“La
fiesta de la insignificancia”. Milan Kundera. Tusquets Editores. 2014. 144
páginas.
Con sus 85 años cumplidos, y tras una ausencia literaria
de casi tres lustros, Milan Kundera (Brno, 1929) acaba de publicar una nueva
novela titulada “La fiesta de la insignificancia”. Y, aunque deseamos que no
sea así, tal vez esta pequeña pero jugosa obra suponga el testamento narrativo
del escritor checo, que desde hace años reside en París y posee también la
nacionalidad francesa.
“La fiesta de la insignificancia” parece un divertimento
literario del todavía lúcido e inspirado Kundera, una burla, una broma, un
vodevil, un esperpento, una novela surrealista en la que no se cuenta ninguna
historia y cuyos personajes (Alain, Ramón, Calibán, Charles, D’Ardelo) pueden
parecer guiñoles, marionetas, caricaturas, seres absurdos y disparatados que
dialogan entre sí o inventan a otros personajes en un ambiente algo etéreo e irreal.
Todo para elevar al humor al único trono reinante, y convertirlo en la única
respuesta posible ante el predominio trágico de la insignificancia y la
estupidez humanas.
Si bien la obra literaria de Kundera es en general más
bien seria y trascendente, la broma y la risa ya aparecían incluso en los
títulos de algunos de sus libros anteriores, aunque en ninguno tiene el humor tanto
protagonismo como en “La fiesta de la insignificancia”. Hay un párrafo de esta divertida
novela que permite entender perfectamente la intención que el escritor ha
querido trasmitir con ella. Ramón, uno de los personajes, afirma lo siguiente:
“[…] En su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el verdadero humor es
impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice
literalmente: ‘infinito buen humor’. No la burla, no la sátira, no el sarcasmo.
Solo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la
eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella”. Unas páginas antes, el
mismo personaje asegura: “Comprendimos desde hace mucho que ya no es posible
subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante.
Solo había una resistencia posible: no tomarlo en serio”.
“La fiesta de la insignificancia” empieza con la
contemplación de las muchachas que enseñan el ombligo en un parque parisino y con
la reflexión sobre la actualidad de esa parte del cuerpo como nuevo reclamo
erótico femenino. Frente a otras partes
de la mujer más clásicamente eróticas, como los pechos, los muslos o las
nalgas, el triunfo moderno del ombligo significa la pérdida de la
individualidad frente a la repetición uniformadora propia del mundo de hoy. Esa
falta de diferenciación de los individuos, tan criticada por el escritor checo en
los regímenes comunistas, parece haberse extendido también sin remedio al mundo
capitalista occidental.
Junto a los cinco principales antes citados, otro
personaje guiñolesco algo más secundario de la novela es Josef Stalin, centro
habitual de la crítica al totalitarismo en Kundera y que aquí se enmarca en el
tono general de broma de la narración. De Stalin se cuenta –a través de las
memorias de Kruschev– alguna anécdota de caza y la broma pesada que solía
gastarle al pobre Kalinin, que sufría de incontinencia urinaria. Sin embargo,
en un insólito rasgo de indulgencia, el gran tirano acabó recompensando a
Kalinin poniendo su nombre a una importante ciudad rusa.
“La fiesta de la insignificancia” muestra, pese a su
carácter bromista, el escepticismo de Kundera y su desencanto al final del
camino. Como dice otro de los personajes de la novela, “hay tantas representaciones
del mundo como hay personas en nuestro planeta; eso crea inevitablemente el
caos”. Y, frente al caos de la vida y la insignificancia de los humanos, solo
caben la bufonada, el humor, la broma y la risa.
Carlos
Bravo Suárez
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