jueves, 21 de febrero de 2008

JUNIO DE 1890: REGRESO A LOS VALLES DEL ÉSERA Y DEL ISÁBENA

En junio de 1890, Maurice Gourdon volvió a los valles del Ésera y del Isábena que tanto le habían fascinado dos años antes en su viaje alrededor del Turbón. El pirineísta francés relató esta segunda experiencia en el texto "Doce días en Aragón", traducido al español en el libro "El Pirineo aragonés antes de Briett" (Prames, 2004).

Como en su anterior recorrido, y con los mismos acompañantes, Gourdon entró en España atravesando la frontera entre Luchon y Benasque. Para evitar repetir lo escrito dos años antes, comienza ahora su relato en Sahún, "pueblo negro y ahumado, como la mayoría de los pueblos pirenaicos españoles". La fácil ascensión al puerto del mismo nombre le permite contemplar una extraordinaria panorámica de la cordillera pirenaica.

Desde esa privilegiada atalaya, Gourdon siente una atracción especial por el macizo de Cotiella, que está en sus planes inmediatos recorrer. El viajero francés lo describe con su lenguaje más romántico y poético: "Instintivamente mi mirada volvía a Cotiella, aquel colosal amontonamiento de cimas calcinadas y grises todavía coronadas con sus blancas diademas. Emergen de las nieves invernales y de las gigantes e inmóviles olas del circo de Armeña, como cadáveres descarnados y sin vida salidos de sus sepulcros de piedra; parecen sacudirse de encima la ceniza de los ataúdes, y los aludes que, de vez en cuando, caen por sus flancos, resuenan sordamente en el aire como un tañido fúnebre. Dante, ¿no viste tú Cotiella? Hoy, desierto deslumbrante y helado; dentro de un mes, soledad apagada y triste, quemada por un sol implacable, todo este inmenso macizo impresiona vivamente y entristece. Viéndolo, uno se siente invadido por una melancolía indescriptible".

Desde la sierra de Chía, Gourdon se dirige a Barbaruens para emprender la ansiada ascensión al Cotiella. En el camino encuentra a grupos de leñadores que arrastran con sus bueyes los troncos que antes han derribado con sus hachas. Y a los famosos almadieros, que con sus largos ganchos transportan la madera por barrancos y torrentes, y desafían al riesgo en unos parajes casi siempre abruptos y escarpados.

En Barbaruens los viajeros se hospedan en casa Solano. El pueblo le parece a Gourdon muy pintoresco. Es éste un adjetivo muy del gusto de los autores costumbristas y románticos del siglo XIX. Sin embargo, no escapan al francés las duras condiciones de vida de los habitantes del lugar. Así lo reflejan los dichos populares que recoge: "Abi, Seira y Barbaruens son tres llugás no guaire buens", "Abi, Barbaruens y Seira son tres llugás de la miseria", "Seira, Barbaruens y Abi, los tres llugás de la fame". Barbaruens es, sin embargo, el mejor punto de partida para ascender a Cotiella. La intención de Gourdon es alcanzar su cima y descender luego a Saravillo por la vertiente occidental. Ha estudiado el recorrido y, haciendo unos cálculos que parecen optimistas a quienes hemos transitado alguna vez esos parajes, espera realizarlo tras cuatro o cinco horas de caminata. Cuando expone el plan a los lugareños, todos lo desaprueban y nadie está dispuesto a acompañarlo. Le advierten que la travesía no será posible hasta pasadas unas semanas, cuando la nieve disminuya y desaparezca el peligro de aludes en el camino. Muy a regañadientes, Gourdon abandona el proyecto y desciende de nuevo al río Ésera, cuyo curso pretende ahora continuar hasta más al sur que en su viaje anterior. Entre Barbaruens y Seira, visita el antiguo monasterio de San Pedro de Tabernas, cuya importancia histórica destaca en su relato.

En Seira repite hospedaje en la fonda Castillón y al día siguiente emprende sin demora el camino a Campo, donde vuelve a encontrarse con las obras de la carretera que ha de llegar algún día hasta Benasque. Se sorprende de la lentitud de los trabajos, pues apenas han avanzado quinientos metros desde su visita anterior. Sin embargo, la Casa Ricarte, donde se alojó dos años antes, ha doblado ahora los precios y Gourdon estima excesivo el importe que le hacen pagar por la comida. Aconseja a futuros viajeros que negocien los precios antes de elegir esta posada, o que vayan a la de José Armisén, también en Campo, de la que le han dicho que es correcta y bastante más económica.

Junto a Morillo de Liena, en las llamadas Mosqueras de Bacamorta, encuentra dos nuevas casas que no vio dos años antes. Una es la vivienda del peón caminero, encargado de cuidar la nueva carretera. La otra es de un vasco nómada y conversador que, tras una larga estancia en Sudamérica, ha encallado en estos parajes solitarios buscando paz y tranquilidad. Siguiendo la carretera, y pasado el pequeño túnel de La Marrada, los viajeros llegan a Santaliestra.

Tenía fama en toda la comarca la posada del Molino, instalada a orillas del río Ésera. Su propietario, el señor Mur, guiado por su instinto previsor y comercial, ha trasladado la fonda a un edificio situado junto a la nueva carretera. El establecimiento, según Gourdon, sigue siendo muy recomendable por su limpieza, confort y buenos precios. Desde el pueblo, los viajeros atraviesan el río por un puente colgante que juzgan pintoresco pero poco consistente. En esa ribera, en los llamados Terrers del Molí, se dedican a recoger fósiles para sus investigaciones posteriores.

