de Mediano.

Según explica Jaume Riera en su reciente libro sobre la entrada de los "pastorellos" en Aragón en 1320 (1), al que dedicamos un artículo en este diario hace unas semanas, Monclús debería su importancia, además de a su estratégico castillo sobre un cerro desde el que se dominaba el valle, al hecho de ser lugar por donde, a través de un puente de madera o de una barca, se atravesaba el río Cinca.

El castillo de Monclús -"monte cluso", esto es, "monte cerrado"- aparece documentado desde muy pronto. Quizás fuera ya un enclave árabe (al-Muns) en la parte más septentrional de la Barbitania. Según Antonio Ubieto (2), figuraba entre las fortalezas cristianas del rey Sancho el Mayor y tuvo tenentes entre 1036 y 1206. A finales del siglo XIV, seguía siendo uno de los más fuertes castillos de la zona. Tomando como núcleo pueblo y castillo, se creó la baronía de Monclús, que incluía varios lugares próximos, alguno de los cuales, como Murillo de Monclús, aún muestra en su topónimo esa antigua dependencia. Cuando en 1460 Juan II vendió el castillo y el lugar a Rodrigo de Rebolledo, de la familia Palafox, los vasallos se rebelaron y tomaron con violencia la fortaleza. Ésta fue reconquistada, pero siguió el descontento y en 1519 el castillo fue destruido por los aldeanos. Parece que en 1583 Guillén de Palafox aceptó a cambio de dinero la restitución de la baronía a la corona. Esta revuelta antiseñorial es, con las de Ariza, Ayerbe y Ribagorza, una de las principales alteraciones que se producen en Aragón en el siglo XVI. Es probable que el linaje de los Monclús, familia infanzona documentada en Capella desde ese siglo, proceda de este lugar. Adolfo Castán, en su magnífico libro "Torres y castillos del Alto Aragón"(3), realiza una minuciosa y precisa descripción de los escasos restos que todavía quedan de la antigua fortaleza.

No sabemos si en estas feroces luchas el pueblo vería afectada también su integridad, pero, como indica Riera, en un momento indeterminado de los siglos XV o XVI, Monclús deja de ser un lugar de paso obligado y pierde su importancia. Desconocemos la causa; tal vez una riada modificó el curso del río, o quizás resultara decisiva la construcción, algo más abajo, de otros puentes sobre el Cinca. Uno de piedra empezó a levantarse en El Grado en 1405, y Labaña nombra el de Mediano en 1610. Monclús perdió su condición estratégica y eso precipitó su decadencia.

Riera aporta documentos que permiten situar el pueblo con cierta precisión en el valle de La Fueva. En 1314 se produce una disputa entre las gentes de Monclús y las de los vecinos Palo, Samitier, Coscujuela y Muro. En 1391, Juan I, para satisfacer sus deudas, concede a Pere d'Esplugues la jurisdicción sobre Palo, Trillo y Murillo, y dice que los rodeaban Ligüerre, Clamosa, Pano, Troncedo, Salinas, Formigales, Arcusa, Muro y Monclús. En 1460, Juan II vende a Rodrigo de Rebolledo los lugares y castillos de Olsón, Arcusa, Castellazo, Mediano, Plampalacios, Monclús, Palo, Trillo, Murillo y Arasanz. De Monclús se dice que confrontaba con Palo y Muro. Parece que los lugares citados constituyeron la baronía. En 1610, Labaña sitúa Mediano como cabecera de la misma y no nombra ya a Monclús.

En Monclús existía una comunidad judía que fue atacada por los llamados "pastores" que procedentes de Francia cruzaron la frontera en 1320. Al parecer, los judíos se habían ido estableciendo en el lugar desde mediados del siglo XIII. Las principales poblaciones del reino contaban con aljamas judías: eran las más importantes las de Zaragoza, Calatayud y Huesca; también numerosas fueron las de Alagón, Daroca, Teruel y Barbastro; y, un poco menos, las de Jaca, Tarazona, Uncastillo, Ejea, Monzón o Fraga. Tras éstas, en algún momento casi equiparable a ellas, estaba la de Monclús, por encima de las más reducidas de Borja, Sos, Ruesta, Biel, Tauste, Luna o de las oscenses de Pomar, Albalate y Estadilla, aún menores y adscritas a la de Monzón. La de Monclús estaba muy relacionada con esta última y con la de Barbastro, y con ambas compartía intereses.

No tenemos datos del censo de judíos de estos lugares y medimos su importancia por los tributos que pagaban. De Monclús sólo conocemos que en un documento real se dice que los judíos muertos por los "pastores" en 1320 fueron 337. Riera rechaza esa cifra: según dice, no había ningún lugar en Aragón donde los judíos superaran 12% de la población total. Si la cifra de muertos fuera cierta, el conjunto de habitantes de Monclús sería desmesurado para su importancia y situación. Estima, incluso haciendo del lugar una excepción, que en el momento de la matanza no habría allí más de 120 judíos y que los habitantes del pueblo no superarían los 400. Si bien en el documento referido se citan los nombres de los 337 asesinados, el historiador catalán cree que es falso y que el número de muertos se incrementó para que la corona -que había impuesto a los encausados el pago de 500 sueldos por judío asesinado- pudiera recaudar más dinero.

Sin embargo, otros historiadores -aunque ninguno de los que he leído presenta tantos argumentos como Riera- dan por buena la cifra de muertos y consideran que en Monclús podía haber más judíos que cristianos (4). Aducen que aquéllos pagaban más impuestos que éstos, si bien ello podría deberse a sus mayores rentas. Hay otro hecho que puede considerarse importante: Monclús era una judería bastante próxima a la frontera francesa. En el país vecino, los judíos sufrían persecuciones y matanzas, y algunos pasaban a España porque en el reino de Aragón se sentían protegidos. Durán Gudiol (5) escribe que en 1293 un grupo de judíos franceses fue detenido en Bielsa y que, unos años más tarde, cuatro familias judías expulsadas de Francia se refugiaron en Monclús. Aunque en principio no se autorizase a los desterrados a instalarse en el reino, vemos que en ocasiones se toleraba. Incluso durante el año 1306 el rey Jaime II permitió que los judíos expulsados de Francia por Felipe IV fueran acogidos en aljamas de Aragón y Cataluña. La casa real aragonesa mantenía buenas relaciones con la comunidad judía, de la que, además de percibir elevados impuestos, recibía préstamos y los servicios de sus prestigiosos médicos. En esos años, los "pastores" realizaron tremendas matanzas en el mediodía francés -las mayores, en Toulouse y sus alrededores- y parece lógico pensar que muchos hebreos escaparan pasando a España. La proximidad de la frontera de la judería de Monclús y su alejamiento de los lugares más poblados pudo hacer de ella un refugio que pareciera seguro. Lo que no podían sospechar los huidos era que las huestes de fanáticos llegarían hasta allí y que, antes de que las autoridades aragonesas pudieran reaccionar, acabarían con casi todos ellos.

Los judíos de Monclús se dedicaban exclusivamente al préstamo de dinero. Riera señala que realizaban dos tipos de cesiones económicas: aquéllas en las que el solicitante empeñaba a cambio algo de mayor valor que la cantidad prestada, y las que se hacían con acta notarial sobre las cantidades y los plazos de devolución. Los intentos de la corona por cobrar para las arcas reales los préstamos concedidos por los judíos degollados en Monclús permiten destapar la extensa red de deudores existente en toda la comarca. Tan intrincada y compleja que el poder real tuvo que desistir de su empeño. Se descubre que a la aljama de Monclús, asociada en su actividad económica con la de Barbastro, se le debía dinero desde muchos lugares del contorno. Riera cita, además del propio Monclús, localidades como Aínsa, Mipanas, Salinas, Paúl, Crostán (Grustán), Olsón, Nocito, Bara, Formigales, Banesco (¿Banastón?), Buil, Naval y más. Como dice el historiador catalán, "el capital que los judíos de Monclús movían y dirigían no era cosa de broma".

Es evidente que los "pastores" que los asesinaron no les debían dinero y que actuaron por fanatismo religioso, y porque uno de sus principios era eliminar a los infieles y apoderarse de sus bienes. Pero a su ataque se sumaron de muy buen grado muchas gentes de los alrededores, sobre todo -como se observa por el número de encausados- de la vecina villa de Aínsa, donde habían pernoctado los "pastores" que llegaron a Monclús. Los judíos intentaron refugiarse en el castillo, pero tampoco allí encontraron protección. El alcalde de la fortaleza estaba ausente y los dos subordinados que debían custodiarla no movieron un dedo en su favor. Los tres fueron acusados por los hechos y los tres escaparon a Francia. Volvieron años más tarde y consiguieron evitar su condena. Riera da la lista de los lugares de procedencia de los encausados del país que acompañaron a los "pastores" en sus desmanes: veintiséis de Aínsa (al parecer, todos huyeron a Francia), diez de Puértolas, siete del propio Monclús, seis de Boltaña (uno, notario), cuatro de Olsón (uno, el alcalde), tres de Silves, Sieste y Espierlo (¿Espierba?), dos de Naval (uno, notario) y de Estaso (tal vez Ascaso), y uno de Troncedo (el alcalde), de Buil, de Arcusa y de Aineto. En la lista faltan eclesiásticos y militares, más que probables participantes en los hechos, que por pertenecer a jurisdicciones especiales no aparecen en los documentos estudiados. Todos consiguieron, de una manera u otra, evitar su condena física. Lo que a la corona le interesaba era cobrar fuertes multas o confiscar los bienes de los que huían o no podían pagar.

Judíos de Barbastro, Monzón y Lérida acudieron a Monclús a enterrar a los muertos y a tomar represalias. Al parecer destruyeron un puente, cortaron árboles e hicieron varios destrozos más. En Monclús quedaron algunos que habían escapado a la matanza y siguieron residiendo en el lugar. Los niños bautizados por la fuerza fueron considerados como cristianos por orden real. Tal vez se mantuviera allí una pequeña comunidad judía hasta su expulsión definitiva de 1492. Un tiempo después, también el pueblo que había vivido aquella terrible matanza desapareció del mapa para siempre.

NOTAS
(1) "Fam i fe (L'entrada dels pastorells)". Jaume Riera, Pagès editors, Lleida, 2004.
(2) "Historia de Aragón" . A. Ubieto Arteta, Anúbar Ediciones, Zaragoza,1981.
(3) "Torres y castillos del Alto Aragón". Adolfo Castán, Alto Aragón, Huesca, 2004
(4) Así, en "Historia del Alto Aragón". D. Buesa Conde, Editorial Pirineo, Huesca, 2000.
(5) "La judería de Huesca". A. Durán Gudiol, Guara Editorial, Huesca, 1984. Existe una pequeña monografía, en catalán, dedicada a la judería de Monclús: "Montclús: una aljama jueva a la capçelera del Cinca", J. Boix Pociello, en "Homenatge a J. Lladonosa", Barcelona, 1985.

Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón el 20 de marzo de 2005)
(Foto: El tozal de Monclús reflejado en el pantano de Mediano. Vista tomada desde el castillo de Samitier)

http://carlosbravosuarez.blogspot.com.es/2008/12/la-entrada-de-los-pastores-franceses-en.html

http://caminosdebarbastro.blogspot.com.es/2013/03/castillo-y-juderia-de-monclus.html

LA ENTRADA DE LOS "PASTORES" FRANCESES EN EL REINO DE ARAGÓN EN JULIO DE 1320

En la segunda mitad del siglo XIII y la primera del XIV, dentro de un clima de exaltación religiosa y en una situación de hambre y crisis económica, se produjo en Francia la llamada "cruzada de los pastores". Sus integrantes se denominaban a sí mismos con el diminutivo "pastorells", convertido en "pasteraux" en francés moderno. Toman el nombre por identificación con aquellos que, según el Evangelio, fueron elegidos para adorar a Cristo en su cuna de Belén; pero ni eran pastores de profesión ni eran todos jóvenes. Se trataba en su mayoría de gentes humildes, aunque los hubiera pertenecientes a la baja nobleza e incluso algunos clérigos. En España se conocen como "pastores" o "pastorcillos" y en los documentos de la época se les denomina "pastorellos". Se trata de un movimiento que, tras el fracaso de la séptima cruzada, congregó a miles de personas en el país vecino. Su primera aparición se produjo en 1251 tras el encarcelamiento en Tierra Santa del rey Luis IX. Una masa de gentes sencillas, imbuidas de un religiosidad primaria y convencidas de que están predestinadas para liberar al rey, exige al Papa ser protagonista de una nueva cruzada. El movimiento, visto al principio con simpatía por buena parte de la población, deriva hacia formas extremas de renovación religiosa y social que no son aceptadas por el poder. La cruzada es reprimida brutalmente y muchos de sus integrantes son colgados en los caminos.

Unos años después, en 1320, con la llegada del buen tiempo, entre los meses de mayo y septiembre, se produce un rebrote del movimiento. Para los "pastores" era el momento de instaurar el reino de Dios en la tierra y ello debía hacerse sobre tres pilares básicos: la eliminación de los infieles, la redistribución de la riqueza y la conquista de Tierra Santa. Las principales víctimas de su primer objetivo fueron los judíos, sobre los que se realizaron matanzas en diversas poblaciones; el segundo consistía en expoliar a los ricos y eliminar a los clérigos que se habían aposentado en exceso; el tercero, en exigir al Papa y a las autoridades políticas que organizaran su viaje a los lugares santos en manos de los infieles. Tras unos momentos de vacilación, el movimiento fue de nuevo reprimido y aplastado. Sin embargo, durante el mes julio, un grupo de "pastores" franceses efectuó una inesperada entrada en España.

Cuando muchos de ellos vagaban por el sur de Francia en busca de su objetivo, les llegó la noticia de que el rey de Aragón, Jaime II, estaba organizando una expedición -capitaneada por su hijo y heredero al trono, el infante Alfonso- para hacer frente a los moros del reino de Granada que, al parecer, pretendían adentrarse en tierras de Valencia. Los "pastores" encuentran un motivo para ver cumplidos sus deseos de luchar contra el infiel y, en número de unos cinco mil, atraviesan los Pirineos y penetran en el reino de Aragón para participar en la cruzada contra los sarracenos.

A esta incursión de los "pastores" franceses en España, hasta ahora muy poco estudiada, ha dedicado recientemente un libro -"Fam i fe" ("Hambre y fe") (1)- el historiador catalán Jaume Riera i Sans. Se trata de la primera monografía que estudia este episodio en nuestro país y, aunque ha sido publicada en lengua catalana, narra unos sucesos que se produjeron en su integridad en tierras aragonesas. Jaume Riera es licenciado en filología semítica y desde hace más de veinte años trabaja en el Archivo de la Corona de Aragón en Barcelona. Ha estudiado a fondo los documentos de la época que hacen referencia a la entrada de estos "cruzados" en el reino de Aragón -reproducidos en un apéndice al final del libro- y, a partir del contenido de los mismos, reconstruye su periplo por estas tierras.

Los "pastorellos" conocerían la noticia de la organización de la campaña contra los moros de Granada a finales de junio de 1320. Su entrada en Aragón se produjo por los puertos de la cabecera del río Cinca, por los valles de Bielsa y Broto. Debió de tener lugar entre los días 29 de junio y 1 de julio. El día 2 se concentraron en Aínsa, donde pernoctaron. Su irrupción, no anunciada, cogió por sorpresa a la corte real aragonesa. Jaime II se encontraba en Calatayud. Desde allí siguió la crisis y delegó en el infante Alfonso su resolución directa.

Los "pastores" fueron bien acogidos en Aínsa, según se deduce de los procesos judiciales posteriores contra algunos de sus habitantes. En la villa no había judíos ni moros y los "cruzados" no permanecieron en ella. Quizás algunos regresaron a Francia al conocer la casi segura desconvocatoria de la expedición contra los musulmanes de Granada. Sin embargo, la mañana del día 3, un numeroso grupo se dirigió hacia Monclús, localidad situada a 10 Km descendiendo por el Cinca. En esta población -importante paso fluvial en la época y siglos después abandonada y desaparecida- había una aljama judía, cuyos habitantes se dedicaban sobre todo al préstamo de dinero (2). Los "pastorellos" sitiaron el pueblo y el castillo donde se habían refugiado los judíos y, ante la pasividad o impotencia de las autoridades locales y con la participación de gentes de los alrededores, degollaron a todos los adultos que no quisieron bautizarse, saquearon sus casas y robaron sus pertenencias. Según un documento real, en Monclús fueron asesinados 337 judíos. A Riera le parece una cifra inflada por motivos económicos, y cree que son demasiados si tenemos en cuenta que los judíos solían ser un pequeño porcentaje de las poblaciones en que vivían. Pero algunos historiadores piensan que en Monclús podían ser mayoría y, además, es muy probable que allí se refugiaran algunos que habían sido expulsados o que escapaban de los pogromos del país vecino. No todos los judíos de Monclús fueron degollados: unos pocos aceptaron bautizarse y lo fueron por la fuerza los niños, a los que después, por orden real, se permitió vivir entre cristianos.

Tras la sangrienta matanza, camino de Barbastro, grupos de "pastores" pasaron por Naval donde residía una pequeña y empobrecida comunidad morisca. Al parecer, los sarracenos se refugiaron en el viejo castillo; no se les persiguió y no se produjeron muertos. La morería del lugar fue saqueada por los franceses y por las gentes del país que los acompañaban. Todas las autoridades del pueblo fueron luego encausadas en los hechos, aunque al final todo quedó -como en la mayoría de los casos- en el pago de una cantidad de dinero para evitar la condena.

Cuando el día 4 de julio los "pastores" -entre dos y tres mil según las declaraciones de los testigos- llegaron a Barbastro, las autoridades ya estaban advertidas y tomaron medidas para proteger a la población judía e impedir su entrada en la ciudad. Permanecieron en las afueras, en las proximidades del convento de los franciscanos. Se toleró que la población les llevara alimentos y muchos aprovecharon para comprarles a bajo precio los bienes saqueados en Monclús. También parece que se produjo el soborno por parte de algunos judíos a varias autoridades locales para que les otorgaran protección. Aquí, los "pastores" se enteraron de que la campaña contra los moros de Granada había quedado definitivamente cancelada. Ahora, la estrategia del poder real era procurar que abandonaran el país, para lo que se les puso como límite el final de ese mismo mes. Puede decirse que en Barbastro quedó desactivado el grave peligro que suponía la entrada en el reino de estos grupos de exaltados religiosos, aunque el problema no desaparecería hasta que cruzaran de nuevo la frontera.

Parece ser que, desde Barbastro, el mayor grupo se dirigió, bajo cierto control, a Huesca y luego a Jaca, ya de regreso a Francia. No hay noticias exactas de lo ocurrido en la capital, pero tampoco hubo desmanes y los "pastores" no entraron en la ciudad. En Jaca, sin embargo, se produjo un hecho destacable y significativo: un grupo de estos "cruzados", prisioneros en la ciudad, fue liberado por la población. Las autoridades fueron inculpadas por no evitarlo. Durán Gudiol apunta la posibilidad -sólo muy de pasada- de que la judería de Jaca fuera atacada por los "pastores". Riera no menciona esa hipótesis, pero cita la existencia de un documento en el que se procede contra algunos vecinos de Ruesta - ya en el límite de Aragón con Navarra - por haber participado junto a los exaltados franceses en un ataque contra los judíos locales. No hubo muertes porque éstos habían huido, y todo quedó en el saqueo de sus casas. Con esta noticia del suceso de Ruesta se cierra el capítulo de las estaciones de los "pastores" por territorio aragonés (3). Suponemos que antes del final del mes, y atendiendo al ultimátum real, habían regresado a Francia.

Es justamente el 30 de julio cuando se dictan las primeras sentencias de muerte contra algunos de ellos, hechos prisioneros en los sucesos que se han relatado. El infante Alfonso mandó colgar a cuarenta en Barbastro, ordenando que varios fueran llevados a Huesca y Jaca para que ser expuestos y servir de escarmiento. En un documento aparecen los nombres de 32 "pastores" declarados inocentes y casi todos tienen apellidos gascones. También fue condenado a muerte un hombre del país: Pedro Sánchez Lazcano, que les había servido de guía en los primeros días de sus andanzas por tierras altoaragonesas. El rey ordenó que fuera colgado, pero, a petición del infante y por su condición de hijo de militar, aceptó su decapitación.

Los inculpados aragoneses por los sucesos ocurridos superan en poco el centenar, citados en el libro por sus nombres. En todo el proceso se observa la voracidad recaudatoria del poder real, la existencia de recomendaciones y de personajes "intocables", así como el intento de unos y de otros de aprovecharse de la situación creada. Los pastores se nos presentan movidos, sobre todo, por unos motivos religiosos que los llevan al fanatismo y a la eliminación de los infieles -en consonancia con el espíritu de cruzada de la época-, pero a los que se teme, principalmente, por sus proclamas sociales contra el poder establecido.

Como hemos visto, y aunque quedan muchas incógnitas por resolver, el libro de Riera es una magnífica aportación al conocimiento de unos hechos que alteraron gravemente las tierras septentrionales del Reino de Aragón durante el mes de julio de 1320.

