El pasado 17 de abril de 2017 se
inauguró en Graus una plaza dedicada a Sebastián Romero Radigales (Graus, 1884
– Madrid, 1970). Tuve el honor de intervenir ese día en los actos que se
realizaron en nuestra villa en homenaje a este ilustre grausino, reconocido en
febrero de 2014 como “Justo entre las Naciones” por su contribución
desinteresada a la salvación de vidas de judíos durante el Holocausto. En
aquella intervención, resumida en estas líneas, me referí a la valiente actitud
mostrada por Romero Radigales desde su cargo de cónsul de España en Grecia que
contribuyó decisivamente a evitar la muerte de un buen número de judíos durante
la ocupación nazi del país heleno en los años finales de la Segunda Guerra
Mundial.
Voy a
establecer aquí, en primer lugar, una concisa contextualización histórica de la
actitud del franquismo con los judíos y de la época en que Sebastián Romero
Radigales llevó a cabo su activa labor diplomática y humanitaria para salvar a
los judíos sefardíes de Salónica y Atenas. Intentaré trazar después un resumido
relato de su acción en aquellos días dramáticos. Para quien quiera profundizar
más en este asunto, recomiendo la lectura del libro “Sebastián Romero Radigales
y los sefardíes de Grecia”, de la historiadora Matilde Morcillo Rosillo, editado
en Madrid en 2008 por Metáfora Ediciones.
Romero Radigales llegó a Atenas en abril de 1943 para
hacerse cargo, como cónsul general, de la legación diplomática de nuestro país
en la capital helena. El año anterior, el general Francisco Gómez-Jordana había
reemplazado a Serrano Suñer como ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de
Franco. Jordana era, también en lo referente a los judíos, un hombre mucho más
moderado que Serrano Suñer, plenamente identificado ideológicamente con las
políticas de los gobiernos del Eje. Sin embargo, Franco nunca tuvo una política
clara ni definida sobre la cuestión judía. Como en tantos otros asuntos, su
prioridad era la supervivencia política y la astucia su principal guía de
conducta.
Siempre
mostró ciertas simpatías por los judíos sefarditas, descendientes de aquellos
que fueron expulsados de España en 1492, algunas de cuyas comunidades conoció y
trató en su estancia en Marruecos. Por el contrario, tenía una mala imagen de
los judíos askenazíes y siempre creyó que los judíos, en general, habían
ayudado a sus enemigos durante la guerra civil y por mucho tiempo aludió a la
existencia de una conjura judeo-masónica internacional contra su régimen. En
cualquier caso, durante la Segunda Guerra Mundial, Franco cambió en parte su
actitud en función de cómo evolucionaba la contienda y, si en un principio era
evidente su postura proclive a las potencias del Eje, a medida que estas iban
perdiendo la guerra temía las represalias posteriores de los aliados y buscaba
la manera de congraciarse con ellos y lograr alguna simpatía entre la opinión
pública internacional, en general bastante hostil. La Guerra Fría iba a jugar
sin duda más tarde a su favor.
Volviendo
a 1943, la embajada alemana en Madrid hizo saber a principios de año al régimen
de Franco que los alemanes daban un plazo, hasta el 31 de marzo, para la
repatriación de los judíos españoles de Francia, Bélgica y los Países Bajos. A
partir de esta fecha no les concederían ningún trato especial. Los judíos
sefardíes tenían la nacionalidad española por un decreto promulgado por el
gobierno del general Primo de Rivera en 1924.
El nuevo ministro Jordana no contempló en
principio la idea de la repatriación y pensó en enviarlos a otros lugares donde hubiera
comunidades sefardíes, como la ciudad griega de Salónica, Turquía o algún punto
de los Balcanes. Dada la situación en esas zonas, cuyos judíos en buena medida
van a ser enseguida amenazados también con la deportación, se desechó pronto
esta solución inicial. La política del régimen era evitar que los judíos se
quedaran en España y hacer que utilizaran nuestro país como lugar de tránsito
hacia otros destinos. Además, en este aspecto, se aplicó una política de cupos,
de tal manera que hasta que no salía un grupo no se podía dar entrada a otro.
En ese sentido, se solicitó el apoyo del Comité Judío Americano de Distribución Conjunta para que ayudara
en el tránsito de los judíos por España, pero la agencia estadounidense no
consideró adecuada su intervención, pues al tratarse de judíos españoles
entendía que era España la que debía hacerse cargo de sus nacionales.
Como veremos enseguida, la actitud del régimen frente a
los requerimientos desesperados de Radigales para que actuara en favor de la
repatriación de los sefardíes de Salónica fue en un principio de pasividad e
inacción, recriminando incluso al diplomático su exceso de celo en la cuestión.
Tras el desembarco de Normandía y el cambio de signo de la guerra, el régimen
suavizó su postura y, posteriormente, intentó rentabilizar a su favor lo que en
buena medida había sido consecuencia, sobre todo, de la insistencia, incluso en
contra de las órdenes iniciales enviadas desde Madrid, de algunos de sus
diplomáticos. Parece obvio que también en esto la política de Franco fue
ambigua y poliédrica y que el dictador jugó sus cartas según las conveniencias del
momento y la rentabilidad que pudiera extraer a la situación.
Cuando Romero Radigales llegó a Grecia en abril de 1943,
se encontró sobre la mesa un difícil problema: qué hacer con los 510 judíos
sefardíes españoles que residían en Salónica, donde históricamente, sobre todo
hasta 1913, hubo una gran presencia de judíos descendientes de aquellos que
habían sido expulsados de España en 1492 y que conservaron el idioma español
como lengua predominante en la ciudad.
Mussolini invadió Grecia en 1940, pero luego llegaron
también los alemanes y comenzaron los problemas para los judíos. En Grecia
vivían entonces unos 60.000 judíos, de los que aproximadamente un millar eran
españoles y más de la mitad vivía en Salónica. En un principio, a los judíos
españoles no les afectaban las medidas especiales decretadas contra los judíos
griegos. El 15 de marzo de 1943 los alemanes comenzaron a deportar a los judíos
de Salónica. Diecinueve trenes partieron rumbo a Auschwitz. Entre marzo y
agosto de 1943 murieron casi 50.000 judíos griegos.
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