Carlos Castán (Barcelona,
1960) ha estado siempre muy vinculado a Huesca, ciudad en la que vivió
bastantes años, y actualmente reside en Zaragoza, donde trabaja como profesor
de instituto. Podemos decir, por tanto, que, aunque nació en Barcelona, Castán
es uno de los más destacados escritores aragoneses actuales. Por su trayectoria
literaria, es también uno de los valores más sólidos y con mejores cimientos de
la narrativa española reciente. Después de sus magníficos libros de relatos Frío de vivir (1997), Museo de la soledad (2000) y Sólo de lo perdido (2008), y de sus
textos sobre la Ruta 66 con ilustraciones de Dominique Leyva en el libro Polvo en el neón (2013), ha publicado
recientemente La mala luz, su primera
y esperada novela.
La
mala luz va de soledades inmensas y de pasiones intensas que
intentan rellenarlas. Dos hombres maduros, el narrador del relato y el
desmesurado Jacobo, coinciden en Zaragoza tras fracasar en sus respectivos
matrimonios y dejar atrás una ciudad anterior más pequeña y provinciana. Ambos
se hacen mutua compañía y comparten aficiones cinematográficas y literarias. La
presencia del narrador en la casa y en la vida de Jacobo se hace aún mayor
cuando éste comienza a sentir unos miedos aterradores que parecen infundados,
pero que acaban en su sangriento asesinato. A partir de ahí aparece Nadia en la
novela, una mujer fatal, una amantis de vuelo trágico y pasión devoradora.
La
mala luz es pura literatura. Los personajes de la novela, y esto
no es demérito de la misma, son más literarios que reales, desmesuradamente
románticos y destructivamente vitales y apasionados. De un romanticismo
wertheriano, son y se confunden con sus lecturas, sus películas de culto, su
pasado perdido y su deseo de volver a perderse y de perderlo todo, hasta la propia
vida, en una pasión que entraña, a la postre, una soledad renovada que deambula
tambaleante entre el suicidio y la más negra bohemia.
Carlos Castán, con un estilo
propio, personal e intransferible, ha construido una novela de ritmo
introspectivo y lento, con mucho lirismo y una poesía que roza a veces el
malditismo, con digresiones –como los casi surrealistas episodios del narrador
con su madre– que se acuerdan siempre de volver al cauce narrativo para
engrosar su caudal, y con una escritura profunda, de sintaxis redonda y
envolvente y muchas y variadas referencias culturales. Donde algunos hechos
históricos recientes, como la Guerra Civil, Auschwitz o el desembarco de
Normandía, pueden funcionar como paralelismos metafóricos de otros tantos trances
vitales de los protagonistas.
No es La mala luz una novela para cualquier tipo de lector ni dirigida al
gran público. Mira más hacia dentro que hacia fuera y hay más sentimiento y
melancolía que acción, entretenimiento y superficie. Carlos Castán ya había
demostrado sobradamente su maestría literaria en el relato corto, y ahora no
desentona en absoluto en la novela. Su universo está poblado de fríos vitales,
soledades de museo y tiempos perdidos, que encontramos de nuevo, y aun
multiplicados, en La mala luz, esa
mirada triste de nuestra condición humana siempre anhelante y a la vez
insatisfecha.
Carlos Bravo Suárez
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