NOTAS: (1) "Fam i fe. L'entrada dels pastorells. (juliol de 1320)". Jaume Riera i Sans. Pagès editors. Lleida, 2004. Sería recomendable la traducción del libro al castellano, para favorecer la divulgación y el conocimiento de unos hechos que se desarrollan casi por completo en tierras oscenses. Hay referencias a los "pastores" en el libro "Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media", de David Nirenberg. (Península, Barcelona, 2001).
(2) Sobre la aljama judía de Monclús ver "La judería de Huesca", A. Durán Gudiol, Guara editorial, Zaragoza, 1984, pág. 23-26.. Sobre la ubicación y los restos del antiguo castillo de Monclús, "Torres y castillos del Alto Aragón", Adolfo Castán, Huesca, 2004, pág..344 -346.
(3) Aunque Riera no lo mencione, es posible que los "pastorellos" que atacaron la juderías de Ruesta y, tal vez, de Jaca pertenecieran a grupos entrados por Somport. En el asalto de Ruesta participaron, al parecer, clérigos locales; Riera no hace referencia a la intervención de eclesiásticos y militares en los ataques de los "pastores" porque, al pertenecer a jurisdicciones especiales, no aparecen en los documentos que ha estudiado.


Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón el 20 de febrero de 2005)

jueves, 11 de diciembre de 2008

PEDRO CUBERO SEBASTIÁN, EL ARAGONÉS QUE DIO LA VUELTA AL MUNDO

España ha dado a lo largo de la Historia, sobre todo en los siglos XVI y XVII, algunos grandes viajeros y descubridores. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en otros países, salvo unas pocas excepciones, muchos de ellos apenas son hoy recordados y no han tenido el reconocimiento histórico que merecen.

Así ocurre, por ejemplo, con el jesuita Pedro Páez, que a principios del siglo XVII fue el primer europeo que llegó a las fuentes del río Nilo, aunque otros se atribuyeran después el descubrimiento. El libro de Javier Reverte “Dios, el diablo y la aventura: La historia de Pedro Páez, el español que descubrió el Nilo Azul.”, publicado en 2001, logró sacar ligeramente del olvido al jesuita madrileño. Esa misma condición de olvidado tiene el religioso aragonés Pedro Cubero Sebastián, quien a finales del mismo siglo XVII dio la vuelta al mundo en sentido inverso al que entonces era habitual. Cubero recorrió el continente euroasiático de oeste a este, atravesó el Pacífico hasta llegar a Méjico y regresó a España por el Atlántico. De ese largo viaje escribió una larga crónica titulada “Peregrinación del mundo”, que no hace mucho ha sido publicada por Miraguano/Polifemo Ediciones (Madrid, 2007) (1). Antes, de una manera literaria y dialogada, José María Serrano había recordado al viajero aragonés en “El insólito viaje de Pedro Cubero alrededor del mundo” (Mira Ediciones, Zaragoza, 1996).

Pedro Cubero Sebastián, según dato que él mismo ofrece al inicio de su libro, había nacido en la localidad zaragozana de El Frasno, cerca de Calatayud, en 1645. Estudió Gramática y Filosofía en Zaragoza con los jesuitas y, más tarde, Teología en la Universidad de Salamanca, donde se ordenó sacerdote. Su deseo de propagar la fe cristiana hizo que en 1670 viajara por tierra a Roma para conseguir el título de Predicador Apostólico y poder ejercer como misionero en las Indias Orientales. Logrado su propósito, continuó viaje hacia Oriente hasta culminar la vuelta completa al planeta con su regreso a España en 1679. Casi de inmediato viaja de nuevo a Roma para informar al Papa Inocencio XI de su largo periplo anterior. Cubero continuó viajando por Europa en diversas misiones religiosas y lo encontramos sucesivamente en Constantinopla, Nápoles, Flandes o Inglaterra. Pasa en Cataluña parte de la Guerra de los Nueve Años y realiza estancias en Madrid, Valencia, Ceuta y Cádiz. En 1697 se publicó en Valencia una “Segunda Peregrinación del Doctor Don Pedro Cubero Sebastián”, cuya próxima edición creo que se está preparando. A partir de 1699 dejamos de tener noticias suyas y desconocemos la fecha de su muerte.

De “Peregrinación del mundo” se hicieron en vida del autor al menos tres ediciones: en 1680 en Madrid, en 1682 en Nápoles y en 1688 en Zaragoza. A diferencia de otros viajeros de la época que caen con frecuencia en la exageración y la fantasía, restando credibilidad a sus escritos, Pedro Cubero Sebastián narra el viaje que le llevó a dar la vuelta al mundo con bastante rigor y veracidad. A su misión religiosa une un espíritu descubridor, consciente de recorrer unas tierras que en muchos casos son totalmente desconocidas en España. Así, cuando en Rusia navega a través del Volga, va anotando con detalle todas las poblaciones que encuentra en sus orillas y las distancias existentes entre ellas. Su deseo de aportar datos que sirvan al desarrollo de la Geografía de su tiempo queda claro en estas palabras: “He puesto este viaje lo más extenso que he podido inquirir, por ser la cosa más peregrina para nuestra España, y mucho más el haberla hecho un Padre español. Y porque en todas cuantas mapas he visto, este río, tan célebre en el mundo, lo ponen desierto, y despoblado: así me parece que los estudiosos lo agradecerán, pues en toda mi peregrinación ninguna cosa escribí con tan particular cuidado, y con más aplicación, que esta navegación por este río Volga, o Raaha, hasta el emporio de Astracán. Si acaso hubiera en él algún yerro, no fue culpa mía, sino del intérprete que me lo decía: y de noche navegando no pude sacarlo con más primor: podrá mi Nación Española recibir la buena voluntad que puse en servirla”.

El libro de Cubero es un interesante documento para conocer el mundo de su tiempo. El viajero aragonés es ante todo un misionero católico, convencido de la superioridad de su religión sobre las demás y deseoso de ejercer su labor apostólica. Por eso, aunque describe con rigor las costumbres de otros pueblos, utiliza a menudo el calificativo de herejes y en ocasiones otros más duros para referirse a ellos. Es necesario destacar su gran valentía por atreverse a predicar en tierras en que eso podía acarrearle graves problemas. De hecho, estuvo encarcelado en varias ocasiones y nunca renunció a polemizar y a defender con encono su fe católica, tanto frente a otras religiones como, lo que le supuso sus mayores apuros, frente a los cristianos protestantes holandeses de las costas orientales de Asia. A pesar de todo ello, y comparándolo con otros misioneros y religiosos de su tiempo, puede considerarse en buena medida al Padre Cubero como un hombre bastante abierto, tolerante y diplomático dentro del pensar general de su época. Sería erróneo juzgarle desde patrones modernos que tardarían mucho tiempo en imponerse.

Cubero describe con detalles las principales ciudades que visita, que son muchas y variadas, con sus monumentos y construcciones más importantes. Aunque en la reciente edición del libro se ha actualizado la ortografía, no se ha hecho lo mismo, de manera acertada, con los nombres geográficos, manteniendo las formas españolizadas que se usaban en la época. Así escribe León de Francia (por Lyon), Versavia, Moscua, Malaca o Sincapura. En algún caso, como en la ciudad rusa de Cassin, no resulta fácil saber a qué población actual corresponde dicho nombre, hoy creo inexistente. También se ha mantenido en la reciente edición el femenino, propio del castellano de la época, en palabras como “puente” o “mapa”.

En los dos primeros capítulos da algunos datos sobre su vida pasada y hace una protocolaria alabanza del Reino de España y de su Monarquía. A partir del capítulo cuarto, comienza a narrar su viaje a Roma para lograr la autorización que le permita ir a Asia. La narración del viaje comienza en los Pirineos, que el autor atraviesa para pasar a Francia. Esto es lo que Cubero escribe sobre la cadena montañosa: “Llegué a los tan nombrados Montes Pirineos, tan célebres entre los cosmógrafos antiguos, que dividen España de Francia; por otro nombre les llaman los puertos de Haspa, no sé si lo dicen por su aspereza, pues puedo asegurar al lector, ser bien ásperos de pasar; y por eso hay un adagio que dice ‘puertos de Haspa, muchos los ven y pocos los pasan’ y con razón, porque son de las ásperas montañas que he visto, cuyas cumbres parece se están deslizando para caer sobre los pasajeros: no se encuentra otra cosa que calaveras de hombres muertos que, o el rigor del tiempo les quitó la vida, o algún duro peñasco les sirvió de mortaja: es cierto que da horror el pasarlos. Pero dejada la aspereza de esos montes, entré en el delicioso, cuanto fructífero y abundante, Reino de la Francia”. Sobre los Pirineos franceses escribe: “En estos montes se hallan muchos baños y venas de agua caliente, que son muy salutíferas para curar muchas enfermedades de nuestra frágil naturaleza; como por experiencia lo vi, pues muchos con diversos achaques, bañándose en esas aguas, restauraron felizmente su salud”.

Antes de dirigirse a Roma, Cubero visita Francia, sobre todo París, donde en Versalles le recibe Luis XIV que le firma un salvoconducto el 6 de junio de 1670, y Lyon, de donde, como hombre culto que es, destaca la abundancia de librerías e de impresiones de libros en la ciudad. De camino a Roma visita también Ginebra, Milán y Florencia.

En febrero de 1671 se encuentra en Roma, donde recibe la autorización que buscaba, patentes firmadas por diversas órdenes religiosas y la bendición del Papa Clemente X. De la ciudad eterna se dirige a Venecia, Alemania, Viena, Hungría y, por el Danubio, a Constantinopla, que los turcos, dice, llaman Estambol. Se admira de la grandeza de esta ciudad y de sus enormes mezquitas, y aprovecha para escribir un capítulo sobre Mahoma y una condena de su libro “Alcorán”.

