Tal
vez pueda parecer redundante escribir de nuevo sobre Joaquín Costa tras haberse
celebrado el pasado año con tanta profusión el primer centenario de su muerte.
Sin embargo, al ser sin duda Costa uno de los más importantes personajes que
nuestra provincia altoaragonesa ha dado a la historia de España, merece estar
siempre en nuestra memoria y ser objeto de nuestra atención y análisis,
independientemente de si este recuerdo coincide o no con alguna efemérides que
contribuya a realzar y difundir aún más su ilustre figura.
Por
otra parte, algunos aspectos del pensamiento y de los principios que
presidieron la vida y el comportamiento de Joaquín Costa siguen estando hoy en
mi opinión muy de actualidad. Porque aunque sean afortunadamente muchas las
diferencias entre la España
que él vivió y la España
actual, continúan presentes en nuestra sociedad, y en estos últimos años
parecen incluso haberse acentuado, algunos defectos atávicos que han hecho que
los principales valores que definen a Costa, como son el esfuerzo, la
constancia, el estudio, la honradez, la independencia y el mérito como factores
necesarios de promoción personal, sigan siendo hoy relegados con demasiada
frecuencia a un segundo plano en favor de otros mucho menos dignos y
decentes -en el sentido primero y más
general que esta palabra tiene-,
basados, hoy igual que ayer, en criterios económicos, amiguismos u
oportunismos políticos de diversa índole, pelaje y condición.
Joaquín
Costa fue un hombre íntegro que escribió sobre temas muy diversos, que amó a su
país con sinceridad inusual y luchó por regenerarlo y modernizarlo en una época
de atraso y de pobreza, de incultura y escasa educación, de caciquismo y
corrupción política generalizada, instalada de manera permanente en el sistema.
A lo largo de su vida vio frustradas muchas de sus aspiraciones y proyectos,
pero nos dejó su ejemplo, su obra y su rico, variado y a veces contradictorio
pensamiento, del que muchos han querido apropiarse sin poder conseguirlo,
porque Costa es de todos pero no es en exclusiva de ninguna ideología, de
ninguno de los diferentes “ismos”, que suelen contaminar de interés y
sectarismo casi todo aquello a lo que se acercan con la intención de hacerlo
suyo y usarlo en su provecho.
Tal
vez porque soy profesor y enseñante, y porque sé que en cierta manera esos
valores a los que acabo de referirme se forjan en la persona desde los primeros
años, siempre me ha atraído especialmente el Costa joven y sus denodados
esfuerzos por estudiar y aprender, superando los obstáculos casi invencibles
que suponían la pobreza de su familia y la enfermedad que le aquejaba desde que
era casi un niño. Costa es un ejemplo de tesón y lucha, de esfuerzo titánico
para sobresalir intelectualmente en un mundo y una sociedad donde el origen
social y la cuna determinaban casi siempre el futuro y la vida entera de las
personas. Hoy, que los estudiantes tienen tantos medios a su alcance y disponen
de todo el tiempo para dedicarse a su formación, creo que aún destaca más la
fuerza de voluntad de un hombre que tuvo que realizar sus estudios con muy
escasos medios y con casi todos los elementos en su contra.En este aspecto,
Joaquín Costa es un ejemplo a imitar, un modelo imperecedero de pundonor,
tesón, esfuerzo y afán de superación en el estudio y la cultura.
Me
centraré, por tanto, en esta breve biografía, en el Costa joven, en sus
primeros años en Monzón y seguidamente en Graus, en su juventud en Huesca y en
su época universitaria en Madrid. Para terminar, me referiré a su frustrada
experiencia amorosa con una muchacha oscense, en un episodio que pudo haber
cambiado el curso de la vida de un hombre que estuvo buena parte de su
existencia condenado a la soledad, la enfermedad y los apuros económicos y, en
consecuencia, a arrastrar consigo un poso casi permanente de amargura y de
tristeza. Condenado a sufrir demasiadas frustraciones humillantes para una
persona de su valía, de su inteligencia, integridad y honradez. Pero la vida es
a menudo injusta, y con el Costa vivo lo fue mucho más que con el Costa muerto,
este que, ahora que ya no puede resultar a nadie incómodo, todos nos afanamos
en alabar y recordar, incluso aquellos que están en las antípodas de su
ejemplar comportamiento.
Joaquín
Costa nació en Monzón el 14 de septiembre de 1846. Su padre, natural de
Benavente de Aragón, un pequeño pueblo a pocos kilómetros de Graus, se llamaba
Joaquín Costa Larrégola y era conocido con el sobrenombre de El Cid. Fue un
pequeño agricultor, trabajador y honrado, gran conocedor del derecho de
costumbres y de las tradiciones rurales de la comarca ribagorzana. La madre,
María Martínez Gil, había nacido en el mismo Graus y era la segunda mujer del
Cid, que había enviudado recientemente. Joaquín y María se casaron en Graus y se
fueron a vivir a Monzón, donde el padre de Costa había heredado algunas
pequeñas propiedades. Cuando el pequeño Joaquín tenía seis años, sus padres
volvieron a Graus para quedarse. Al parecer, porque las cosas tampoco les iban
demasiado bien en Monzón y porque doña María no se adaptaba al lugar y añoraba
su pueblo natal y a su familia. El matrimonio tuvo once hijos, de los cuales
seis murieron al poco de nacer y otro, Juan, lo hizo de viruela cuando sólo
tenía diez años. Sobrevivieron finalmente cuatro de estos hijos: dos varones
(Joaquín y Tomás) y dos mujeres (Martina y Vicenta).
Tras
sus primeros años en Monzón, Joaquín Costa vivió en Graus desde los seis hasta
los diecisiete años, entre 1852 y 1863. Al regresar de la capital montisonense,
la familia Costa se instaló en una casa alquilada de la placeta de Coreche, en
el actual nº 6 que hace esquina con la calle del Prior, que actualmente creo
que se conoce como casa Fernandito. Según sus propias confesiones, este fue un
periodo bastante desdichado de su existencia. La vida en Graus y su comarca era
muy dura para la mayor parte de sus habitantes en aquellos años de la segunda
mitad del siglo XIX. El inglés George Cheyne, el hispanista que mejor ha
estudiado a Costa, hace una espléndida descripción de las características
sociales y económicas del Graus decimonónico, en un capítulo de su interesante
biografía “Joaquín Costa, el gran desconocido”, recientemente reeditada. Aunque
como importante centro comarcal habría en la villa algunos comerciantes prósperos,
buena parte de los grausinos vivía del campo, con pequeñas y poco rentables
propiedades agrícolas. El principal cultivo del lugar era entonces la vid. Lo
fue hasta que a principios del siglo XX y procedente de Francia llegó la
devastadora plaga de la filoxera. Seguían, como cultivos secundarios, el olivo
y el trigo y otros cereales.