Desde Santalietra, Gourdon decide girar al este en busca del río Isábena. Lo hace ascendiendo hasta Abenozas, que le parece un pueblo pobre y carente de todo encanto: "Nada que ver, nada que cosechar, eso es Abenozas". La misma consideración le merece la ermita de la Virgen de los Baños, "auténtico granero encalado y perdido en medio de un desierto pedregoso". Al día siguiente de su paso, lunes de Pentecostés, siete pueblos de la zona se concentrarán allí en una vistosa procesión de cruces y estandartes. Poco después, desde lo que cree llaman la collada del Raso de Merli, avistan el alto valle de Bacamorta e inician el descenso hasta Esdolomada. A mediodía, torturados por el sol y la sed, llegan a La Puebla de Roda, donde se alojan en la casa Champol, de Sebastián Ribas. Sin contar las paradas, han transcurrido seis horas y media desde que salieron de Santaliestra .

En La Puebla de Roda, Gourdon dedica casi toda la mañana a buscar fósiles por la sierra de San Esteban del Mall. Por la tarde, toma rumbo al norte y se dirige a Beranuy. Está en sus planes remontar el valle del Isábena hasta alcanzar su nacimiento. Pasan por lugares ya conocidos de su anterior viaje, como el fascinante pueblo de Serraduy, la fuente de San Cristóbal o la pasarela de Villacarli, que ahora no atraviesan. Siguen por la margen izquierda del río hasta Biescas de Obarra y Pardinella. Ven otra pasarela y en la orilla opuesta del río Isábena divisan un campanario que identifican como el de Visalibons. De ese pueblo escribe Gourdon que unos años antes, en 1884, estuvo a punto de desaparecer anegado por una gran tromba de agua. Una súbita capa freática, que surgió de repente de las entrañas de la tierra, se llevó campos de cultivo y cinco de las casas del lugar. No hubo víctimas porque el hecho se produjo a plena luz del día. Tras vadear un último barranco, los viajeros llegan a las puertas de la casa Benito o Molino de Beranuy. En la posada les niegan alojamiento y Gourdon debe mostrar la orden real que lleva para estos casos. El francés señala, sin embargo, que en sus viajes por el Pirineo español es ésta la primera vez que debe utilizarla. La estampa de Beranuy, con sus tres elementos destacados - el puente, el molino y el pueblo en lo más alto -, le parece a Gourdon encantadora.

El tiempo es lluvioso y desapacible, muy desfavorable para sus intenciones de adentrarse en las gargantas del Isábena. Gourdon destaca el absoluto aislamiento en que vive la zona, sin mapas de ningún tipo y nunca antes visitada por extranjeros. Para evitar perderse, contrata un guía en Beranuy que se compromete a llevarlos hasta Espés. Por fin llegan a las puertas del desfiladero, junto al monasterio de Obarra. No hay ningún camino que transite por la parte baja de la garganta. Los viajeros deben subir a Ballabriga, en la margen derecha del Isábena, y desde allí seguir por un sendero que, según les dicen los lugareños, en menos de tres horas los dejará en Espés. Todos en el pueblo se muestran sorprendidos, porque nunca antes han visto a un extranjero recorrer estos recónditos parajes.

Aunque las gargantas de Obarra no le resultan tan atractivas como las de El Run y Olvena, Gourdon las encuentra pintorescas, y recuerda que, al llegar a los llamados Pilars de la Croqueta y mirar al sur, no pudo por menos que apreciar la gran belleza del valle que desde Beranuy acababan de recorrer.

En Espés el tiempo empeora hasta el extremo. A la lluvia se añade un brusco descenso de la temperatura que, a finales del mes de junio, les obliga a calentarse junto al fuego de la chimenea. Realizan algunas excursiones por los alrededores, pero deben desistir de continuar su camino al norte. A pesar del nerviosismo que la situación le produce, Gourdon evita reprender públicamente a uno de los hijos del dueño de la casa en que se hospedan, un adolescente al que sorprende varias veces hurgando en su equipaje con la intención de robar.

Por fin, deciden retornar a Francia. De Espés van hasta Bisaurri y desde allí repiten itinerario por Castejón y Benasque. En este pueblo encuentran a cinco españoles a quienes la fuerte nevada ha impedido atravesar el puerto. Pese a todo, al día siguiente consiguen llegar sin problemas al Hospital de Benasque. A partir de allí, las cosas empeoran y, según cuenta Gourdon en su relato, en la costera del puerto de la Picada, la nieve les llega hasta las rodillas, más tarde hasta media pierna y cuando llegan al collado se hunden hasta casi la cintura. Antes de franquear el paso de l'Escalette, al menos tres aludes barren la ladera y se deslizan muy cerca de donde ellos se encuentran. Ocho horas después de haber salido de Benasque, empapados y ateridos, alcanzan el Hospital de Francia y pueden reponerse de las penalidades sufridas. Aquella había sido una de las peores travesías que Gourdon recordaba entre las muchas que había realizado. Al día siguiente, un tranquilo y relajante paseo por el bosque de Charruga los devolvió a Luchon. Era el final de un viaje que les había permitido conocer algunos lugares hasta entonces casi inexplorados del Pirineo aragonés.

Carlos Bravo Suárez
(Artículo publicado en Diario del Alto Aragón, el 27 de mayo de 2007)
(En la foto Maurice Gourdon)

1 comentario:

Pilar Ciutad dijo...

Una segunda parte del relato, igual de interesante que la primera. Gracias por divulgar estashistorias.