De Constantinopla el viajero religioso marcha a Transilvania y al Reino de Polonia, donde visita Varsovia y Cracovia. Llega más tarde a Moscú; allí permanece tres meses y medio y es recibido por el Zar. Por el Volga se dirige a Astracán y tras cruzar el mar Caspio llega a Derbent y se adentra en Persia, visitando ciudades como Qazwin e Isfahán, de cuyo rey dice que “no es muy observante en el Alcorán, pues el vino lo bebía muy bien, y no era muy desafecto a los cristianos, y los europeos, que ellos llaman franchis, en ninguna parte de Oriente son más estimados que en Persia”. Por el mar de Ormuz, y tras casi dos años de caminar por tierra, se dirige a las Indias, llegando a Surat, lugar en que encontró a algunos católicos portugueses. Continúa por Damao, Bombay, Goa, Ceylán y Santo Tomé hasta llegar a Malaca. Aquí es donde tuvo mayores problemas y fue encarcelado por los holandeses, de cuyo protestantismo aborrece, pues cree que son más tolerantes con los paganos que con los católicos. Expulsado de Malasia, cruza el estrecho de Singapur y llega a las españolas islas Filipinas, donde es hospedado en casa de don Francisco Antonio de Egea, cargo real y natural de Barbastro. La noche del 29 de noviembre de 1677 fue testigo del tremendo terremoto que sacudió la ciudad de Manila. Aunque no llegó a visitarlo, Cubero dedica varios capítulos a realizar una descripción de interés geográfico y cultural del gran Imperio de la China, entonces enfrentado a los belicosos tártaros.

Desde Filipinas embarcó hacia Méjico (Nueva España) en el famoso galeón de Acapulco. Fue una larga travesía que duró medio año y en la que de las aproximadamente cuatrocientas personas que iban en el barco llegaron vivos ciento noventa y dos, nueve de las cuales murieron al arribar a Acapulco y otras llegaron tan enfermas que ya no se restablecieron.

Desde Acapulco, Cubero atravesó Méjico y en el puerto de Veracruz se embarcó hacía España. Tras una parada de nueve días en La Habana, cruzó sin mayores problemas el Atlántico y arribó al puerto de Cádiz. El 13 de enero de 1680, el viajero aragonés se encontraba ya de nuevo en Madrid, tras haber culminado un extraordinario viaje alrededor del planeta.

NOTA: “Peregrinación del mundo”, Pedro Cubero Sebastián, Miraguano Ediciones/ Ediciones Polifemo, Madrid, 2007. Existe otra edición de 1993, publicada por la misma editorial. Hay una edición más antigua, de 1943, en la Colección Cisneros.

Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 2 de agosto de 2009)

domingo, 7 de diciembre de 2008

UNA EXCURSIÓN DE PERE PACH, UN RIBAGORZANO EN EL CENTRO EXCURSIONISTA DE CATALUÑA

Del Ésera al Isábena a través del Turbón

Hace un tiempo cayó en mis manos un pequeño libro titulado “Pere Pach i Vistuer: Articles Ribagorçans i altres escrits”, publicado en 1991 por el Instituto de Estudios Altoaragoneses en edición de Hèctor Moret i Coso. Del libro me atrajeron sobre todo dos aspectos que comparto con su autor: su condición de ribagorzano y su afición al excursionismo.

Pedro (o Pere, como fue llamado siempre en Cataluña) Pach nació en Roda de Isábena en 1862 y murió en Barcelona en 1945. Su padre fue carpintero de Roda hasta que un accidente laboral lo dejó ciego. Su madre era originaria de la también ribagorzana población de La Puebla de Fantova, próxima a Graus. En 1874, tras la muerte de su padre, el pequeño Pedro, al que llamaban en la comarca “Periquet de Sarroca”, emigró con su madre a Barcelona, donde ya estaban instalados sus hermanos mayores. Allí trabajó varios años en una serrería y a partir de 1893 ocupó el puesto de conserje del Centro Excursionista de Cataluña, trabajo que desempeñó durante cincuenta y dos años hasta su muerte. Su trabajo y dedicación de tantos años le fueron reconocidos con la entrega en 1933 de la Medalla de Oro del Centro, galardón que sólo recibían personas de gran significación cultural en Cataluña.

Aunque en su infancia apenas pudo recibir educación escolar, su prolongado contacto con la prestigiosa asociación excursionista, de fuerte vocación cultural, y su formación autodidacta le permitieron escribir algunos artículos de diferente extensión y temática. Cuatro de ellos, escritos en catalán, se reproducen en el libro editado por Moret. Son los titulados “Excursió de l’Ésera a l’Isàvena a través del Turbó”, “El bisbat de Roda”, “Autobiografia” y “La nit de Nadal a Núria y Ull de Ter”. Pach publicó, además, dos artículos en castellano: “Reseña histórica de la antigua e ilustre ciudad (hoy villa) ribagorzana de Roda” y el póstumo e inacabado “Itinerarios por la cuenca del Noguera Ribagorzana”.

De todos ellos, dos me han interesado especialmente: “Autobiografia”, donde Pach explica en primera persona el tramo de su vida que va desde su infancia en Roda hasta su entrada como conserje en el Centro Excursionista de Cataluña, y, sobre todo, “Excursió de l’Ésera a l’Isàvena a través del Turbó”, en el que narra una larga excursión, realizada junto a su hijo a principios del siglo XX o finales del XIX.

En su actividad como conserje del Centro Excursionista de Cataluña, Pach se impregnó de los relatos de viajes que publicaba el boletín de la asociación. Leyó también sin duda a los pirineístas franceses, que estaban de moda en aquellos años. Uno de los principales, Maurice Gourdon, es citado por Pach en el artículo que aquí se destaca y que tiene bastantes similitudes con algunos de los trabajos del gran excursionista galo.

“Excursió de l’Ésera a l’Isàvena a través del Turbó” fue publicado por el Boletín del CEC en 1923. Posteriormente fue traducido al castellano por el escritor y político tamaritano Isidro Comas Macarulla, que firmaba con el pseudónimo “Almogávar”, en la revista “Ebro”, publicación aragonesista editada en Barcelona. Sin embargo, el artículo sería escrito algunos años antes. Aunque el autor nos dice que era el mes de agosto, en ningún momento especifica el año exacto en que realizó la excursión que relata en su artículo. Por distintos motivos puede deducirse que se produjo a finales del siglo XIX o a principios del XX. En un momento del artículo Pach dice que algunos años antes, en 1889, ya había ascendido al Turbón con un amigo desde el pueblecito de Espés.

En su relato, Pach aporta bastantes datos sobre las poblaciones y lugares por los que transcurre su larga caminata. Aunque todas sus informaciones son de interés, resumiré aquí los aspectos del trabajo del excursionista rotense que más han llamado mi atención.

La primera intención del autor era efectuar una fácil travesía desde el valle del Ésera al del Isábena y realizar de camino la ascensión al Turbón. El itinerario se inicia en la villa de Campo, donde los caminantes se hospedan en “la nueva fonda de Antonio Canales, situada en la carretera, modesta y muy recomendable”. Tanto la villa, de unos 800 habitantes, como sus alrededores son descritos con bastante detalle. Destaca la concesión histórica al lugar de una feria o mercado semanal que la falta de ganado obligó a convertir en anual. Por celebrarse a finales de octubre, época habitualmente lluviosa, se acuñó la expresión “Feria de Campo, feria de fango”.

Tras dos horas y media de caminata desde Campo, los excursionistas llegan a Egea, pequeña población situada en el centro de la Vall de Lierp. Seis pueblos componen el valle: Egea, Espluga, Paderníu, Piniello, Serrate y Las Vilas del Turbón. En Egea los caminantes buscan hospedaje en casa de Sebastián Serena, “persona muy simpática”, de la que ya tenían buenas referencias anteriores.

Al declarar su propósito de ascender al Turbón, varias personas del pueblo se ofrecen a acompañarlos: el párroco Arcadi Alemany, el señor Serena y su hija Pilar, el señor Ariño y su hermana Consuelo, y, más tarde, el señor Garanto, uno de los principales propietarios del valle. Desde Egea los caminantes se dirigen al vecino pueblo de Serrate y al cabo de una hora se encuentran en el collado de la Creueta. Otra hora más les cuesta llegar a la fuente de la Pedreña, donde descansan y reponen fuerzas. Hora y media después, tras una fuerte subida por una tartera de piedra fina, alcanzan la cima del Turbón. Allí permanecen durante dos largas horas, recreando la vista en todas las direcciones. Pach describe con minucioso detalle el impresionante panorama divisado desde la cumbre de esta espléndida y mítica montaña ribagorzana.

Eligen para comer una pequeña fuente situada algo más abajo, en la Forada de San Adrián. En ese paraje se hallan los restos de la ermita homónima, que según Pach fue edificada por el monje Pedro, venido desde el monasterio sobrarbense de San Victorián en 1138 para santificar un lugar que se decía era muy frecuentado por las brujas. Nadie se había atrevido antes a vivir en un sitio tan frío durante todo el invierno y, según se contaba, los cánticos y las oraciones del anacoreta eran confundidos por quienes los oían con voces y lamentos de brujas y demonios.

Desde la cima del Turbón descienden por una canal que les enseña un pastor y se dirigen a Ballabriga, adonde llegan a las seis y media de la tarde. En el pueblo no hay hostal ni fonda, pero son acogidos con hospitalidad en casa Pellicer, donde encuentran “personas amables, buena comida y limpieza”. Desde Ballabriga, en una corta excursión de una hora entre la ida y la vuelta, se acercan al paso de la Croqueta, único camino que permitía cruzar el aislado congosto de Obarra. El paso tiene algún peligro y “de vez en cuando cae un macho con su carga al fondo del río”, pero ahí queda todo; “así ha sido siempre y, por desgracia, así seguirá siendo en el futuro”, concluye el autor con fatalismo.

Al día siguiente, los caminantes bajan a Obarra, cuyo monasterio es visitado con detenimiento y desde donde deciden continuar su excursión siguiendo el curso descendente del Isábena. Van pasando en su camino por los pueblos próximos a las orillas del río. El primero es Las Ferrerías, cuyo antiguo molino, a diez horas de camino desde Graus, se ha convertido en el hostal más recomendable de la zona. Poco después llegan a Beranuy, que “gallardea en lo alto a unos trecientos metros del río” y cuyo hostal o venta, situado junto al puente, no es muy recomendable por ser en él “la limpieza cosa poco conocida”.

Continúan su camino por la orilla del río, dejando sin visitar algunos pueblos que se divisan en lo alto. Cuando pasan cerca de Visalibons, Pach señala que en 1743 ocurrió en el pueblo un extraño fenómeno: sus casas, salvo la iglesia, se deslizaron unos 500 metros al abrirse la montaña, seguramente -opina el excursionista- a causa de algún temblor de tierra o movimiento sísmico.

Un lugar muy destacado por el viajero son las fuentes de San Cristóbal, que “en general brotan pausadamente, pero que, a veces, en épocas de lluvias, son tan abundantes que llegan a inundar el camino por completo, dificultando el paso”. Tras cuatro horas de caminata desde Obarra, Pach y su hijo llegan a Serraduy, donde se detienen en el hostal de Antonio Barrabés. El pueblo, sus barrios y sus alrededores son descritos con pormenor y simpatía.