La
familia Costa tenía pocas tierras, con pequeñas fincas bastante alejadas entre
sí. Eran pobres y vivían con lo justo. Al ser el mayor de los hermanos varones,
Joaquín parecía destinado a ayudar a su padre en las faenas del campo. Fue a la
escuela con el maestro Julián Díaz, que se percató de las grandes cualidades
intelectuales del muchacho. Se cuenta una anécdota que quizá no fuera cierta,
pero que según algunos biógrafos pudo tener su posterior importancia en el
sentido muchacho. Una tarde en que don Julián iba de paseo, se encontró con su
discípulo que volvía con un asno de ayudar a su padre en las tareas agrícolas y
le preguntó:
-
¿Qué haces Joaquinón?
-
He ido al campo con una carga de estiércol en el burro y ya estoy de
vuelta -respondió el chico.
Al
parecer el maestro, algo socarrón, dijo entonces al muchacho:
-
Si con burros vas, burro serás.
Tal
vez el pequeño Costa decidiera desde ese momento que de ninguna manera quería
ser un burro en el futuro. Se aplicó con interés y ganas al estudio y la
lectura, aunque el ambiente rural de Graus y la situación de su familia no eran
los más propicios para tan digno empeño. Así lo cuenta el propio Joaquín en
algunas notas autobiográficas en que recuerda aquellos años:
“Lee,
lee libros como quiera que sean, de cualquier cosa que traten, lee; lee, no
repares en nada. ¡Ay! ¡Qué lastima que este instinto no haya sido observado y
tomado en consideración! Qué lástima que mi inteligencia no haya sido dirigida
convenientemente de principio en principio… ¿De qué me servían las humildes
lecciones de la escuela primaria regida por la palmeta, concurrida hasta los 15
o 16 años? Me asombro al considerar lo que hubiera yo podido aprender desde los
10 a los
22 años si me hubieran dirigido…
Mi
afición a los libros era desmesurada. Los que podía encontrar en Graus no
servían ni bastaban a llenar ese deseo infinito de saber que bullía en mi alma…
Es para mí un espectáculo la humanidad mía en su infancia recostada con mi
libro bajo la cepa de una viña, a la sombra del nogal del campo, sobre la yerba
de los ribazos, al sol de la colina o encima de la cama. Unas veces apacentando
mi asno, otras tomando el sol. Ora en la siega, mientras los otros echan un
trago me veo registrando las hojas de la Física de Rodríguez, ora en el hogar de la
cocina, mientras mi madre preparaba la cena, me percibo colgado del candil
gruñendo si se lo llevan porque leo “Los secretos de la Naturaleza” o algún
tomo suelto de “Los Girondinos”. Aún me parece verme marchar con mi libro
debajo de la chaqueta a un punto desconocido donde nadie me encuentre para que
mejor pueda saborear mi lectura. Aún me parece ver mi mal genio y mi mal humor
cuando tenía que dejar el libro para tomar alguna faena. Leía, leía yo libros o
mejor dicho librachos o librotes, eso cuando tenía la dicha de hallarlos, que
no siempre la tenía, y buscaba, buscaba, buscaba en su fondo alguna cosa que
satisficiera el instinto de mi deseo, las necesidades de mi espíritu…Este
cuadro triste viene a completarse cuando añadimos el maligno rasgo de que a
nadie ha llamado seriamente la atención esa afición, y esa facilidad si se
quiere. Yo era el primero y el más aplicado de la escuela: los maestros lo
proclamaban, desde el de los párvulos en Monzón (¡pobre don Florentín!) hasta
el de latinidad en Zaragoza: los condiscípulos lo proclamaban igualmente:
también la voz pública. Éste me decía fraile porque siempre estaba en casa con
mis libros; el otro me decía afanoso porque me dolía el tiempo de comer:
¡Afanoso era en verdad, afanoso de saber, pero cuán poco me ha valido! Y este
afán era natural, innato en mí. Nadie me lo había comunicado ni estimulado; él
formaba mis delicias…”
El
maestro aconsejaría al padre de Joaquín que hiciera todo lo posible para que el
chico pudiera estudiar porque tenía aptitud para ello. Su progenitor, sin
embargo, estimaba que lo adecuado era que le ayudara en los trabajos del campo.
El joven, por su lado, manifestaba al parecer su deseo de hacerse militar para
escapar del limitado mundo grausino. Hay un factor que probablemente fue
determinante para que Costa ni se dedicara a los trabajos agrícolas ni pudiera
entrar en el ejército: su enfermedad, que ya por esos años empieza a
manifestarse en toda su magnitud, y que poco después le libraría de hacer el
servicio militar obligatorio y le condicionaría negativamente durante todo el
resto de su vida.
Su
dolencia era una distrofia muscular progresiva, enfermedad sobre la que no se
sabía mucho en aquel tiempo. Su principal efecto era una disminución gradual y
progresiva de la fuerza muscular, ya que el músculo adelgaza y degenera. Tiene
una lenta pero imparable evolución, aunque afortunadamente no afecta ni a los
centros nerviosos ni a la mente.
En
el joven Joaquín empezó a manifestarse al parecer en los hombros y los brazos, sobre todo el derecho, que en
algunos momentos apenas podía levantar. Luego le atacó a la cintura y los
muslos, haciendo que el simple hecho de andar se convirtiera con frecuencia en
un tormento. Más tarde le afectó al cuello y le obligaba a mantener la cabeza
muy levantada y a apoyarla, siempre que le era posible, en el respaldo de la
silla o en la pared –en la de su
despacho de Graus aún queda una pequeña mancha debido a ese frecuente
contacto-. La dolencia obligaba a Costa a mantener la cabeza muy erguida, cosa
que algunos entendían erróneamente como un signo de altivez y orgullo.
Pero
volvamos a Graus, de donde Costa deseaba irse aunque su padre se resistía a
permitirlo. En esto, un pariente lejano de la familia, llamado don Hilarión
Rubio, maestro de obras o aparejador acomodado en Huesca, necesitaba un criado
que le cuidase el caballo y le ayudara en sus trabajos de construcción. El
padre parece resistirse a la petición del lejano pariente oscense, aunque
finalmente cede a las presiones del maestro de su hijo y decide enviar a éste a
Huesca, donde, además de ayudar a don Hilarión, podrá dedicarse a estudiar y
dispondrá de mayores oportunidades de futuro. Al joven Joaquín –que ya comenzaba por entonces a manifestar
mucho amor propio– no le entusiasma la
idea de ir a Huesca a, como él dice, mendigar un apoyo que le parece
humillante, pero acaba obedeciendo a su padre y trasladándose a la capital de
la provincia en diciembre de 1863, cuando aún no había cumplido los dieciocho
años.
