Coincidiendo
con el centenario de la Revolución Rusa de 1917, se ha reeditado en España el
libro “Madrid-Moscú. Notas de un viaje, 1933-1934”, en el que Ramón J. Sender narra
su estancia de dos meses en la URSS en el año 1933. Las crónicas del viaje fueron
publicadas en el periódico progresista “La Libertad”, entre el 27 de mayo y el
13 de octubre de 1933, y sirvieron de base, con algunas modificaciones y
ampliaciones, al libro publicado en Madrid en 1934 por el editor Juan Pueyo,
con portada del dibujante Sebastián Alfaraz. Ahora, Fórcola Ediciones reedita por
primera vez el libro con un espléndido prólogo del profesor José-Carlos Mainer.
En los
años 30 del pasado siglo, Sender, que había nacido en 1901, eclosiona como importante
periodista y escritor. En 1930 publica su primera y magnífica novela “Imán”, a
la que siguen “El verbo se hizo sexo: Teresa de Jesús” y “O.P. (Orden Público)” en 1931
y “Siete domingos rojos” en 1932. Como periodista, en 1925 había narrado de
manera destacada el desenlace del llamado crimen de Cuenca para el prestigioso
diario “El Sol” y en enero de 1933 publica en “La libertad” una serie de
reportajes sobre los sucesos de Casas Viejas, que ese mismo año recogió en su
libro “Casas Viejas (Episodio de la lucha de clases)” y que al año siguiente
fue publicado, con algunos añadidos y modificaciones, con el
renovado y explícito título de “Viaje a la aldea del crimen”.
Es
sabido que en esos años Sender se hallaba en un principio muy cercano al
pensamiento anarquista y libertario. Fue corresponsal en Madrid de
"Solidaridad Obrera", periódico anarcosindicalista y órgano de la
CNT, y formó parte del grupo denominado "Espartaco". Sin embargo, en
libros como "Viaje a la aldea del crimen" y “Siete domingos rojos”,
el escritor parece estar diciendo adiós al anarquismo y saludando a sus nuevos
compañeros comunistas. Sender se muestra bastante crítico con la estrategia
anarquista, que juzgaba estéril y poco eficaz, y se va aproximando a las
posiciones más pragmáticas y organizadas de los comunistas. “Mundo Obrero”,
órgano oficial del Partido Comunista de España, reseña bastante favorablemente
los artículos de Sender sobre Casas Viejas y el escritor contesta halagado con
una carta en la que afirma que “si políticamente no estoy dentro de vuestros
cuadros, prácticamente estoy a vuestro lado”. El 11 de febrero de 1933 se
constituye en Madrid la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, entre cuyos
numerosos firmantes estaba el escritor altoaragonés. El viaje a la URSS durante
la primavera-verano de ese mismo año confirma y consolida ese anunciado viraje.
En los
años 20 y 30, fueron muchos los periodistas, políticos y escritores españoles
que visitaron la nueva URSS, en lo que Ernesto Giménez Caballero denominó
irónicamente “las romerías a Rusia”. Ya en 1921, el socialista Fernando de los
Ríos escribió a su vuelta las desfavorables impresiones que le causaron las
cosas que allí vio. También el anarcosindicalista Ángel Pestaña mostró su
decepción en su informe como representante de la CNT. Igualmente crítico fue el
excepcional periodista Manuel Chaves Nogales, cuyo libro “La vuelta al mundo en
avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja” ha sido reeditado recientemente por
Libros del Asteroide. Otros volvieron con impresiones más favorables y algunos,
como Julio Álvarez del Vayo, manifestaron una gran credulidad y entusiasmo.
Aunque en sus crónicas puede entreverse alguna solapada crítica, Sender, que
visitó la URSS invitado por la Internacional Comunista, se muestra, como
veremos, muy satisfecho y esperanzado con la realidad que encontró en la nueva
sociedad soviética.