Por camino llano, en tres cuartos de hora alcanzan La Puebla de Roda, cuyas “casas están colocadas una sobre otra y alineadas a ambos lados de una calle única, larga y empinada”. Desde allí ascienden hasta Roda de Isábena, que el autor no reseña por haberlo hecho ya en otros escritos. Es su propósito dirigirse a Graus, a seis horas de camino. Con la intención de aligerar su carga, entregan sus mochilas al correo para que las lleve en burro hasta Lascuarre y desde allí sean transportadas en tartana hasta Graus por carretera.

Ya sin peso, deciden cambiar de itinerario y, tras cruzar el Isábena por el puente románico de Roda, se dirigen, pasando por la masía del Villar, a San Esteban del Mall y Cajigar, pueblo este del que se destacan su iglesia, con elevado campanario, y su feria de buhoneros y quincalla que se celebra el 25 de julio. De Cajigar descienden a Monesma y, pasando por las casas de La Morera, Sallant, Llenero y Estaña, llegan a Castigaleu, desde donde se dirigen a Lascuarre, villa comercial de 580 habitantes que celebra una importante feria para San Martín. Allí se hospedan en la posada de Antón Lasheras. Escribe Pach que, aunque el gobierno hace cincuenta años que tiene aprobada la carretera de Graus a Vilaller por el Isábena y otro tramo de Lascuarre a Arén por Puente de Montañana, sólo ha construido los catorce kilómetros que separan Graus de Lascuarre, y eso en épocas de elecciones y porque el terreno es llano y no presenta dificultad.

En vez de seguir la citada carretera, los caminantes toman el camino que lleva de Lascuarre a Benabarre, pasan por la casa de La Ternuda y ascienden a lo alto de la sierra, contemplando desde allí un espléndido panorama. Descienden a Laguarres y continúan hasta Capella, villa de 500 habitantes, de la que son notables el gran puente románico de ocho arcadas y el magnífico retablo gótico que alberga su iglesia parroquial.

Por la orilla del Isábena, y tras una hora de camino, los viajeros llegan a Graus. Aquí, el río cuyo curso han seguido desde el monasterio de Obarra entrega sus aguas a las del Ésera, y la excursión de los caminantes llega también a su fin.

Carlos Bravo Suárez
 (Artículo publicado en Diario del Alto Aragón el 20 de marzo de 2005) 

domingo, 30 de noviembre de 2008

"PAPUR", EL UNIVERSO LITERARIO DE FERRER LERÍN

“Papur” es un libro sorprendente, distinto, heterodoxo, extrañamente bello. De género literario inclasificable, misceláneo, original, a ratos inquietante, a ratos divertido, fascinante en todo caso. Su autor es Francisco Ferrer Lerín, escritor barcelonés residente en Jaca, y ha sido publicado hace unos meses por la nueva editorial aragonesa Eclipsados, en una bonita y cuidada edición.

Prácticamente, descubrí a Ferrer Lerín (Barcelona, 1944) con su novela “Níquel” (Mira Editores, Zaragoza, 2005), sobre la que escribí en el “Diario del Alto Aragón” poco después de que fuera publicado. Luego he leído otras obras suyas y he conocido su importancia en el mundo literario desde los ya lejanos tiempos de los novísimos de Pere Gimferrer, Félix de Azúa, Leopoldo María Panero y compañía. Aunque no figurara en la famosa antología de José María Castellet, Ferrer Lerín fue considerado por algunos como el décimo novísimo. El escritor tiene fama de ser un verdadero personaje, singular y polifacético, siempre alejado de lo común y lo convencional. Enrique Vila-Matas o Félix de Azúa le han dedicado algunas páginas en algunos de sus libros más conocidos. Pablo Amatller, protagonista de “Níquel”, era un trasunto literario bastante fiel, al parecer, a la realidad biográfica del autor de la novela. En uno de los textos que aparecen al final de “Papur”, el personaje denominado Gran Lerín, en el juego literario padre de otro personaje llamado Lerín a secas, es presentado, en una rápida definición, como un “escritor maldito, ornitólogo especializado en grandes aves necrófagas y jugador de póquer”. Sobre los datos biográficos del escritor afincado en Jaca desde hace años, ya escribí en el mencionado artículo que en su momento dediqué a “Níquel”. Recomiendo a quien desee conocer más cosas sobre él una visita a su completo e interesante blog (http://ferrerlerin.blogspot.com/).

Desde la aparición de “Níquel” a finales de 2005, Ferrer Lerín ha publicado una recopilación de su obra poética en “Ciudad propia. Poesía autorizada” (Santa Cruz de Tenerife, Artemisa, 2006) y “El bestiario de Ferrer Lerín” (Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2007). En “Ciudad propia” se reúnen sus tres poemarios anteriores -“De las condiciones humanas (1964), “La hora oval” (1971) y “Cónsul” (1987)- y se añaden casi una treintena de poemas inéditos. En la personal poesía del escritor barcelonés se combina el uso del verso y de la prosa. “El bestiario de Ferrer Lerín”, exquisitamente editado en formato pequeño con tapa dura de color rojo y dibujo en negro, tiene su origen en una proyectada tesis doctoral del autor sobre los ornitónimos, o términos referidos a los pájaros, que aparecen en el Diccionario de Autoridades. Brillantes, certeros y diferentes son los artículos que hasta no hace mucho ha venido publicando en la edición oscense de “Heraldo de Aragón” y que hoy algunos ya comenzamos a añorar. A su condición de poeta, narrador y articulista hay que sumar la menos conocida de traductor de obras de escritores como Eugenio Montale, Tristan Tzara, Saint-Jhon Perse, Jacques Monod, Paul Claudel o Gustave Flaubert.

El motivo de estas líneas es la reciente aparición de “Papur”, el último libro de Ferrer Lerín, sobre el que escribo como un modesto lector que ha disfrutado con su lectura. Del libro destaca en primer lugar, como se ha dicho, su cuidada edición, elegante en cierto modo, estéticamente atractiva y de precio asequible, cuestión no menor en estos tiempos de crisis. Sus últimas páginas, aproximadamente la tercera parte del libro, están escritas sobre un color gris que contrasta con el blanco habitual del resto de la obra. Si en “Níquel” se observaban algunos ligeros descuidos formales y sintácticos, debidos tal vez a una edición no demasiado esmerada, no puede decirse lo mismo de “Papur”. Todo lo contrario: el libro está escrito de manera impecable, con un perfecto equilibrio entre unos contenidos sugerentes y heterogéneos y unas logradas formas estilísticas, casi siempre concisas, contenidas y elegantes.

El libro se divide por este orden en los siguientes apartados: “Proemio”, “Bibliofilias”, “Facsímiles”, “Series”, “Varios” y la citada última parte, en páginas grises, “Die rabe y dos breves guiones”. El nombre propio Papur que da título al libro aparece en su “proemio” como apellido de dos de los personajes que se citan en la relación de judíos -a la mayoría de cuyos nombres se añade la sorprendente apostilla “ya fallecido”- que constituyeron el 15 de enero de 1475 la judería de Jaca en la sinagoga mayor de esta ciudad pirenaica.

En “Bibliofilias”, y en general en todo el libro, se constata la gran erudición libresca del autor, que en su caso no parece, como ocurre con frecuencia, contraponerse con sus vivencias personales, intensas y variadas. Los diversos textos que componen “Papur”, prácticamente breves todos ellos, nos muestran un mundo personal, singular y propio, a veces recurrente pero no repetitivo, y una magnífica capacidad literaria. En las páginas del libro se suceden entremezcladas numerosas referencias bibliográficas, lingüísticas, pictóricas, naturalistas, mitológicas, periodísticas, científicas o históricas. Aparece con frecuencia el mundo de las rapaces y de las aves necrófilas, que el autor tan bien conoce por su condición de ornitólogo y sus trabajos en la naturaleza y que ya encontrábamos en algunas páginas de su anterior novela “Níquel”.

En un amplio abanico de registros que abarca desde el estudio científico hasta el relato de terror, hay también espacio para el sentido del humor, la ironía, el erotismo y la sexualidad. Entre la abundante erudición y las observaciones científicas se dan -en los que para mi gusto son los mejores momentos del libro- repentinos giros, rápidos y sorprendentes, que nos transportan hacia el mundo de la imaginación y la creación literaria. No siempre le resulta fácil al lector modesto diferenciar con claridad lo que es verdadero de lo que es ficción o producto de la imaginación del autor. Creo que algunos de los textos de “Papur” que responden a esta mezcla tan bien resuelta en unas pocas líneas son verdaderamente magistrales y merecen figurar en las mejores antologías de relatos breves. Algunas de estas pequeñas joyas literarias se resuelven en una página y sólo en algún caso, como en el magnífico “Lisa en el pozo”, alcanzan una extensión ligeramente mayor. En esta última y en algunas otras historias del libro asoman mundos sombríos de espeluznantes horrores, que también emergían de manera inquietante y notable en algunos pasajes de la magnífica novela “Níquel”.

Algo menos atractiva puede resultar para el lector, esa ha sido al menos mi impresión, la lectura de la última parte del libro, aunque sea notable el breve guión final “Se describe una vida extraña”, escrito a partir del aún más breve texto del mismo título que Ferrer Lerín había publicado en su libro de 1971 “La hora oval” y recogido recientemente en “Ciudad propia”, y que se añade en “Papur” a las doce secuencias cinematográficas que cierran la obra.

En “Papur”, como ya ocurriera en “Níquel”, aparece en varias ocasiones la geografía altoaragonesa. Sobre todo, en el guión cinematográfico “Die Rabe”, que se ambienta en la ciudad de Jaca (casino, calles, polideportivo, estación de ferrocarril) y en algunos lugares próximos a la villa pirenaica (Canfranc, Museo de Dibujo del castillo de Larrés, Campo de Jaca, Canal de Berdún, Abay, La Paúl de Artaso, Macizo de San Juan de la Peña y explanada del Monasterio Nuevo, Sescún, Oroel, Ascara). Según se lee en la nota biográfica que cierra “Ciudad propia”, “Die Rabe” fue escrito en 2001 por encargo del artista Federic Amat y sirvió de base a su autor para su posterior novela “Níquel”. Espléndido es el texto de un par de páginas titulado “Ingesta de carne humana a cargo de aves en las provincias de Lérida y Huesca”.

En resumen, “Papur”, como ya se ha dicho al principio de este artículo, es un libro distinto, heterodoxo y heterogéneo, con momentos de una gran brillantez literaria, que confirma que su autor se encuentra en un buen momento creativo. Esperamos y deseamos que de la polifacética personalidad de Ferrer Lerín surjan nuevos libros que sigan poblando uno de los universos literarios más ricos y singulares del panorama literario español actual.