Joaquín
Costa vivió en Huesca desde 1863 hasta 1867, entre los diecisiete y los
veintiún años. El sentimiento de humillación nunca le abandona y considera que
tanto la familia de don Hilarión como las visitas de la casa y los mismos
criados lo tratan con desdén. Le avergüenza su pobreza y su dependencia de los
demás. En la casa, trabaja como criado sin sueldo, por la comida y la cama.
Como cae enfermo varias veces y por su dolencia muscular en ocasiones no puede
hacer algunas de sus labores de criado, don Hilarión le reduce su apoyo y tiene
que buscar trabajo fuera para poder pagar los gastos de la comida.
Trabaja
como peón en la reconstrucción del castillo de Montearagón, fabrica jabón de
lavar, hace de albañil y prepara planos para diversas edificaciones. No le
importa realizar trabajos manuales y siempre se exige a sí mismo realizarlos
con la mayor perfección posible. Sin embargo, su máximo deseo sigue siendo
cultivar su mente y poder cursar estudios.
Aprueba
el examen de ingreso en el Instituto General y Técnico de Huesca y a la vez que
estudia se le encarga dar algunas clases de dibujo por enfermedad del profesor
titular. También estudia y enseña francés, idioma que le gusta mucho y que
empieza a dominar con soltura. Es probable que en el Instituto se sintiera
molesto por ser un estudiante de más edad que la mayoría y por ser más pobre
que los demás. Sin embargo, destaca en los estudios y gana premios en francés,
geometría y trigonometría. El joven Joaquín, con una fuerza de voluntad fuera
de lo común, tiene que estudiar sobre
todo de noche, porque durante el día debe realizar diferentes trabajos para
ganar algo de dinero, que utiliza casi siempre para comprar algunos de los
libros que necesita.
De
la estancia en Huesca hay que destacar sobre todo que fue allí donde nació el
Costa escritor. Empezó a escribir un tratado de agricultura, materia por la que
siempre mostró gran interés, y compuso una gramática y un diccionario de la
lengua francesa. Funda con varios amigos el Ateneo Oscense y escribe algunos
artículos en el diario “El Alto Aragón”, desde un escrito sobre una máquina de
segar hasta varios cuentos literarios.
Con
motivo de la
Exposición Universal de París de 1867, el gobierno convoca un
concurso para seleccionar a doce artesanos como observadores españoles en la
citada Exposición. Joaquín Costa se presenta como albañil y, aunque con apuros
y suspense hasta el último momento, consigue con el número 11 la anhelada plaza
de artesano.
Con
veintiún años y prácticamente sin haber salido nunca de la provincia oscense,
Costa viaja a París para asistir a la Exposición Universal.
Durante nueve meses residió en la capital francesa y el contacto directo
con un país que en aquel tiempo estaba
mucho más adelantado que el nuestro le causa un enorme impacto. Este viaje le
reveló sin duda la considerable distancia que en riqueza y en cultura separaba
a España del país vecino y de buena parte del resto de Europa. Costa
constataría sin duda la necesidad urgente de modernización de nuestra patria y,
en sus posteriores proyectos regeneracionistas, casi siempre identificó el
progreso de España con su necesaria europeización.
Una
de las anécdotas más curiosas de la estancia de Costa en París fue su
descubrimiento de la bicicleta que entonces, en sus primeras versiones, se
denominaba velocípedo. No hace mucho que Antón Castro publicó un interesante
artículo titulado “Joaquín Costa o el albañil que descubrió la bicicleta en
París” (Heraldo de Aragón, 2-2-2011), y que por su curiosidad reproduzco aquí
en buena parte:
“Quizá
uno de sus grandes descubrimientos en su estancia parisina fue que en la Exposición Universal
de 1867 vio las nuevas transformaciones de la bicicleta. Buen dibujante, se
dice que sacó un papel de fumar y que copió el aparato que había creado Ernest
Michaux en 1860, la primera bicicleta a pedales, la “michaulina”. Nada más
regresar, en 1868, en la imprenta Arizón, publicó las ‘Ideas apuntadas en la Exposición Universal
de 1867 para España y para Huesca’.
Agustín
Sánchez Vidal, estudioso de la obra literaria de Costa, dice: «La noticia del
diseño del velocípedo (antecedente de la bicicleta), que Costa envió a unos
amigos oscenses, la recoge Vicente Cajal, en su libro ‘Un oscense’ (publicado
en 1967). Según él, la primera bicicleta de España, con el nombre de
‘velocífero’, la habría construido el mecánico oscense Mariano Catalán,
basándose en el diseño que Costa había hecho sobre un papel de fumar, tomándolo
del natural en la exposición parisina». En este extremo han coincidido diversos
especialistas y estudiosos oscenses: Julio Brioso, Luis Gracia Vicién, Juan
Carlos Ara, Bizén d’o Río… El propio José Antonio Llanas, ex alcalde de la
ciudad de Huesca y erudito local, escribiría en un artículo publicado en ‘Nueva
España’ de Huesca en 1978 que el padre de un costista célebre como ‘Silvio
Costi’, llamado Francisco Bescós, manejó uno de esos velocípedos, con el que
arrolló a un peatón oscense conocido como ‘El Miñón’, en el Paseo de la Estación, causándole la
muerte. Añade Sánchez Vidal que «la víctima está enterrada en el antiguo
cementerio de ‘Las Mártires’ de Huesca, y en la lápida pone: Tomás Félix ‘El
Miñón’. Pepín y Antonio Bello contaban que su padre y Silvio Kossti (el
seudónimo era un homenaje a Costa porque su verdadero nombre era Manuel Bescós
Almudévar) habían fabricado una bicicleta con el diseño de Costa». El experto
en ciclismo Ángel Giner afirma que Huesca es la pionera en la construcción de
bicicletas en España, a raíz del dibujo de Joaquín Costa, y ha precisado que el
mecánico “y herrador” Mariano Catalán, con sus hermanos Nicomedes y José,
reprodujo tres bicicletas “y fueron una gran novedad”.
La
estudiosa María José Calvo Salillas, en su texto ‘El Círculo oscense y el
modernismo. La historia de un siglo’, registra una curiosa anécdota: cita a
Gregorio Barrio Crespo, secretario oficial del ayuntamiento y compañero de
aventuras de Mariano Catalán, y dice que ambos emprendieron una expedición
ciclista “histórica” el 20 de marzo de 1868: “A las cuatro de la madrugada
parten hacia Zaragoza en la primera excursión de un velocípedo registrada. Los
excursionistas llegan hasta la plaza de Santa Engracia, regresando a las cinco
de la tarde».
Aquellos
croquis de Joaquín Costa iban a recorrer kilómetros de realidad y de leyenda.