En su
magnífico prólogo a la reciente edición del libro, José-Carlos Mainer resume
acertadamente que “la estrategia del narrador de ‘Madrid-Moscú’ es una
calculada mezcla de impasibilidad y desparpajo, de curiosidad abierta a los
hechos y de dogmatismo en sus presupuestos”. Además de su estancia en la URSS,
Sender relata diversas incidencias de su viaje, deteniéndose sobre todo en su
itinerario de ida: “Son seis días de viaje –avión, tren, automóvil–, hablando
más o menos mal catalán, francés, alemán”. El relato de ese itinerario inicial
resulta hoy casi más interesante que la narración, demasiado plana y poco
crítica, de su estancia en el país de los soviets.
Su primera parada es en Barcelona, donde no
puede entender el nacionalismo de corte medieval que se ha apoderado de Esquerra
y de la ciudad. No me resisto, por su actualidad, a reproducir casi íntegro el
párrafo correspondiente: “Estando enterado, como todo español lo está, de la
línea ideológica de la autonomía catalana, basta con alguna observación, al
parecer fútil, para acabar de situar las cosas en su lugar. Yo no he visto en
la Generalidad ni en el Parlamento ningún retrato de Francisco Ferrer, ni
siquiera de Pi y Margall, y en cambio me he tropezado dos veces con San Jorge.
En el despacho de Macià suenan las campanas de la catedral como debieron sonar
en tiempos medievales. Probablemente el edificio es el mismo. Yo no he
encontrado el espíritu juvenil de Cataluña en la radio de la Esquerra. He
encontrado, sin embargo, dispuestas las cosas como para una reconstrucción
escénica de la corte de los condes de Barcelona. Lo que más me ha molestado en
todo eso ha sido el espíritu mediocre que revela. Yo admiro y quiero a Cataluña
por razones diversas y hasta por sentimientos contraídos en la infancia”.
El
auge del nacionalismo va a ser una constante en su periplo por Europa. Eso
decepciona a Sender que se lamenta: “la civilización mecánica, el progreso
material, influye poco en la mentalidad de las gentes”. En Francia, “el
patriotismo pequeñoburgués se nos volvió a ofrecer en distintas ocasiones”. Lo
que más le sorprende es la recuperación de la figura “salvadora” de Juana de
Arco. Más páginas se dedican a la estancia en Alemania y su capital Berlín.
Sender reflexiona sobre la llegada de Hitler al poder y el ascenso del nazismo:
“¿No es el fascismo, antes que todo, un supersentimiento fermentado, idealizado
en delirio?”. Las perspectivas no pueden ser más pesimistas: “Cuando bajamos en
Berlín-Zoo estamos persuadidos de que la guerra está en el ambiente. Es un
hecho inevitable. Todos los países lo ven y se preparan. Todos están atentos,
sin embargo –y éste es un síntoma mortal–, a desenvolver su política de modo
que la responsabilidad histórica no caiga sobre ellos”. En Polonia, donde
enseguida advierte que hay muchos curas y monjas y bastantes oficiales del
ejército, encuentra la misma vena nacionalista de reivindicaciones
territoriales, en un país cuya estructura económica y social considera próxima
al feudalismo.
Las
impresiones sobre Rusia ya son otro cantar. Aunque, a diferencia de otros compañeros
de viaje, Sender no entona La Internacional cuando su tren entra en suelo ruso,
sus opiniones sobre la nueva sociedad soviética son aplastantemente favorables
y sólo algunas tímidas críticas asoman en las muchas páginas en que narra su
estancia en Moscú y otras ciudades soviéticas. Si una crítica hace sobre todo a
sus colegas escritores y artistas rusos es que están todavía demasiado occidentalizados,
presos de un cierto complejo de inferioridad ante “la burguesía de los países
capitalistas”: “Lo más desagradable ha sido encontrarme en el ambiente
intelectual una posición servil en relación con la cultura burguesa de
Occidente”.