Papur, Francisco Ferrer Lerín. Editorial Eclipsados. Zaragoza, 2008. 190 páginas.

Carlos Bravo Suárez


viernes, 14 de noviembre de 2008

GEORGE ORWELL EN EL FRENTE DE HUESCA

Celebramos este año el centenario del nacimiento del gran escritor británico George Orwell (India, 1903 - Londres, 1950), autor de obras tan importantes para la literatura del siglo XX como Rebelión en la granja y 1984. En 1938 se publicó Homenaje a Cataluña, reeditado recientemente, en el que Orwell narra sus experiencias en la Guerra Civil española. Aunque el título del libro, algo engañoso, pueda hacer creer otra cosa, toda su estancia en el frente bélico en nuestro país transcurrió en tierras aragonesas: en la Sierra de Alcubierre al principio y en el asedio a la ciudad de Huesca después.

Comienza el relato en Barcelona, a finales de diciembre de 1936, cuando Orwell ingresa en la milicia antifascista del POUM, partido de orientación trotskista con cierta implantación en Cataluna, sobre todo en la provincia de Lérida. A principios del 37, y tras un largo y lento viaje en tren, el escritor llega a Barbastro, lugar que, a pesar de su relativa lejanía del frente, le parece "lúgubre y desolado". En el inicio del segundo capítulo del libro, Orwell explica de manera muy gráfica sus primeras impresiones sobre la guerra y la realidad de los pueblos altoaragoneses: "Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. (...) El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. (...) Era de noche cuando llegamos a Alcubierre. (...) Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esta parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. (...) El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Esta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse donde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se usaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos."

Las decepciones de Orwell continuarán en los días posteriores, cuando por fin se reparten armas entre los nuevos milicianos: "Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable". El espigado miliciano británico nos muestra un frente con escasa actividad bélica en esos primeros días de 1937; los verdaderos enemigos eran el lodo, los piojos -con la llegada de la primavera su presencia se hará casi insoportable-, el hambre y el frío. La mayoría de los milicianos eran muy jóvenes -él cree que el promedio de edad estaba por debajo de los veinte años-, entusiastas pero mal vestidos y peor preparados: "Parecía increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar". Resulta llamativo el uso frecuente que, según se explica en el libro, hacían los combatientes republicanos de los megáfonos en el frente de guerra. Con ellos, los milicianos intentaban convencer, a veces con cierto éxito, al enemigo -pueblo llano en su mayor parte- para que se pasara a su bando, que entendían era el que por su baja condición social verdaderamente les correspondía .

Las cinco principales preocupaciones en las trincheras eran en esos días, por este orden, la leña, la comida, el tabaco, las velas y, por último, el enemigo. Deseoso de acción, Orwell describe la monotonía de la vida en el frente: "Montar guardia, patrullar, cavar; cavar, patrullar, montar guardia". Y nos ofrece, a continuación, esta imagen tan descriptiva de esos días invernales en el páramo aragonés: "En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar en calor". La desorganización y la falta de medios eran completas en esos primeros meses de guerra. Los milicianos del POUM no sólo no disponían de artillería, sino que escaseaban las municiones y las granadas -se decía que las que tenían eran imparciales pues mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba- y carecían del material bélico más indispensable. Por eso, cuando Orwell vuelve a Barcelona y observa que en la retaguardia abundan las armas y se lucen flamantes uniformes, después de enfurecerse por tan evidente contrasentido, empieza a preguntarse por las causas de esa situación incomprensible.

Tras unos primeros meses en la Sierra de Alcubierre -su posición se encontraba en Monte Oscuro, a la vista de Zaragoza-, a mediados de febrero de 1937, la milicia de Orwell fue enviada a integrar el ejército de las diversas columnas de milicianos que sitiaban Huesca: "A cuatro kilómetros de nuestras trincheras, Huesca brillaba pequeña y clara como una ciudad formada por casas de muñecas. Meses antes, cuando cayó Siétamo, el comandante general de las tropas gubernamentales había comentado alegremente: 'mañana tomaremos café en Huesca'. Se produjeron sangrientos ataques, pero la ciudad no cayó, y 'mañana tomaremos café en Huesca' se convirtió en una broma en todo el ejército. Si alguna vez regreso a España -escribe Orwell con ironía-, no dejaré de tomar una taza de café en Huesca."

En los alrededores de la capital altoaragonesa estuvo Orwell unas seis semanas. Su sector utilizaba como cuartel general un establecimiento de campo llamado La Granja. En ese tiempo sólo se realizó una verdadera acción de combate en esa parte del frente: la toma momentánea por asalto del Manicomio de Huesca, que enseguida se tuvo que abandonar al no recibirse el esperado apoyo de otros grupos milicianos. La escasez de casi todo continuaba: "Nuestros uniformes se caían a pedazos, y muchos de los hombres carecían de botas y usaban sandalias con suela de esparto". A finales de marzo se le infectó una mano y tuvo que pasar unos días en el llamado hospital de Monflorite, que era en realidad un centro de distribución de heridos. Sorprende al escritor inglés la ausencia absoluta de religiosidad en la zona -habían desaparecido hasta las inscripciones religiosas de los cementerios- y sobre ello hace una interesante reflexión: "Es posible que la creencia cristiana fuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo, cuya influencia está ampliamente difundida y que, sin duda, posee un matiz religioso". Aparecen citados lugares como la fortaleza medieval de Montearagón, tomada por las milicias y donde se instaló uno de los pocos cañones utilizados por los republicanos; según Orwell, tan viejo y tan lento que daba la sensación de que se podía correr a la par de los proyectiles que expulsaba. Tras ciento quince días en el frente, sin apenas entrar en combate, pero padeciendo en abundancia el frío y la falta de sueño, Orwell partió de permiso hacía Barcelona donde vivió los violentos sucesos de mayo, en los que anarquistas y trotskistas por un lado y comunistas por otro se enfrentaron en las calles de la capital catalana.

Abatido por dichos acontecimientos de la retaguardia y terminado su permiso, el escritor inglés volvió al frente de Huesca, en el que las cosas no habían cambiado mucho. A los pocos días de su regreso y estando en el vértice de un parapeto, a las cinco de la mañana, al asomar la cabeza, recibió un disparo en la garganta que lo hirió de gravedad. Salvó la vida milagrosamente y con una inyección de morfina fue enviado a Siétamo. Al anochecer, y tras un viaje infernal por caminos destrozados, realizado a falta de ambulancias en un bamboleante camión en el que entendió por qué muchos heridos morían en su traslado a los hospitales, llegó a Barbastro, desde donde fue enviado a Lérida y más tarde de nuevo a Barcelona.

Aún volvió poco tiempo después el narrador inglés a nuestra provincia durante cinco días, a mediados de junio, en busca del certificado de incapacidad física que debían sellarle en su unidad de combate. Lo enviaron de un hospital a otro: Siétamo, Barbastro, Monzón, de nuevo Siétamo y Barbastro y finalmente Lérida. Durmió una noche en el hospital de Monzón y pasó un día entero, esperando el único tren diario a Barcelona, en la capital del Somontano, que contempló, cerrando así su periplo altoaragonés en el mismo lugar en que lo había comenzado, con ojos bien distintos a los de su primera visita: "Ahora me resultaba extrañamente diferente. Caminando sin rumbo fijo, descubrí agradables y tortuosas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas con grandes toneles goteantes, altos como una persona, e intrigantes talleres semisubterráneos con hombres haciendo ruedas de carro, puñales, cucharas de madera y las clásicas botas españolas de piel de cabra. Me puse a observar cómo un hombre hacía una de esas botas y así me enteré, con gran interés, de que el exterior de la piel se coloca hacia dentro, de modo que uno bebe pelo de cabra destilado. Las había utilizado durante meses sin saberlo. Y detrás de la ciudad había un río color verde jade, poco profundo, del cual emergía un risco perpendicular, con casas construidas en la roca, de modo que desde la ventana del dormitorio se podía escupir hacía el agua que corría treinta metros más abajo. Innumerables palomas vivían en los huecos del risco". Este es casi el único momento en que George Orwell pudo pasear con tranquilidad por una de nuestras poblaciones. Cuando unas semanas más tarde abandonó España por la frontera francesa, huyendo de las purgas desatadas en Barcelona contra los trotskistas tras la ilegalización del POUM, sólo lleva consigo dos recuerdos del país que nunca volvería a pisar: "una bota de piel de cabra y una de esas lámparas de hierro en las que los campesinos aragoneses queman aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a la de las lámparas de terracota usadas por los romanos hace dos mil años".

El gran escritor inglés -genio visionario para unos, loco idealista para otros- se llevó dos preciados recuerdos de aquellos pueblos altoaragoneses: una bota de vino y un candil de aceite. Justo es que, en el año de su centenario, recordemos su paso por estas tierras en unos tiempos convulsos en que la barbarie de la guerra se apoderó de un país que, afortunadamente, ha dejado atrás, esperemos que para siempre, aquellos días aciagos de sangrientas luchas fratricidas.

Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón el 7 de diciembre de 2003 con motivo del centenario de George Orwell)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

GEORGE J. G. CHEYNE, EL HISPANISTA QUE ESTUDIÓ A COSTA

Hace 15 años que murió George J. G. Cheyne, el gran hispanista inglés que estudió, como nadie lo había hecho antes, la vida y la obra del ilustre polígrafo y pensador altoaragonés Joaquín Costa. Su muerte se produjo a finales de diciembre de 1990 en la localidad inglesa de Newcastle upon Tyne, donde residía y de cuya universidad fue doctor en Filosofía y Letras y más tarde director del Departamento de Estudios Hispánicos y Latinoamericanos. Había nacido en 1915 y contaba, por tanto, con 75 años de edad cuando se produjo su fallecimiento.

No es necesario celebrar ningún aniversario para recordar la extraordinaria labor investigadora llevada a cabo por Cheyne, merecedora de reconocimiento permanente por quienes aprecian la cultura en general y están interesados en la obra y el pensamiento de Costa en particular. Su figura es, sin duda, respetada y admirada por los costistas, que lo consideran el primero entre los suyos, pero Cheyne sigue siendo un desconocido para una gran mayoría de aragoneses y españoles. Tras su muerte, se dio su nombre a una calle de Graus, lugar que el británico visitó ininterrumpidamente durante los últimos treinta veranos de su vida y donde Costa pasó buena parte de la suya hasta el fin de sus días en 1911. Son, sin embargo, muchos los grausinos que ni siquiera conocen por su nombre actual dicho pasaje, pues sigue utilizándose su anterior denominación popular y una placa oscura impide leer la inscripción con claridad. Merecería el gran hispanista, que tanto quiso a Graus y a Costa, un lugar más relevante en la memoria del pueblo. Gran acierto es, sin duda, dar su nombre a la biblioteca de la sede de la UNED en Barbastro. Es proverbial la falta de gratitud de los aragoneses con los suyos e incluso también, a veces, tal vez menos, con algunos foráneos que han hecho mucho por destacar nuestra cultura.