Eso sí, Huesca contó con el Club Velocipedista Oscense al menos desde 1889,
presidido por Juan Antonio Pla, y en 1896 empezó a editarse la revista “El
pedal”, que publicó la correspondencia de Costa con los ciclistas de Huesca y
Barbastro”.
Me
he extendido un poco en este curioso hecho porque, ahora que este vehículo
vuelve a estar tan de moda y por el que yo siento bastante afición, muestra el
papel pionero que tuvieron la ciudad y la provincia de Huesca en la
introducción y el uso de la bicicleta en España.
La
estancia de Joaquín Costa en París durante la Exposición Universal
de 1867 estimuló todavía más su deseo de saber. El altoaragonés escribe por
aquel tiempo en su diario lo siguiente:
“Soy
de 21 años y quisiera saberlo todo. ¡Pero el día es tan corto! Y aún es preciso
emplearlo en ganar el sustento. Quisiera estudiar todos los autores de
agricultura, estudiar el modo de escribir el español tan certero como Caballero
y Oliván, los autores de historia relativa a Egipto, los poemas que me pueden
dar alguna luz e indicaciones, etc., etc.”
A
esta pasión por saber se añade en Costa, como escribe George Cheyne, una cierta
amargura por ser consciente de que ha empezado demasiado tarde y que está
condenado a la soledad en su aprendizaje, pero hay una resolución casi feroz de
estudiar, resolución del Costa venidero que llegará a dedicar hasta dieciséis
horas diarias al trabajo intelectual.
Su
enfermedad le afecta cada vez más y necesita ayuda económica para poder
realizar sus estudios. Así, al año siguiente de volver de París escribe:
“La
parálisis de este brazo derecho me mata también. Si lo tuviera bueno… estaría
contento porque no tendría tan triste limitación en el círculo de mis recursos.
Tal vez habría yo enviado a paseo a esta gente altanera, presumida e ignorante,
si hubiera podido servir de jornalero o artesano”.
Don
Hilarión y muchos de su círculo están incluidos sin duda entre esos altaneros,
presumidos e ignorantes, pero Costa quiere estudiar como sea y no puede hacer
ya trabajos físicos, por lo que necesita que le ayuden económicamente. Consigue
que Bescós le preste dinero para ir a Madrid
y allí visita a su tío, el sacerdote don José Salamero, quien le ofrece
un puesto de profesor en el Colegio Hispano-Americano de Santa Isabel.
Para
Costa esta experiencia en la enseñanza no fue demasiado buena, pero le abrió el
camino para hacerse bachiller y empezar luego, en 1870, una carrera
universitaria. Dice Cheyne que a Costa no le desagradaba enseñar sino que lo
que le disgustaba enormemente era que, mientras él con gran sacrificio se
preparaba a fondo para sus estudios, veía a los niños ricos y mimados
desaprovechando las oportunidades que él no había tenido. Así lo explica en su
diario:
“Si
los alumnos supieran cuánto hondo penetran sus majaderías y malos instintos, si
ellos supieran que se están preparando a escalar las alturas del presupuesto,
mientras uno está trabajando por el hambre y caminando hacia la miseria…Ayer
hice la guardia ¡Cuánto sufrí! Lo digo de verdad…sería preferible volverse
salvaje en las tribus africanas que vivir de tal manera…El mejor día cometeré,
sin poderlo remediar, una imprudencia: saldré del colegio emprendiendo a
bofetadas a algún alumno…”
Tampoco
su situación en el colegio era económicamente demasiado buena. Escribe que
tiene “pocos honorarios y muchas obligaciones”. Aprovechó sin embargo su
preparación de las clases y el estar un curso completo en el citado colegio
madrileño para lograr el título de Bachiller y después el de maestro. Para ello
necesitaba pasar un examen que debió realizar en Huesca, a donde tuvo que
desplazarse. Aprueba sin dificultad y logra el título de Bachiller que le
permitirá continuar estudios en la universidad. Pero el problema sigue siendo,
además de su enfermedad, su permanente y para él humillante carencia de medios
económicos.
Por
fin consigue que le presten un poco de dinero para volver a Madrid, pero allí
ya no encuentra ningún trabajo. Su situación es desesperada e incluso piensa en
el suicidio. Llega a escribir a un monasterio benedictino francés rogando que
acepten su ingreso en él para dedicarse al estudio, pero la respuesta es
negativa. El joven desea estudiar a todo trato. “Si no he de estudiar, no
quiero vivir” escribe en su diario.
Cheyne
hace este interesante retrato del joven Costa que llega a Madrid con poco más
de veinte años:
“Costa
ni fumaba ni bebía, ni iba a los bailes, ni jugaba a las cartas, porque tales
distracciones le hubieran quitado el dinero necesario para los libros y el
tiempo que le hacía falta para cultivarse. Es igualmente cierto que su
resolución era inflexible y eso le convertía en estoico, salvaje y algo
antisocial. El sentimiento de la pobreza de sus padres y, por tanto, de la
suya, le dio una visión tal de la sociedad que le privó de participar y
disfrutar incluso de convenciones más sanas, haciendo de él un solitario que
únicamente hallaba placer en los libros. No cabe duda tampoco de que el genio
–o el mal genio– de Costa no mejoró con la humillación constante de tener que pedir
dinero prestado, ni con una enfermedad cada vez más dolorosa, y ese mal genio
estallaba con cierta facilidad.”
Los
años pasados en la
Universidad no difieren mucho de los anteriores, salvo en que
Costa se vuelca en el estudio y en prácticamente cuatro años logra las
licenciaturas de Derecho y Filosofía y Letras. Esta última carrera incluía
entonces casi todas las disciplinas humanísticas y, junto a sus continuas y
abundantes lecturas, le proporciona una
amplia cultura que se añade a su gran conocimiento del derecho y de las leyes.
Lo que logró Costa en cuatro años y sin ninguna clase de recomendaciones es
impresionante y es consecuencia sin duda de su gran capacidad y su prodigiosa
memoria, pero también, y sobre todo, de su total aplicación al estudio y de su
tesón inquebrantable, que no permitía que nada le apartara del camino escogido.
Sin
embargo, los tres factores que le acompañaron casi toda su vida –la soledad, la pobreza y la enfermedad–
tampoco lo abandonan en su época de universitario. Están por el contrario más
presentes que nunca. En sus Diarios explica episodios que reflejan la absoluta
pobreza de aquellos días. Cheyne resume algunas de estas penurias: “Allí se le ve haciendo una visita importante
con pantalones descoloridos y remendados porque no tiene otros, se le ve
poseedor de dos botas en buen estado, pero para el mismo pie y teniendo que
poner una en remojo por la noche para poder ponérsela en el otro pie al día
siguiente, se le ve en el crudo invierno madrileño, sin calcetines, sin zapatos,
sin ropa de lana ni brasero, metiéndose en la cama por la tarde para escapar
del frío, se le ve sin medios para pagar una copia del certificado del
bachiller, y más tarde no podrá sacar los diplomas del doctorado porque no
puede pagarlos.”
