La Guerra contra la
Convención fue un conflicto bélico, hoy casi olvidado, que enfrentó a España y
Francia entre 1793 y 1795. El escenario geográfico de esta corta guerra fueron
las regiones fronterizas entre ambos países y, por lo tanto, la cadena
pirenaica en toda su extensión. Aunque por sus menores dificultades orográficas
tuvo una mayor incidencia en las zonas extremas de la cordillera, la guerra
también se dejó sentir, si bien con menor intensidad, en el Pirineo aragonés.
Eclipsada por la posterior
Guerra de la Independencia, de mucha mayor trascendencia y envergadura, la
Guerra contra la Convención, que en Cataluña se conoce como Guerra Gran, ha
sido poco estudiada por los historiadores modernos. En Aragón, este episodio
bélico fue analizado con detalle por José Antonio Ferrer Benimelli en una
magnífica tesis doctoral que fue publicada en forma de libro con el título de
“El Conde de Aranda y el frente aragonés en la Guerra contra la Convención”
(Publicaciones Revista Universidad, Zaragoza, 1965). Ferrer Benimelli es
también autor del capítulo “Aragón ante la Revolución francesa”, dentro del
libro colectivo “España y la Revolución francesa” (Crítica, Barcelona, 1989),
del historiador galo Jean-René Aymes, gran especialista en este periodo.
Desde el punto de vista
militar, hay varios gruesos volúmenes del Estado Central del Ejército dedicados
al conflicto, publicados entre 1949 y 1959 por el Servicio Histórico Militar
con el título de “Campañas en los Pirineos a finales del siglo XVIII”. Más
recientemente, en 1997, dentro de las “Actas del III Congreso Internacional de
Historia Militar”, editadas por la Institución Fernando el Católico, se
incluyen varias ponencias relacionadas con la participación aragonesa en la
Guerra contra la Convención.
La causa primera del
conflicto fue la Revolución francesa de 1789. El estallido social que supuso y
especialmente su contenido anticlerical y antimonárquico pusieron en alerta a
la Corona española, cuyo titular Carlos IV había establecido un pacto de
familia con su primo, el derrocado y después guillotinado Luis XVI. La nobleza
y el influyente y beligerante clero español iniciaron una fuerte campaña
antirrevolucionaria y antifrancesa que tuvo una entusiasta respuesta popular en
el primer año del conflicto, pero que se fue desinflando a medida que éste
avanzaba y llegaban los reveses militares para el ejército español.
No toda la sociedad española
estaba a favor de la guerra. Algunas minorías ilustradas e intelectuales –luego
tildadas de afrancesadas– preferían evitar el conflicto con Francia. Uno de los
más destacados partidarios de la neutralidad armada frente al expansionismo
ideológico revolucionario francés fue el Conde de Aranda. El ilustrado
aristócrata aragonés era el valido real al inicio del conflicto y su oposición
al mismo le costaría el puesto y el exilio interior. Ferrer Benimelli, en su
magnífico libro, desmonta las tesis de quienes creen que Aranda era
simpatizante de la Revolución Francesa y lo acusan de masón. Aranda simpatizó
con las ideas ilustradas, pero se mostró claramente defensor de la Monarquía al
ver los derroteros que habían tomado los acontecimientos en Francia. Sus
argumentos contra la guerra, luego convertidos desgraciadamente en realidad,
eran que España poco tenía que ganar en ella y sí mucho que perder, sobre todo
frente a la rapiña inglesa en las colonias españolas en América. Aranda siempre
consideró a Inglaterra, y no a Francia, como el verdadero enemigo de España.
Sea como fuere, la escalada
entre ambos países tomó un cariz irreversible y Francia declaró la guerra a
España el 7 de marzo de 1793. España devolvió la declaración bélica el día 23
del mismo mes. Siguiendo casi en todo a Ferrer Benimelli, pretendo resumir aquí
la incidencia que el conflicto tuvo en nuestra comarca ribagorzana y
principalmente en el valle de Benasque, escenario de algunas escaramuzas
armadas durante la guerra que nos ocupa.
Una de las primeras
consecuencias de la Revolución fue la llegada a España de muchos exiliados franceses,
nobles y clérigos en su mayoría. Huían de las persecuciones revolucionarias,
pero pronto supusieron un problema para las autoridades españolas a quienes, al
igual que al pueblo llano, impregnado de galofobia, no inspiraban demasiada
confianza.