Es cierto, por otro lado, que coincidiendo con su muerte, los estudiosos de Costa rindieron merecido homenaje a Cheyne. Fue en la revista "Anales de la Fundación Joaquín Costa", en su número 7, publicado en Madrid en 1990. En una docena de páginas, mostraban su admiración por el hispanista devotos de Costa - algunos también descendientes suyos - en sentidos artículos firmados por Alfonso Ortega Costa, José María Auset Viñas, Josep Fontana - de quien se reproducía parte de su elogioso prólogo a la biografía de Costa escrita por el inglés -, Gloria Medrano y Lorenzo Martín-Retortillo Baquer. Este último hizo también loa del hispanista fallecido en una magnífica colaboración publicada al año siguiente en el BILE (Boletín de la Institución Libre de Enseñanza). Todos ensalzaban su dedicación y su rigor intelectual, pero también su calidad humana y su simpatía. Especialmente interesante es el artículo del grausino José María Auset Viñas, que afirma con absoluto acierto que en los estudios sobre Costa se observan dos épocas bien diferenciadas: la anterior a Cheyne, en la que, salvo alguna excepción, muchos de los trabajos que a él se dedicaron contribuyeron más que a otra cosa a crear confusión sobre su figura; y la época posterior a los estudios del inglés, quien sentó las bases para un análisis más objetivo, riguroso y sistemático tanto de la vida como de la obra del ilustre polígrafo. Aprovecho para mostrar aquí mi gratitud al señor Auset por su amabilidad, las informaciones que sobre Cheyne me facilitó y los libros que me prestó, y para destacar el cariño que ha mostrado siempre hacia la figura de su tío-abuelo, cuyo legado ha conservado con esmero. A sus más de noventa años sorprende la lucidez de su conversación y la claridad de sus recuerdos y opiniones. Por encima de todo lo demás, el señor Auset destaca en Cheyne su gran humanidad: a su elevada estatura física unía un gran corazón. También su paciencia y su desconocimiento de la prisa, y la gran importancia que en su vida y en su trabajo intelectual tuvo su mujer, Asunción Vidal, doctora en psiquiatría y colaboradora codo con codo con su marido, algunas de cuyas obras y artículos tradujo, espléndidamente, del inglés al español. Durante treinta años, de 1960 a 1990, en el mes de agosto Cheyne nunca faltó a su cita grausina.

Como el propio hispanista indica, fue fundamental en su elección de Costa como objeto de estudio el hecho de haber conocido en 1960 en Barcelona a su hija Pilar, cuya franqueza y bondad le causaron honda impresión y quien le ayudó, al igual que sus hijos, en su labor investigadora. Si Cheyne conoció a la única hija de Costa fue debido a la familia de su mujer, cuyo padre, Joan Françesc Vidal i Jové, era amigo de doña Pilar. El hijo de ésta, Alfonso Ortega Costa, reproduce en su artículo de la revista "Anales" en homenaje a Cheyne la carta de presentación que el señor Vidal envió a su madre en 1959 y parte de cuyo texto es el siguiente: " Entre las cosas pintorescas que me han salido con los años, he de citar un yerno inglés que se llama G.J.G. Cheyne, muchacho encantador y con el grave defecto de ser inteligente, que casó con mi hija Asunción (la que es médico). Recientemente ha conseguido la licenciatura de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Londres y, al preparar su tesis para el doctorado, ha elegido como tema la obra y vida de Joaquín Costa". La hija del gran polígrafo recibió a Cheyne a instancias de su suegro y, como hemos dicho, el conocimiento directo de aquélla reafirmó al estudioso británico en su idea de convertir a Costa en tema de su tesis doctoral.

Rememora el nieto de Costa en el mismo artículo el primer viaje de Cheyne desde Barcelona a Graus y Monzón en el verano de 1960 para conocer los principales lugares costistas de ambas localidades. En un Citroen "dos caballos", realizaron el viaje el matrimonio Cheyne y los nietos de Costa, Rafael y Alfonso. Visitaron primero su casa natal en Monzón y la iglesia de Santa María del Romeral, donde Cheyne tomó fotografías de la pila en que fue bautizado el escritor y habló con el vicario de la iglesia sobre el deficiente estado de conservación de su partida de bautismo. En Graus, visitaron la plaza Mayor, la plaza de Coreche, donde se halla la casa en la que vivió la familia Costa Martínez, la casa donde murió don Joaquín - como a Cheyne gustaba llamarlo -, en la calle que ahora lleva su nombre, y el monumento a él dedicado que preside la calle Salamero.

A este primer viaje sucedieron, como hemos dicho, muchos otros, y Cheyne fue teniendo acceso a los legajos del archivo grausino de Costa, que en gran medida fue microfilmado por el hispanista para su mejor estudio y su preservación de cualquier contingencia. Una de las cosas que me comentó el señor Auset fue el gran conocimiento que tenía Cheyne de los papeles del archivo de Costa en Graus, pues a veces le escribía para solicitarle algún dato y le indicaba con absoluta precisión el lugar donde éste se hallaba. Viajó el estudioso inglés en busca de documentación e informaciones que contribuyeran a su mejor conocimiento de Costa a los lugares que hizo falta: sobre todo a Madrid, pero también, cuando fue necesario, a La Solana, en La Mancha, donde Costa vivió un prolongado pleito que consumió durante largo tiempo muchas de sus energías. De sus frecuentes visitas a Huesca, cuenta L. Martín-Retortillo en el citado artículo en el BILE que Cheyne decía que dormía mucho mejor desde que en la ciudad había un importante equipo de baloncesto, pues eso había obligado al hotel en que solía hospedarse a instalar camas especiales para personas de elevada estatura. Al margen de esta graciosa anécdota hay que insistir en que el inglés dedicó mucho tiempo de su vida al conocimiento objetivo y riguroso de la compleja figura de Costa. Y el resultado son sus magníficos libros en los que, además de plasmar toda esa gran dedicación y entrega, trasmite al lector sus conocimientos con claridad y de forma amena, haciendo fácil e inteligible a todos la gran complejidad vital e intelectual de la rica personalidad del gran jurista y orador aragonés. Ese es, en mi opinión, su mayor logro. Cheyne huye de cualquier pedantería y lejos de la farragosidad de muchos de los textos que sobre el llamado "León de Graus" se han escrito, redacta sus obras con sencillez y precisión, a la vez que con exquisita corrección y elegancia.

La primera obra de Cheyne sobre Costa fue su tesis doctoral "A bibliographical Study of the Writings of Joaquín Costa", editada en Londres en 1972 y traducida al español por su mujer en 1981 como "Estudio bibliográfico de la obra de Joaquín Costa (1846-1911)". Se trata de un extraordinario trabajo de recopilación, ordenación e inventario de toda la ingente, dispersa y variada obra de Costa, y supone un ejemplo de dedicación, metodología y rigor. El libro constituye una herramienta imprescindible para quien quiera abordar en toda su extensión la obra escrita del ilustre altoaragonés.
En el mismo año de 1972, se publicó "Joaquín Costa, el gran desconocido", al que se añadía el subtítulo de "esbozo biográfico" que podía hacer pensar en unos meros apuntes sobre la vida del personaje estudiado. Nada más lejos de la realidad: el libro es un extraordinario acercamiento a la figura humana del escritor, a sus humildes orígenes, a su infancia en un mundo hostil a su extraordinaria inteligencia, a su voluntad de hierro para superar los obstáculos físicos y materiales que padecía, a sus desengaños, a las injusticias sufridas por su humilde cuna, su procedencia y su vinculación al ideario krausista y librepensador de la Institución Libre de Enseñanza, a su frustrado amor con Concepción Casas por esos mismos motivos, a su paternidad casi clandestina, a sus sinsabores políticos, a su soledad, a su descomunal capacidad intelectual y de trabajo, a su integridad y honradez tal vez obsesivas pero siempre ejemplares y modélicas, a los intentos de manipulación de su pensamiento y su figura, tanto en vida como después de su muerte, a su enfermedad degenerativa que lo convirtió en una ruina física como él, en los momentos de desánimo, decía de sí mismo. Ninguna biografía anterior ni estudio posterior sobre su vida nos ha acercado tanto al Costa hombre, al sabio incomprendido, al titán en lucha solitaria y sufriente contra la hipocresía y la falsedad del mundo. Es sintomático de la cultura de un país o de una comunidad que una biografía ejemplar sobre uno de sus hijos más ilustres lleve más de treinta años sin ser reeditada y sea hoy imposible de encontrar en las librerías, y eso cuando un año tras otro políticos de todos los colores y pelajes se llenan la boca hablando de alguien a quien, a buen seguro, si volviera a vivir ignorarían o harían la vida imposible como ya le sucedió en vida.