Los
padres de Costa, agricultores cada vez más pobres, apenas han podido ayudarle
en esos años de estudiante universitario en Madrid, aunque al parecer llegaron
incluso a vender una finca para contribuir materialmente a los estudios de su
hijo. El biógrafo del León de Graus, Luis Ciges, con la ayuda de las notas
escritas por el propio Joaquín, describe un dramático cuadro familiar tras una
visita hecha a Graus por el joven universitario en un periodo vacacional.
“El
hogar es todo decrepitud y miseria. El padre, enfermo; el hermano Juan que
ayudaba al Cid, recién muerto de viruelas, envejecida y acabada la madre.
Padre, madre y demás familiares, hacinados en mitad del cuarto que tuvieron
antes, del cual quiere expulsarlos ahora el propietario, que también busca pleitos
negándoles deuda alguna por su trabajo”
Delante
de esta situación, Costa, que ha venido a Graus desde Madrid, se siente
culpable y escribe:
“Acordéme
del gasto loco hecho por nosotros en el viaje de Madrid hasta aquí. No podía
consolarme en la cama; me arrancaba el cabello de la cabeza, me escondía la
cara en las manos como avergonzándome de mí mismo, aun en la oscuridad”. “¡Ay!
¡Quisiera no haber venido! ¡Quisiera no haber estudiado, y que mis manos
ganasen el sustento de mis padres!”
Ante
este panorama familiar, Costa tuvo que pedir de nuevo dinero prestado a quienes
podían ayudarle, entre otros a su tío Salamero, con quien cada vez mantenía
mayores diferencias políticas y religiosas. Al joven Joaquín le molestaba mucho
que su tío se vanagloriara ante los demás de las ayudas que prestaba a su
sobrino. Tener que pedir dinero a él y a otros le producía un enorme
sufrimiento. Su obsesión con no deber nada a nadie le llevaba a apuntar todos
los préstamos recibidos en esos días con la intención de devolverlos en cuanto
pudiera hacerlo.
Por
fin, las cosas mejoraron algo y el ya licenciado en Derecho y Filosofía y Letras empieza a trabajar en la
universidad como profesor supernumerario. Sin embargo, en 1875,
Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre
de Enseñanza, es apartado de la
Universidad de Madrid por sus ideas krausistas y liberales.
Costa, que siente gran respeto y
admiración por su antiguo maestro, se solidariza con Giner y renuncia a su
puesto de profesor. Él mismo explica su frustración en su diario:
"¡Pero qué
desventurada criatura que soy! Cuando al cabo he llegado a auxiliar, cuando se
acerca junio, y con él el derecho de ser jurado en tribunales de examen y sacar
50 o 60 duros, voy a tener que renunciar al título de profesor
supernumerario".
Decide presentarse entonces
a las oposiciones para Oficiales Letrados de la Administración Económica
y obtiene el segundo puesto. Por real orden del 12 de septiembre de 1875, fue
nombrado oficial letrado para la provincia de Cuenca. En ese mismo mes, perdió
el premio extraordinario del Doctorado de Filosofía y Letras frente a Menéndez
Pelayo, en una decisión que Costa siempre consideró injusta. Por estos años, su
gran aspiración era convertirse en catedrático de la Universidad y hacia
ese empeño orienta su futuro laboral. Sin embargo, la institución universitaria
estaba en aquel tiempo dominada por los sectores más conservadores que
postergaban a quienes tenían fama de liberales o krausistas. Aunque, pasado el
asunto Giner, nuestro paisano fuera propuesto por dos veces para convertirse en
catedrático y tuviera para ello más méritos que nadie, el decreto que dejaba en
manos del ministro la designación de este cargo entre una terna de candidatos
le cerraba cualquier posibilidad real de lograr su deseo. Esto supuso sin duda
una gran injusticia y privó a la
Universidad española de contar con los servicios de una de
las mejores mentes de la época. Desengañado
y sin esperanzas, el altoaragonés abandonó definitivamente sus aspiraciones
universitarias para trabajar primeramente como oficial letrado, después como
abogado y más tarde como notario.
En
este relato biográfico del Costa joven voy a referirme ahora a un episodio de
su vida que tuvo para él una gran importancia en el plano humano y sentimental.
Fue su frustrado amor por la joven oscense Concepción Casas.
Hasta
la aparición de Concha Casas en sus notas y en su epistolario hay pocas y casi
irrelevantes referencias a mujeres en la vida de Joaquín Costa. Cuando está en
París, habla de comprarle unos pendientes a una tal Pilar, que algunos creen
podría ser la hija de Don Hilarión. El propio Costa estima como imposible esa
relación por ser él pobre y rica su pretendida.
Sin embargo, se percibe ya
en el joven estudiante una imperiosa necesidad de amar y una dificultad en
encontrar correspondencia a ese sentimiento. En 1868, escribe con la típica
grandilocuencia romántica:
"¡Amor, amor! ¡Dicha!
¡No huyáis de mí! ¿Qué mal os he causado? ¡Ah! No me escuchéis, no: es preciso
que sufra, es preciso que mi alma se vea torturada. ¡Amor, amor! ¡Habías de ser
tú verdugo! ¡tú! ¡Ay! ¿De qué te sirve el amar? Amas, sí, amas intensamente,
pero sólo el vacío, el horrible vacío responde a tu amor... (...)".
En 1870, Costa anota en su
Diario la admiración que siente por Isabel Palacín, a quien siempre llamó
Elisa: "¡Bellísima mujer! ¡corazón sensible!". Isabel es la mujer de
su amigo y protector Teodoro Vergnes (o Bergnes, como a veces se le cita) y por
ello no se permite nunca llevar más allá esa atracción platónica. Como se sabe,
más tarde, cuando ella quedó viuda, de las relaciones entre Joaquín y Elisa
nacería Pilar Antígone, única hija del escritor y jurista, a la que sin embargo
nunca reconoció públicamente.
Por esos años, primera
mitad de los setenta, cobra cierta relevancia en la vida del polígrafo la
presencia de otra mujer: Fermina, que, como Pilar, aparece siempre en sus
diarios sólo con su nombre de pila. Se trata de Fermina Moreno, a la que Costa
conoció en casa del canónigo don Modesto de Lara, de quien era prima y
doméstica en ese momento. En su Diario, Costa añade significativamente la frase
"and his wife". Fermina era mayor que Joaquín y entre ambos surge una
relación de ternura que el escritor parece considerar más como materno-filial
que como ninguna otra cosa. Costa la tiene como "mujer de gran talento y
exquisita sensibilidad", y ambos se confiesan sus penas y sus
preocupaciones. Ella siempre cree en él y le ayuda a no caer en el desánimo por
su pobreza; él la consuela cuando su primo el canónigo la abandona y deja sola.