Ya desde el estallido
revolucionario en el país vecino, el gobierno español, con Floridablanca como
primer ministro, tomó medidas drásticas para evitar que las ideas
revolucionarias penetraran en España. Fue el llamado cordón sanitario, que se
estableció a lo largo de la frontera pirenaica desde 1790. Uno de los aspectos
destacables de esta guerra fue el uso de espías y confidentes a ambos lados de
la frontera. Así, en junio de 1792, llegó al gobernador español del valle de
Arán la noticia de la existencia de un complot francés para matar al rey de
España. Según las informaciones, tres franceses, cuyo nombre y descripción
física se conocían con detalle, pretendían atravesar la frontera haciéndose
pasar por caldereros para intentar llegar a Madrid y consumar el magnicidio. El
gobernador de Viella escribió al caballero benasqués José Ferraz para ponerlo
sobre aviso. El alcalde de Benasque, Juan Ignacio Cornel, ordenó una intensa
vigilancia de la frontera y se consiguió detener a uno de los sospechosos, un
tal Bautista Labadens, que sabemos falleció en la cárcel unos años más tarde.
Los franceses que viajaban con él, y contra quienes nada se pudo probar,
seguían en prisión “por si acaso” en 1796, una vez que las hostilidades ya
habían terminado.
A finales de 1792 se fue
preparando la guerra con la movilización de unidades militares y la formación
de milicias populares en cada provincia. En el partido de Benabarre, al que
correspondía la comarca de Ribagorza, según un documento fechado el 24 de mayo
de 1793, se habían apuntado 288 voluntarios. Las milicias populares fueron, sin
duda, fundamentales en el frente de Aragón.
Al iniciarse la guerra se
crearon tres ejércitos en el Pirineo. El más numeroso fue el del frente
catalán, con unos 32.000 hombres al mando del general Ricardos, barbastrense de
nacimiento. El frente occidental vasco-navarro, a las órdenes del general Caro,
contaba con un total de unos 20.000 hombres, entre soldados y voluntarios. El
frente aragonés estaba al mando de Don Pablo Sangro y Merode, príncipe de
Castellfranco, y entre militares y paisanos se aproximaría a los 6.000 hombres.
Su misión era defender los difíciles pasos centrales del Pirineo y ayudar, si
la situación lo exigía, como así ocurrió, a los otros dos ejércitos pirenaicos.
A finales de marzo, nada más
iniciarse las hostilidades, los franceses ocuparon por completo el valle de
Arán. La operación resultó fácil por encontrarse esta región en la vertiente
norte de los Pirineos. La situación obligó tanto al ejército catalán como al
aragonés a defender bien las posiciones montañosas y evitar que los galos
continuaran hacia el sur, como al parecer llegó a ser su intención en algunos
momentos. Pese a que hubo algunas disidencias entre Castellfranco y Ricardos,
el ejército español, con gran participación de paisanos, logró contener los
intentos franceses de superar los elevados puertos que separan las dos
vertientes pirenaicas.
Cuando el conflicto se
declaró, se puso en marcha un gran movimiento patriótico impulsado por la
iglesia y la nobleza. Ambos estamentos participaron activamente en la
movilización. Desde el primer momento la Iglesia trató de convertir el
conflicto en una guerra de religión, en la que los españoles defendían el trono
y el altar frente a los impíos franceses, republicanos y ateos. Hubo una activa
participación de sacerdotes rurales en las actividades bélicas. En un documento
que se conserva, los curas del valle de Puértolas, en Sobrarbe, solicitan armas
al mando militar, que les contesta que éstas les serían enviadas desde Benasque.
Los clérigos responden que prefieren ir ellos mismos a buscarlas a Barbastro,
porque les resulta más fácil y podrán así disponer antes de ellas. El obispo de
Barbastro ofreció al ejército los derechos y las rentas de las villas
ribagorzanas de Graus y Chía. Cuando Castellfranco subió con su ejército desde
Huesca hasta Graus, el obispo barbastrense lo alojó en su palacio episcopal y
se sumó a la expedición. El teniente coronel de las Reales Guardias Walonas, en
una carta escrita desde Graus a un colega suyo, hace esta irónica observación
sobre el hecho de que Castellfranco contara con la compañía del prelado: “El
segundo (el obispo) me parece más necesario que el primero (el príncipe), pues
nos proporciona víveres y nos prodiga muchas bendiciones”.
Los tres lugares principales
de Ribagorza con contingentes militares fueron, por orden de importancia y
número de efectivos, Benasque, Vilaller y Graus. Aunque Vilaller pertenece en
la actualidad a Cataluña, en aquel tiempo se incluía en Aragón y durante el
conflicto fue custodiado por el ejército aragonés de Castellfranco. Vilaller
era, además, un punto estratégico para la defensa de las incursiones francesas
desde el valle de Arán. En el primer año de guerra, el sector oriental del
Pirineo aragonés estaba al mando del comandante Mariano Ibáñez y contaba con
1476 hombres para la defensa de Benasque, Viella, Vilaller y todos sus núcleos
agregados.