Publicó Cheyne tres epistolarios de Costa con tres importantes personajes de la época con los que mantuvo una estrecha relación: Manuel Bescós, Francisco Giner de los Ríos y Rafael Altamira. Las cartas intercambiadas con Bescós vieron la luz en 1979 con el título de "Confidencias políticas y personales: Epistolario Joaquín Costa - Manuel Bescós (1899 -1910)". Cheyne dedicó el libro a José María Auset Viñas. Manuel Bescós Almudévar (Escamilla, 1866 - Huesca, 1928) era un abogado y hombre de negocios, viajero y culto, que llegó a ser alcalde de Huesca por algunos años. Su padre, que ayudó a Costa a su llegada a la capital altoaragonesa, era carlista convencido y por ese motivo rompió con aquél cuando evidenció posturas liberales y krausistas. Sin embargo, Bescós (hijo) fue siempre devoto seguidor de Costa y admirador de su pensamiento. Podríamos decir que era el hombre de confianza de Costa en la ciudad de Huesca para sus proyectos regeneracionistas. Por eso predominan los temas políticos en su epistolario y en él podemos conocer la verdadera opinión, espontánea y sin tapujos, del gran polígrafo sobre la situación política y sobre algunos personajes de la época (especialmente negativas son sus impresiones sobre Alba y Paraíso, sus dos acompañantes en la frustrada aventura de la Unión Nacional). En una carta de 1907, enviada desde su retiro de Graus, Costa muestra su agradecimiento a Bescós, pero deja traslucir su intensa sensación de fracaso tras sus sucesivas intentonas políticas: "Fracasé, ha fracasado el republicanismo; ha fracasado España. Y no me cumple ya más sino hacer honor a ese mi fracaso, doblándole la frente, sometiéndome decorosamente, sin patalear, a la fatalidad de mi impotencia, ahogar la ira en el silencio y oscuridad de este rincón, maldecir a los traidores de 1899-1900 y a los infieles de 1903-1907, llorar los años de vida perdidos en perseguir una utopía -la resurrección de un cadáver putrefacto-, y expresar a usted una vez más el testimonio de mi agradecimiento como español por su concurso de entonces, como por su ofrecimiento y buena memoria de ahora". Pero no todo es política en la correspondencia entre los dos ilustres altoaragoneses, hay siempre referencias a su amistad, a sus situaciones personales e incluso a los temas literarios. Así, Bescós envía a Costa su libro "Las tardes del sanatorio" sobre el que Costa ejerce su crítica literaria, en algún momento algo severa, y que el discípulo encaja sin reparo como todo lo que viene de su maestro. Incluso en 1910 envía a éste un proyecto de novela que pretende titular "El último tirano" y sobre el que Costa, cada vez más enfermo, no llega a contestar, tal vez molesto porque Bescós interfiera en sus propios planes novelísticos. Bescós, que adoptó el nombre literario de Silvio Kossti, no convirtió ese proyecto en realidad, pero sí escribió dos nuevas obras (además de "Las tardes del sanatorio", de la que existe una edición de 1981 en Guara Editorial): "La gran guerra" (1917), donde proclama su germanofilia, y "Epigramas", que mandó retirar al poco de su publicación y que fue editado en 1999 en La val de Onsera.

En 1983, Cheyne publicó "El don de consejo. Epistolario de Joaquín Costa y Francisco Giner de los Ríos (1878 -1910)". Francisco Giner de los Ríos (Ronda, 1839 - Madrid, 1915) era una de las figuras más señeras de la cultura española del momento, profesor de la Universidad, fue fundador y director de la Institución Libre de Enseñanza. Cuando Costa llegó a Madrid, encontró en Giner al maestro y al hombre íntegro que buscaba como modelo y referente. Al ser el malacitano apartado de la docencia universitaria en 1875 por cuestiones políticas, en solidaridad con él -y pese a lo mucho que necesitaba el puesto-, Costa renunció a la plaza de profesor supernumerario de la Universidad madrileña y se vinculó a la Institución Libre de Enseñanza. Este hecho será determinante para su futuro, pues los conservadores ultramontanos consideraban a los librepensadores krausistas poco menos que demonios y procuraban cerrarles todas las puertas. Aunque años después Costa se alejó de la Institución, siempre mantuvo su amistad con Giner. El epistolario publicado por Cheyne arranca con una carta cuyo grado de confianza muestra que entre los dos personajes existía ya una amistad consolidada. En dicha epístola, de enero de 1878, Costa, que va a cumplir 32 años, explica a Giner su enamoramiento de una muchacha de Huesca llamada Concepción Casas, por la que cree ser correspondido pero cuyo padre, "aunque médico y catedrático, es ultramontano intransigente" y, al saber la pertenencia de Costa a la Institución Libre de Enseñanza, impide la continuidad de la relación. Ante el sufrimiento que ello le provoca, Costa solicita la opinión de Giner -"que posee el don de consejo"- para saber la actitud que debe adoptar ante el rechazo. La respuesta de Giner tarda en llegar y en ella, con buenas palabras, aconseja a Costa que desista de forzar la situación y que "abandone el campo resueltamente y sin insistencias, que serían ya una ofensa a la conciencia de esa señorita, y envolverían una persecución impropia de un hombre de honor". Giner termina diciendo que "sentiría vivamente ver que usted decayese ante los demás como ante sí mismo", porque "los hombres deben guardar para la intimidad sus penas y dolores: en público, morir, si es preciso, con la sonrisa en los labios, con gracia y sin sensiblería". La carta de respuesta de Costa se inicia con una sentencia para referirse a la frialdad exigida por Giner: "Usted no es un hombre, es una categoría". Pero el aragonés acepta el consejo de su amigo con una mezcla de resignación e ironía: "Es verdad, nada de comunión de penas; nada de válvulas, sonría la primavera sobre el cráter; ya que nacemos llorando, muramos riendo; seamos héroes, no mujeres: tengamos corazón para sufrir y esconder el sufrimiento". Me he detenido en estas primeras cartas que muestran el grado de absoluta confianza que reina entre los dos personajes e ilustran sobre la frustrada relación amorosa de Costa con Concepción Casas. La correspondencia entre ambos -son 124 las misivas reproducidas en el libro- continuará hasta la muerte del aragonés. Éste siempre busca el magisterio y la aprobación de Giner a sus proyectos políticos e intelectuales y halla en sus consejos un refreno a su carácter a menudo demasiado impulsivo y temperamental. Sin embargo, en ocasiones las diferentes procedencias sociales de ambos -Giner venía de una familia acomodada - afloran y provocan un cierto resentimiento en Costa: "Tengo una fisiología diferente de la de ustedes, y con ello unos tiempos y unos medios muy diferentes. Me he resignado hace tiempo a vivir fuera de la comunión de los que han tenido fisiología y psicología y economía acomodadas al medio y pueden hablar el lenguaje de su planeta y moverse en él".

La muerte sorprendió a Cheyne cuando estaba preparando la edición del epistolario de Costa con el gran historiador y jurista Rafael Altamira (Alicante, 1866 - México, 1951), que pudo ver la luz en 1992, dos años después del fallecimiento del estudioso británico. El libro lleva el título de "El renacimiento ideal: epistolario de Joaquín Costa y Rafael Altamira (1888-1911)" y contiene un gran número de cartas entre ambos, a veces simples notas a entregar en mano que desempeñaban una función que años después vino a sustituir el uso del teléfono. Altamira es más joven que Costa y se considera su admirador y discípulo; su gran preparación intelectual le llevó a seguir una rápida y brillante carrera. La relación entre ambos es, sobre todo, intelectual y erudita, y menos personal e íntima que en los dos casos anteriores. Sin embargo, su amistad crece con el trato, a la vez que el respeto mutuo por la solidez de sus respectivas formaciones. No obstante, en algunas cartas se observa el intento fallido de Costa de involucrar más a Altamira en sus proyectos políticos, que hace que se sienta decepcionado por la falta de verdaderos apoyos obtenidos entre la élite universitaria.

En 1991, un año después de la muerte de Cheyne, se publicó el libro "Ensayos sobre Joaquín Costa y su época", en el que se recogen -con una magnífica introducción de Alberto Gil Novales- once escritos del hispanista, algunos publicados en prensa y otros transcripciones de conferencias y presentaciones de libros. Estos trabajos contribuyen a ampliar algunos aspectos de la vida y la obra de Costa que Cheyne ya había tratado en su biografía y en sus libros anteriores. En algunos de los ensayos que leemos en esta recopilación podemos ver, entre otras cosas, la derrota de Costa frente a Marcelino Menéndez Pelayo en su lucha por el premio extraordinario del doctorado de Filosofía y Letras, a pesar de que el erudito cántabro no se había ajustado al tema propuesto para examen. También conocemos la decisiva intervención del aragonés para salvar de la muerte al anarquista catalán Pere Corominas, condenado a la pena capital tras ser considerado autor moral de un atentado con bomba en Barcelona en 1896; o cómo, de las dos cartas enviadas por Galdós a Costa en 1901, se deduce una sincera y sólida amistad entre ambos. Muy esclarecedor es también el trabajo en el que Cheyne explica las causas del fracaso de la Unión Nacional que resume en dos: su falta de constitución en verdadero partido y la precipitada y poco organizada cuestión de la resistencia al pago. Costa nunca estuvo de acuerdo con ese procedimiento, pero -desmintiendo a quienes le acusan de soberbio- se sometió a la decisión de la mayoría y aceptó una propuesta que, como él preveía, constituyó un estrepitoso fracaso. Complemento de su libro biográfico es el artículo "Enfermedad y muerte de Joaquín Costa y la tragicomedia de su entierro en Zaragoza". En él, Cheyne defiende la tesis de que el gobierno de Madrid, ante el temor a verse desbordado por las manifestaciones contrarias si Costa -con gran predicamento moral entre las clases populares- era enterrado en la capital como se había decidido, instigó la detención del cortejo fúnebre en Zaragoza y el entierro en la misma del ilustre finado.

Sin hacer referencia a otras colaboraciones, artículos o prólogos de obras ajenas, hemos visto la importancia capital de la obra de Cheyne para el conocimiento de Costa. Por eso, es de lamentar que sus libros no se reediten y que su figura no sea todo lo reconocida y recordada que merece. George Cheyne es, sin duda, un ejemplo de dedicación rigurosa y honesta al estudio y a la difusión de la figura de Joaquín Costa, una de las más grandes e importantes personalidades que el Alto Aragón ha dado a lo largo de la historia.

BIBLIOGRAFÍA DE GEORGE J. G. CHEYNE

- "A bibliographical Study of the Writings of Joaquín Costa". Tamesis, Londres, 1972.
- "Joaquín Costa, el gran desconocido". Ariel, Barcelona,1972.
- "Confidencias políticas y personales: Epistolario J.Costa-M.Bescós, 1899-1910". Institución Fernando el Católico, Zaragoza,1979.
- "Estudio bibliográfico de la obra de Joaquín Costa". Guara Editorial,Zaragoza,1981.
- "El don de consejo: Epistolario de Joaquín Costa y Francisco Giner de los Ríos". Guara Editorial, Zaragoza,1983.
- "Ensayos sobre Joaquín Costa y su época". Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca, 1991.
- "El renacimiento ideal: Epistolario Joaquín Costa y Rafael Altamira (1888-1911). Instituto de Cultura "Juan Gil-Albert", Alicante, 1992.

No incluyo en esta lista otros trabajos escritos por Cheyne a lo largo de sus años de dedicación a Costa: artículos, conferencias, colaboraciones en obras colectivas o prólogos a obras ajenas. No hay que decir que todos ellos, aunque tal vez de menor envergadura, tienen también un indudable interés.

Carlos Bravo Suárez

(Artículo, algo corregido y ampliado, publicado el 10 de agosto de 2005 en el Diario del Alto Aragón, en el número especial de las fiestas de San Lorenzo)

Artículo colgado en la página de la biblioteca de la UNED de Barbastro: https://www.unedbarbastro.es/Default.aspx?id_servicio=56

José María Auset, sobrino nieto de Costa y citado en este artículo, falleció en Graus el 20 de febrero de 2007. Había nacido en la capital ribagorzana en 1912.