Cheyne no cree que la relación fuera más allá y reprocha a Ciges y a Olmet que
en sus respectivas biografías del altoaragonés dejen entrever que hubo algo más
entre ellos que una amistad que se fue paulatinamente enfriando.
Pese
a estas breves y poco consistentes referencias anteriores a otras mujeres,
puede decirse casi con total seguridad que Concepción Casas fue el primer y
probablemente el único gran amor en la vida de Joaquín Costa. Veamos qué
ocurrió entre ambos y por qué ese amor no pudo llegar a materializarse nunca.
A finales de agosto de
1876, Joaquín asistió en Graus a la boda de su hermana Martina y a su regreso a
Cuenca, donde trabajaba como oficial letrado, hizo una parada en Huesca, donde
conoció a Concepción Casas, a la que él llamará casi siempre Concha. Ella, hija
del médico Serafín Casas, de una conocida familia oscense, tenía dieciocho
años; él iba a cumplir los treinta en el mes de septiembre. Costa tenía el
propósito de acercarse a Madrid, donde Francisco Giner de los Ríos le había
ofrecido ser profesor en la Institución
Libre de Enseñanza y sumar así un complemento a su sueldo de
letrado. Logró el traslado a San Sebastián y más tarde a Guadalajara,
acercándose de este modo a su objetivo en la capital de España. Sin embargo,
inesperadamente, Costa aceptó una vacante como letrado en Huesca. El motivo no
era otro que no haber podido olvidar a Concepción y querer acercarse a ella.
En junio de 1877, "El
Diario de Huesca" se hace eco de la llegada a la ciudad de "uno de
los hijos de la provincia que más la honran". Costa publicó varios
artículos en dicho diario y desarrolló una activa vida social en la capital
oscense. Contra sus austeras costumbres, gastó en ropa, bailes, teatros y
conciertos más de lo que podía, y frecuentó los domicilios de algunas familias
acomodadas, como los Casas y los Tolosana. Todo por estar más cerca de Concha y
lograr la aceptación de su familia. Pero a la fama de su inteligencia y su
talento, pronto se unió la desconfianza y el rechazo de algunos sectores de la
ciudad hacia su racionalismo y sus ideas krausistas. También se criticó que no
asistiera con regularidad a las misas de las fiestas de guardar. Ello no pasó
desapercibido a la familia Casas, de condición muy religiosa y conservadora.
Pronto Joaquín pasó de la euforia a la amargura, y vio cómo el amor con que
Concepción parecía corresponderle empezaba a tener que superar obstáculos cada
vez más difíciles de franquear.
Ante la adversidad amorosa,
Joaquín Costa buscó el consejo de su maestro Francisco Giner de los Ríos. La
carta que envió al pedagogo malagueño en diciembre de 1877, publicada como el
resto de las aquí citadas por Cheyne en el libro “El don de consejo” (Guara
Ediciones, 1883), es el mejor documento para entender cuál era el problema
desde su perspectiva de enamorado. Es necesario reproducirla en buena parte
porque en ella Costa explica con claridad las causas de su pena:
"Usted que posee el don de consejo, y que
es acaso mi único amigo, habrá de tomarse el trabajo de asistirme con sus luces
en un asunto delicado que sólo con usted y con otra persona distante puedo
consultar. (...) Usted no recordará ya que días antes de partir para
Cabuérniga, en Cuenca, le dije (...) que vivía en Huesca una niña que me
merecía tan vivas simpatías, que a ella uniría mi suerte, caso de acceder ella
y su familia. Lo que no le dije fue que por verla y tratarla me había hecho
trasladar a Huesca, alegando otros pretextos: se había despertado ya en mí
verdadera pasión hacia ella y luego ha ido creciendo y desarrollándose en
términos que acaban de ahogarme. Intimé su trato y frecuenté su casa, dando
tiempo para conocerla y que me
conociese: comprendí su mérito, y se hizo una necesidad imperiosísima para mi
alma, a punto de vincular en ella todo mi porvenir: le inspiré simpatías: las
gentes nos tenían ya por prometidos. En este estado, hablé a su madre, por
razones que no son del caso, y después de varios incidentes y alternativas que
me han robado el sueño y el estímulo del trabajo (hace un mes que lo tengo todo
interrumpido y en suspenso) me ha declarado ella, la niña, que también sufre
por causa mía, que también ha luchado y lucha, pero que ha surgido entre los
dos un abismo que parece imposible de llenar. El abismo es éste:
El padre, aunque médico y
catedrático, es ultramontano intransigente, si bien supo transigir con D.
Alfonso porque no le embargasen los bienes por carlista: la niña no es hermosa;
no es rica: sus atractivos y su mérito están en sus condiciones de carácter,
discreción, talento, cultura, sentido práctico e idealidad, al par que atesora,
y es una de sus cualidades suyas, el ser religiosa, sin ser mojigata. La
familia es modelo, entre los modelos de las familias españolas; de ella forma
parte un canónigo, hermano del padre; viven todos de un mismo pensamiento; son
amigos de mi tío Salamero. Con estos elementos, comprenderá usted el género de
nube que se ha interpuesto entre los dos y el abismo que ella me ha señalado:
le han dicho que no concuerdan con las suyas mis opiniones religiosas, que hago
propaganda de la
Institución Libre de Enseñanza, en la cual se explican
doctrinas anticatólicas o se admite la posibilidad de explicarlas, etc., y que
por tanto, ni ella podría hacerme feliz, ni yo a ella. Es la historia de
siempre, la historia de la decadencia del gentilismo, la historia de los
tiempos en que estamos entrando..."
En enero del siguiente año
llegó la respuesta de Giner. En ella amonesta a Costa por "enamorarse
hasta la pasión sin cerciorarse previamente del modo cómo esa señorita había de
juzgar y recibir la divergencia de sentido religioso". Y porque
"usted no debió entregarse y dar aliento a sus primeras simpatías, hasta
asegurarse de que esa señorita reunía todas las condiciones esenciales para
hacer su vida con la de usted una sola". Además, Giner añade que "a
la oposición de los padres, doy ciertamente valor (...), pero, si la mujer
responde a nuestros sentimientos esa oposición se desvanece siempre". Por
eso, continúa, "la grave, es la actitud de esa señorita". Y
finalmente da a su amigo el consejo que le había solicitado: "El principio
de conducta es éste: dada la situación actual, si usted cree poder persuadir a
esa señorita de que puede irse a la gloria casada hasta con un ateo, persuádala
y cásese". Pero, "si no hay fundados motivos para suponer que volverá
sobre su primer modo de comprender las cosas, abandone usted el campo
resueltamente y sin insistencias, que serían ya una ofensa a la conciencia de
esa señorita, y envolverían una persecución impropia de un hombre de
honor". Giner se despide con la esperanza de que Costa no decaiga ni ante
los demás ni ante sí mismo, porque "los hombres deben guardar para la
intimidad sus penas y dolores" y "en público, morir, si es preciso,
con la sonrisa en los labios, con gracia y sin caer en la sensiblería".