Fue en los meses de septiembre
y octubre de 1793 cuando se registraron importantes combates en el valle de
Benasque. Tras una acción española en el valle de Tena, los franceses que
ocupaban el valle de Arán intentaron romper las defensas españolas y penetrar
en nuestro país: primero por Vilaller, luego por Esterri d´Àneu y más tarde por
Benasque. En este último caso, su plan consistía en descender hasta Graus y
continuar después hacia Barbastro, Monzón y el valle del Ebro. Los intentos
franceses resultaron infructuosos por la enconada resistencia ofrecida por los
españoles.
El 4 de septiembre los galos
atacaron los puertos de Rius y Viella y el Coll de Toro y el puerto de los
Araneses en Benasque. Incendiaron varios barracones y se retiraron. El 3 de
octubre el ataque se extendió también a los valles de Bielsa y Gistaín. La
fuerte ofensiva de ese mismo día sobre Benasque y Plan obligó al príncipe de
Castellfranco a desplazarse con urgencia desde Jaca para dirigir personalmente
las operaciones de defensa. Los franceses, con una columna de un millar de
efectivos, atacaron la zona del Hospital de Benasque desde los puertos de los
Araneses y Gorgutes. Simultáneamente, atacaron también con dos mil soldados el
puerto de Plan. Los combates duraron todo el día y los franceses, con muchas
bajas, tuvieron que retirarse por la tarde. Sin embargo, los días 6 y 9 de ese
mismo mes, aún con más efectivos y con cuatro cañones, volvieron a atacar el
valle de Benasque. La situación fue muy delicada para el ejército aragonés que
logró detener el ataque en las inmediaciones del Hospital, principalmente en el
paraje denominado Esquerrero, entre los Baños y el propio Hospital de Benasque.
Tras fuertes combates y una operación envolvente de las fuerzas españolas, los
franceses tuvieron que retirarse definitivamente.
Esos días de 1793 serían sin
duda de gran agitación y temor en el valle de Benasque. Se conservan dos
documentos –uno del 22 de agosto y otro del 6 de septiembre– en los que se
insta a todos los pueblos próximos a Benasque a poner a disposición del
ejército todas las caballerías existentes. Entre éstas, que son denominadas
bagajes, se distingue entre mayores y menores. Las mayores son los caballos y
mulos; las menores, los burros. Además, se distingue también entre las
caballerías de los infanzones, las del estado llano y las del clero. Los
pueblos incluidos en esta lista son: Cerler, Anciles, Eresué, Ramastué, Liri,
Arasán, Urmella, Bisaurri, San Feliu, San Martín, Gabás, El Run, Castejón, Sos,
Sesué, Villanova, Sahún, Eriste y Benasque. En total hay 335 bagajes mayores y
122 menores. También se demanda un total de 130 mozos, repartidos
proporcionalmente entre los distintos pueblos, para conducir las caballerías
mayores.
Tras este intento fallido, y
con la llegada de los fríos y las nieves, los franceses abandonaron la idea de
penetrar en España por el Pirineo central. Aunque hubo algunas escaramuzas en
la zona de Canfranc y en el valle de Arán, el valle de Benasque ya no volvió a
ser objeto de ataques hasta el final de la contienda. La guerra pasó a librarse
en los frentes occidental y oriental del Pirineo y allí fueron desplazados casi
todos los efectivos del ejército aragonés. En abril de 1795, cuatro meses antes
del armisticio, en las guarniciones ribagorzanas sólo quedaban 511 hombres en
Benasque, 443 en Vilaller y 70 en Graus.
Después de los éxitos
iniciales del ejército español, la guerra cambió radicalmente de signo en 1794
y 1795. Los franceses llegaron a tomar las ciudades de San Sebastián, Bilbao y
Vitoria en el frente occidental y el castillo de Figueras en el oriental.
Finalmente, las negociaciones entre ambos países llevaron a la firma de la Paz
de Basilea, el 22 de julio de 1795. España cedió a Francia la parte española de
la isla de Santo Domingo y reconoció al nuevo régimen francés; a cambio, los
franceses se retiraron de los territorios que habían ocupado y la línea
fronteriza pirenaica volvió a quedar tal como estaba antes del conflicto. Pocos
años tardarían sin embargo España y Francia en enfrentarse de nuevo en otra
guerra mucho más larga, desgarradora y cruel que la que acabamos de relatar.
Carlos
Bravo Suárez
Foto: Estrecho de Esquerrero, cerca de los Baños de Benasque.
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