Los
aspectos más negativos y preocupantes de la sociedad soviética, que tan bien
supieron ver otros viajeros de aquel tiempo, pasan prácticamente desapercibidos
a ojos de Sender. O son justificados por las necesidades revolucionarias del
momento o no se pone en duda su condición de propaganda burguesa antisoviética.
Sólo en las referencias a la situación en Ucrania, con las hambrunas y la
resistencia de los campesinos a las colectivizaciones forzosas, buscó Sender
otras versiones “por conductos autorizados no oficiosos”.
La
presencia de algunos jóvenes vagabundos o de antiguos aristócratas deambulando
sucios por las calles moscovitas le genera cierta inquietud. Sobre todo, cuando
se da de bruces con un joven ensangrentado que está tirado en la calle y del
que los viandantes se alejan con cierta indiferencia al pasar. La respuesta de
sus acompañantes rusos, calificando a estos jóvenes de inadaptados, parece
acabar convenciendo al escritor.
Tampoco
supone para él ninguna preocupación, sino todo lo contrario, la llamada “chistka”
o autocrítica que se está realizando en toda la URSS. Sender acepta la
explicación oficial que la considera como una nueva arma de la lucha de clases,
en la que todos pueden opinar sobre la marcha de la revolución. En ningún
momento llega a pensar, o al menos no lo expresa, que sea éste un procedimiento
de control que desemboque en las famosas purgas estalinistas. Por cierto,
cuando Sender alcanza por única vez a ver a Stalin en uno de los continuos
desfiles militares que se celebran en la Plaza Roja, sus impresiones personales
sobre el dictador soviético son plenamente favorables y no asoma en su
descripción la más mínima crítica.
Casi
en lo único en que Sender se atreve a discrepar abiertamente de las
disposiciones del partido comunista ruso, adelantándose en muchos años al
famoso eurocomunismo de los años setenta, es en que las estrategias para que la
revolución comunista triunfe deben ser distintas en cada país y adaptarse a las
características económicas de cada uno de ellos. Esas afirmaciones harán que
algunos comunistas ortodoxos españoles lleguen a considerar posteriormente a
Sender como un peligroso trotskista.
En su
entusiasmo incontenible del momento, Sender se despide de Rusia con una
verdadera oda a la ortodoxia y la esperanza revolucionaria: “Ahí queda ese
enjambre afanoso de hombres nuevos con la misión abrumadora de edificar otra
humanidad […]. Cada vez que claváis el azadón en la estepa tiembla el campo
andaluz, se agitan las espigas de Egipto y la vibración llega al cogollo
financiero de Nueva York. Cada vez que estalla un barreno en Siberia se
estremecen las cajas blindadas de los bancos en Inglaterra, en Alemania, en
Francia”.
Ciertamente,
la posición de Sender a lo largo de casi todo el libro es políticamente
ortodoxa y dogmática y sus constantes loas al régimen soviético llegar a
resultar cansinas y algo empalagosas. Menos mal que su prosa siempre fluida y sus
ingeniosas y ágiles observaciones hacen que, pese a todo, la lectura del libro
acabe resultando amena y hasta a ratos divertida. Incluso podría convenirse con
José-Carlos Mainer que, leídas a la luz de su trayectoria posterior, “las
páginas febriles de ‘Madrid-Moscú’ –más allá de sus cegueras y sus legítimas
esperanzas, que de todo hay– son una inmersión de primer orden en la cenagosa historia del siglo XX”.
Sender
se mantuvo próximo a los postulados comunistas durante toda la Guerra Civil
española. En su posterior exilio en Estados Unidos se fue alejando de ellos
hasta caer en un furibundo anticomunismo. Pero esa ya es otra historia y otro
momento de la intensa y fluctuante biografía del gran escritor altoaragonés.
Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en el número especial de las Fiestas de San Lorenzo del Diario del Alto Aragón)
‘
No hay comentarios:
Publicar un comentario