Giner pone de relieve en su
carta que pese a la oposición de sus padres, que Costa estima decisiva, es
probablemente la propia Concepción quien rechaza a su pretendiente por la
discrepancia religiosa que se abre entre ambos. La respuesta del altoaragonés
al pedagogo rondeño lleva implícito un cierto tono de reproche: "Usted no
es un hombre, es una categoría", empieza escribiendo Costa. Pese a todo,
acepta sus consejos con una mezcla de resignación e ironía: "Es verdad:
nada de comunión de penas; nada de válvulas, sonrisa de primavera sobre el
cráter; ya que nacemos llorando, muramos riendo; seamos héroes, no mujeres:
tengamos corazón para sufrir y para esconder el sufrimiento". En la
siguiente carta, última en la que aparece este asunto sobre el que ya no vuelve
a tratarse en su larga correspondencia, Giner rechaza haber censurado la
actitud de Costa y hace a éste una confidencia personal, casi insólita en
persona tan discreta y reservada con su intimidad y, según Cheyne, poco
destacada por sus biógrafos: "Conozco por experiencia ese género de
contrariedades y con ellas lucho ahora mismo: con la diferencia de que yo voy a
tener pronto 40 años y usted tiene 30. Esto es: yo comienzo a dudar de poder
resolver mi asunto; y usted se casará con esa señorita o con otra. Dígame pues
de todo; ánimos, cuídese y déjese de tonterías."
La otra persona a la que
Costa pide consejo es el canónigo don Modesto de Lara. Al ser éste amigo de la
familia Casas, Costa busca que interceda ante ella en su favor. El canónigo
llama a Joaquín a Zaragoza, donde ahora reside, y le propone un plan un tanto
maquiavélico: Costa debe escribirle dos cartas desde Huesca con fecha falsa,
dirigiéndose a él como si fuera su confesor y explicándole su problema. Don
Modesto las hará llegar a Don Serafín y a su hermano don Bruno Casas, canónigo
de la catedral de Huesca, para que vean que el pretendiente de Concepción no es
tan poco religioso como de él se dice. Por su parte, Don Modesto contestará a
Joaquín en los términos adecuados para que éste pueda enseñar las cartas a
Concepción y poder influir sobre ella. Costa, enamorado hasta la médula, acepta
el plan, aunque no sin mostrar escrúpulos: "El plan era magnífico, pero
también miserable y contrario a la sinceridad y al honor y a la conciencia,
puesto que él y yo mentíamos y armábamos acechanzas a una conciencia, si bien
preocupada y fanática. Amo tanto a Concha Casas que todo me parecía
perdonable". Y no deja de resultarle paradójico que mientras un
racionalista le aconsejara "con la voz de Dios y fuera su conciencia
objetiva", un clérigo se pusiera de su parte pero "con la voz del
diablo" y fuera "la lisonja de su pasión y su provecho".
Sin embargo, la estrategia
de Don Modesto no funciona, y Costa conoce directamente la opinión del padre de
Concha por la carta que éste envía al canónigo puesto a celestino. La respuesta
no puede ser más contundente. Tras alabar la inteligencia, la erudición y las
"costumbres severas y fino trato social" del pretendiente de su hija,
Don Serafín pasa a mostrar sus aspectos negativos y los motivos de su rechazo:
"Oscurece sin embargo
este hermoso cuadro la educación científica y literaria recibida en la Universidad Central,
de profesores krausistas ... así como el pertenecer en cuerpo y alma a la Institución Libre,
cuerpo docente completamente librepensador, y por tanto refractario a toda
autoridad superior a la ciencia y a la razón, únicas deidades a las que rinden
culto (...) Y como yo soy ...católico, apostólico, romano rabioso,
ultramontano, como se dice, ... y por tanto hijo sumiso de la Iglesia, (...), partidario
de la infalibilidad del Papa, etc., de ahí que me haga mal y deplore, que tan
simpático joven, a quien mi corazón busca, mi cabeza rechace... Pero ha tenido
la desgracia de que sus antecedentes conocidos en cuanto al sesgo dado a sus
estudios y a algunos de sus escritos hayan puesto en guardia aquí a los
católicos eclesiásticos y laicos, y pasa fatalmente por adalid y aun propagador
de la filosofía alemana en esta localidad..."
Acaba Don Serafín aludiendo
a la existencia de otro proyecto matrimonial para su hija y rogando a Don
Modesto que haga desistir a Joaquín de sus intenciones. El asunto parece, por
tanto, concluido y sin esperanzas para el joven Costa. Sin embargo, éste sigue
viendo a Concha y ella le confiesa que también sufre por la situación creada,
aunque cada vez muestra más frialdad hacia su pretendiente. A la mente de
Joaquín acuden los complejos que, tal vez no siempre con motivo, suelen
acompañarle, y achaca el distanciamiento a sus problemas físicos y a la pobreza
económica de su familia. Incluso, olvidando los consejos de Giner, pierde los
papeles y ofende a Concepción enviándole unas "Meditaciones y
Confidencias" que precipitan la ruptura definitiva. Él mismo reconoce su
error: "He perdido la calma, me he vengado, fingiendo un odio que no
abrigo, escribo cobarde una carta insultante, pero ¡ay! esta carta no era sino
otra vez el amor." Ella le contesta enfadada que "como mujer no
olvidaré nunca jamás...que es usted el único hombre que se ha permitido
prodigarme sin ningún derecho tamañas ofensas".
Aunque la ruptura se
produce y Costa abandona Huesca en 1879, aún se mantiene entre ellos una
esporádica correspondencia epistolar. Joaquín escribe a Concepción algunas
cartas, varias en francés, y en una de ellas,
esta vez en español y desgraciadamente no fechada, hace un resumen de
las causas que en su opinión impidieron que la relación continuara:
"...hay entre usted y yo un tío que me odia por liberal, un padre a quien
inspiro yo repugnancia invencible por igual motivo y una mamá que me aprecia
como hombre, pero que me desdeña por pobre, y si bien a usted la conceptúo
mejor que a todos tres, y con ánimo para saltar por encima de estos dos
obstáculos, no así para pasar por encima de aquellas tres personas"
En 1893, quince años
después del relatado episodio de amor frustrado entre Joaquín Costa y
Concepción Casas, se produjo la muerte de ésta. Sobre un poema que ella le
había mandado en el momento de su ruptura, Costa anota un escueto "Ha
muerto". Y, en la misma carta de ruptura de Concepción, escribe con fecha
de junio del 93: "¡Pobrecilla! Se casó hace dos o tres años con un
magistrado o fiscal, se fue con él a Ultramar, creo que a Puerto Rico, y acabo
de saber que ha muerto, parece que de sobreparto. ¡Pobrecilla!
