Hace unos meses reseñé aquí El vigilante del fiordo, último libro de cuentos del escritor donostiarra Fernando Aramburu (1959). Destaqué entonces que, a diferencia del monotemático y espléndido Los peces de la amargura, sólo unos pocos relatos de su nuevo libro trataban sobre el País Vasco y el nacionalismo excluyente que tanta presencia tiene desde hace tiempo en aquella sociedad. Ahora, Aramburu vuelve al tema vasco y a los orígenes de esa prolongada efervescencia nacionalista con Años lentos, obra ganadora del premio Tusquets del pasado 2011.
Años lentos es una novela corta con una estructura narrativa sumamente original. Ambientada en el País Vasco a finales de la década de los sesenta, el libro va alternando los recuerdos que un narrador redacta en primera persona por encargo del propio Aramburu con unos breves apuntes de éste sobre la novela que próximamente tiene previsto escribir. El relato está narrado por tanto como si fuera en realidad un conjunto de materiales manejados por el propio autor para una futura novela.
El narrador de la historia es un joven adolescente navarro de una familia pobre que se traslada a San Sebastián para vivir en casa de unos tíos. Allí conoce las peripecias de su prima Mari Nieves, una chica que se quedará pronto embarazada debido a sus frecuentes contactos sexuales con los chicos del barrio, y a su primo Julen, un muchachote primario y de carácter impulsivo que pronto se acercará a los ambientes políticos de los que surge por esos años la organización terrorista ETA.
Años lentos constituye un magnífico retrato breve de una familia media vasca de ese periodo del final del franquismo. Destaca en ese cuadro social el evidente matriarcado que impera en la casa de puertas adentro y la omnipresencia eclesiástica encarnada en el libro por don Victoriano, cura de la parroquia que, además de controlar las vidas de sus feligreses, adoctrina a los jóvenes del barrio en un nacionalismo vasco que bien podría denominarse como nacionalcatolicismo, tal como se hace con rigor y sin ningún complejo cuando se habla del nacionalismo español del franquismo. La influencia de la iglesia vasca en los orígenes de ETA resulta aquí evidente, y el bofetón que recibe don Victoriano al final del libro parece casi un ajuste de cuentas, tal vez poco verosímil en tiempos tan clericales, con este personaje tan repulsivo y manipulador de las vidas ajenas.
El relato en primera persona está redactado con un estilo de regusto clásico que recuerda el tono de las novelas picarescas y otras obras del Siglo de Oro español. No en balde, el joven navarro que lo escribe rememora en algún momento su educación literaria como lector de El Lazarillo, Los milagros de Nuestra Señora o Los sueños de Quevedo, en aquellos años suyos de estudiante de bachillerato en que transcurren los hechos que tan bien le narra a Fernando Aramburu, y que éste nos hace llegar directamente a sus lectores.
Carlos Bravo Suárez
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