Viví más de veinte años en
Cataluña y me fui de ella cansado de la obsesión nacionalista que, en vez de
menguar tras la Transición como cabía esperar, iba creciendo y apoderándose de
más espacios políticos y sociales hasta hacerse cada vez más asfixiante. La
persistente repetición de tópicos maniqueos en la educación y sobre todo en la
enseñanza de la historia, y la insistencia en esa línea de TV3 y otro medios
oficiales, han ido fomentando entre muchos jóvenes catalanes un sentimiento más
o menos antiespañol de fondo. Muchos partidos que no eran nacionalistas en su
origen sucumbieron a la ambigüedad y a la excesiva tolerancia con los excesos
nacionalistas. Eso ocurrió sobre todo en el antes hegemónico PSC, cuya deriva y
falta de proyecto único todavía vemos en casos como los recientemente vividos
en Castelldefels y Tarrasa. Buena parte de la izquierda antepuso el
nacionalismo a las cuestiones sociales e incluso a la ética frente a los casos
de corrupción que en muchas ocasiones esos partidos supuestamente progresistas
no hicieron nada por descubrir o incluso han contribuido a tapar. A pesar de
ello, y gracias a la valentía de algún partido joven que se ha atrevido sin
complejos a mostrar su doble condición española y catalana, es bastante posible
que, como indican muchas encuestas y el 9-N pareció corroborar, la sociedad
catalana actual no sea todavía mayoritariamente independentista. Por eso, ahora
es el momento en que esos sectores deben mostrar claramente sin ambigüedades ni
complejos sus posiciones contrarias a la independencia. Desde el resto de
España los miramos con expectación y simpatías, pues en sus manos va a estar en
buena medida el devenir de su comunidad y el de sus futuras relaciones con las
demás comunidades españolas.
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