¡Pobrecilla!...".
Por lo que yo sé, en su
familia se transmitió la idea de que Concepción era una mujer de gran
personalidad y que ella misma y por sí sola decidió la ruptura con Costa, por
sus desavenencias religiosas y, sobre todo, por la preocupación que le producía
el tipo de educación que los futuros hijos de ambos pudieran recibir. Es muy
probable que así fuera, pero aunque hubiera sido ella menos piadosa parece
difícil pensar que una mujer de su edad y en aquellos tiempos pudiera rebelarse
contra la autoridad familiar, que a la postre decidía casi siempre el
matrimonio de las hijas casaderas.
Coincido con Cheyne en la
importancia que este episodio tuvo para el joven Costa. Fue una frustración que
sin duda le marcó y que, sumada a otras sufridas en otros aspectos de su vida,
contribuyó a aumentar su amargura y la percepción de que, por su condición
humilde y por sus ideas, la fatalidad, en un país que no perdonaba ciertas
cosas, le perseguía pese a su reconocido talento.
Costa no vio cumplido ya
nunca su deseo de casarse y formar una familia, aunque de su relación casi
clandestina con Isabel Palacín, viuda de su amigo y protector Teodoro Bergnes,
nació en 1883 una hija. Joaquín quiso que se llamara Antígone, pero el
sacerdote no aceptó ese nombre y se la bautizó como María del Pilar. Costa
tenía 37 años e Isabel Palacín, a la que él siempre llamaba Elisa, había
cumplido ya 36 cuando nació la niña. La pareja, por causas que no se conocen
bien del todo, nunca llegó a casarse y ambos apenas vivieron juntos. El padre
nunca reconoció a la hija y sólo, cuando años más tarde ésta se casó, le dio su
consentimiento pero considerándola como hija
adoptiva.
Joaquín Costa tenía treinta
años cuando vivió el episodio amoroso sin final feliz que acabamos de contar y
que aparece explicado con mucho más detalle en las “Memorias” del polígrafo
altoaragonés editadas recientemente por Juan Carlos Ara en la colección
Larumbe. Este es el límite temporal que he querido marcarme para esta resumida
biografía del joven Costa. El llamado León de Graus aún vivió treinta y cinco
años más, en los que escribió y reflexionó sobre muchos temas, impulsó varios
proyectos políticos que nunca llegaron a fructificar y acabó, bastante
desengañado de todo y cada vez más mortificado por su enfermedad muscular,
retirándose con su soledad a cuestas a su casa familiar de Graus. Allí murió el
8 de febrero de 1911. Dos días después fue enterrado en Zaragoza, donde, en el
cementerio de Torrero, descansan sus restos.
Costa había dejado escrito,
tal vez con intención metafórica, que quería ser enterrado en Las Forcas, las
montañas de Graus que él, en sus últimos años, veía todos los días desde las
ventanas de su casa. Sin embargo, sus seguidores y amigos, sobre todo en
Madrid, insistieron en que debía ser trasladado al Panteón de Hombres Ilustres
de la capital de España y así se decidió finalmente. De Graus a Barbastro, la
gente salía a las orillas de la carretera para rendir tributo y despedir al
fallecido. En Barbastro, su cadáver fue subido al tren para llevarlo a Madrid,
pero al llegar a Zaragoza, una multitud, movilizada en parte por el alcalde
Basilio Paraíso, se plantó en medio de la vía para impedir que el féretro
saliera de Aragón. El gobierno de Madrid, preocupado por posibles incidentes
con los republicanos si el entierro tenía lugar en la capital, dejó que la
gente se saliera con la suya y Costa fue finalmente enterrado en el cementerio
de Torrero de Zaragoza.
Joaquín Costa, sin embargo,
no murió del todo en 1911 y, como comprobamos el pasado año con la celebración
de su centenario, permanece aún muy vivo en nuestro recuerdo. En el monumento
que se levantó en Graus en 1929, aparecen las dos palabras que resumen el
proyecto regenerador que nuestro ilustre paisano tenía para España. Estos
términos son Escuela y Despensa. Es decir, cultura y educación por un lado, y
riqueza que proporcione alimento y bienestar a todos los españoles por el otro.
Progreso cultural y progreso material para un país que carecía de ambos en su
época. Desde entonces hasta hoy la cultura y la despensa han mejorado en la
sociedad española hasta límites que en aquel tiempo nadie podía ni siquiera
imaginar. En la actualidad, corremos el riesgo de que en ambos aspectos España
retroceda por primera vez en muchas décadas. Probablemente, si la mayoría de
los dirigentes políticos y de quienes han tenido responsabilidades en las
principales instituciones del país en los últimos tiempos se hubieran regido
por los principios éticos y los valores humanos que Costa forjó en sus años de
juventud y mantuvo siempre a lo largo de su vida, no habríamos llegado a esta
situación actual tan lamentable. España parece necesitar otra vez una profunda
regeneración moral y ética que, teniendo como base el verdadero amor al país y
la honradez más absoluta, permita superar la crisis en que se halla inmersa por
culpa, en buena medida, de quienes, careciendo de los principios éticos básicos
y muchas veces hasta de la formación adecuada, anteponen su interés particular
al general de todos.
Hombres pundonorosos,
íntegros, cultos y honrados como lo fue Joaquín Costa Martínez son hoy más
necesarios que nunca o, mejor dicho todavía, son hoy tan necesarios como lo
fueron ayer y como lo seguirán siendo siempre.
Carlos
Bravo Suárez
Publicado
en siete entregas en Diario del Alto Aragón.
Imágenes:
Padre de Joaquín Costa, Costa joven, Casa natal de Costa en Monzón, Casa de
Graus en la que vivió entre los 4 y los 17 años, Campesinos ribagorzanos de la época,
Libros en el despacho de Costa, Graus en la época, Recinto de la Exposición Universal
de París de 1867, Entrada a la
Exposición de París, Velocípedo, Cuadro de Ramón Casas, Mosén
José Salamero, Madrid a finales del XIX, Manifestación en la calle Alcalá de
Madrid, Graus y la basílica de la
Virgen de la
Peña en la época, Huesca a fines del XIX, Francisco Giner de
los Ríos, Huesca en la época, Duelo por la muerte de Costa en las calles de
Zaragoza, Tumba de Costa en el cementerio de Torrero de Zaragoza y Monumento a
Costa en Graus.