Tiempo de
errores. Mohamed Chukri. Cabaret Voltaire. 2014. 288 páginas.
Hace
unas semanas escribí en esta misma sección una reseña de El pan a secas –traducida aquí en sus ediciones iniciales como El pan desnudo –, la primera
y más conocida de las novelas de Mohamed Chukri (El Rif, 1935 – Rabat, 2003)
que, con motivo del décimo aniversario de la muerte del escritor marroquí, la
editorial Cabaret Voltaire había reeditado en nuestro país. Decía al final de
esa reseña que esa misma editorial había publicado también recientemente Tiempo
de errores, la segunda novela de Chukri y continuación de la anterior.
Antes
de su reciente publicación en Cabaret Voltaire, había al menos dos ediciones de
“Tiempo de errores” en español: la publicada por Editorial Debate en 1995, y
otra, del mismo año, editada en tapa dura por Círculo de lectores. Esta última
es la que yo leí por aquel entonces, hace ya casi veinte años. Ahora, tras
hacerlo con El pan a secas, he releído también la segunda de las novelas autobiográficas de Mohamed Chukri.
Empezaré
diciendo que Tiempo de errores me ha parecido tan buena, si no mejor, que “El
pan a secas”, de la que es una continuación autobiográfica y cronológica.Tiempo de errores se inicia cuando –a mediados de la década de los cincuenta
del pasado siglo XX– Chukry, tras los míseros y violentos años de la infancia y
primera juventud, siente la llamada de la cultura y, a los veinte años,
decide aprender a leer. Para ello, ingresa y estudia en un internado de Larache
y se prepara para ser maestro. Eso no supone, sin embargo, que abandone su desordenada
vida nocturna, el abundante consumo de alcohol y la frecuente compañía de las
prostitutas. Podría decirse que durante el día estudia o trabaja en la escuela
y por la noche se emborracha en los cafés y los prostíbulos de Tánger.
Con
su prosa directa y desgarrada y un cierto desorden narrativo, que no es demérito
sino todo lo contrario, Chukri convierte Tiempo de errores en una sucesión de
estampas urbanas de un crudo realismo. Un fascinante desfile de personajes masculinos
y femeninos casi siempre marginados y maltratados por la vida. Aunque todos son
interesantes, destaca sobremanera el ciego Mojtar El Hadad, quien
–como el propio escritor reconoce– fue el verdadero maestro de Chukri y quien le
descubrió la riqueza y entresijos de la lengua árabe. Impresionantes son
también las descripciones del manicomio en el que el narrador ingresa al menos
en un par de ocasiones y donde conoce a tipos de lo más dispar y extraño. Chukri
consigue conjugar admirablemente la descripción de momentos y lugares de gran
sordidez con algunos arrebatos intensamente poéticos.
En
cualquier caso, como queda claro en este párrafo del libro, el primer
aprendizaje literario del autor marroquí no es en absoluto ortodoxo.
“Leo
cualquier cosa escrita: libros –prestados o robados– o una hoja impresa tirada
en el suelo; la mayoría de las veces están en español. Me obsesiono intentando
descifrar los rótulos de las tiendas y de los cafés, que, a veces, copio en una
hoja suelta o en mi cuaderno de notas. Casi todos ellos están también en
español. Me urge aprender y me aplico a ello con ahínco, incluso en los
momentos más difíciles. ¡Rimbaud tenía razón cuando dijo que no era bueno que
los pantalones se gastasen en los bancos de la escuela! Tenía razón él, un
hombre que escribió y vio la vida.”
No estaría mal que Cabaret Voltaire
publicara también próximamente Rostros,
amores y maldiciones, la novela que cierra la trilogía autobiográfica del gran
escritor marroquí.
Carlos Bravo Suárez
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